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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

97 segundos (10 page)

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—Me llamo Olga Durán. Mi padre era agente de la inteligencia española en la época del Apolo XI. Ignoro lo que sucedió en la Luna, o si realmente los astronautas encontraron algo allí arriba. Lo que sí sé es que mi padre tuvo que rescatar a un militar americano al que secuestraron agentes del KGB en España, y que había estado destacado en la base de Fresnedillas. El militar murió, al parecer, pero mi padre recuperó un maletín que él llevaba consigo, y que no entregó a las autoridades. Nunca quiso decirme por qué, ni dónde lo escondió o por qué era tan importante. Tampoco lo que había dentro, si es que lo sabía. Pero sospecho que debe de tener que ver con el misterio de la Luna. Quizá con esos 97 segundos perdidos de los que usted habla en su libro.

Las palabras de Olga Durán evocaron un vivo recuerdo en la mente de Ned. Orestes Valbuena Gómez, el técnico de Fresnedillas que vio cómo se instalaba el bucle de seguridad en las comunicaciones con la Luna, le había contado que las imágenes censuradas sí fueron registradas por medio de un Ampex, y que había un militar norteamericano supervisándolo todo. Si lo que decía ahora aquella mujer era cierto, ese militar bien pudiera ser el mismo a quien secuestraron los agentes del KGB. Y el maletín…

—¿Sabe usted el nombre del militar americano? —preguntó, interrumpiendo sus propios pensamientos.

—Por desgracia, no. Mi padre sólo me contó lo que le he dicho. Y he tenido que reconstruirlo a base de fragmentos.

—Sería importante averi…

—Antes de seguir, señor Horton —le cortó ella—, quiero dejar claro que mi única intención es que se descubra la verdad. Y que el honor de mi padre quede restaurado. A raíz de aquellos acontecimientos fue expulsado del ejército y, desde entonces, pasó su vida amedrentado. Soportando una carga que parecía superarle.

—¿Cuándo murió? —dijo Ned.

—Aún vive. Padece Alzheimer desde hace algunos años. Apenas queda de él el envoltorio de lo que fue.

—Lo siento mucho…

Olga se mantuvo en silencio, evocando su niñez y a un padre amante que siempre veló por ella. Esperaba estar haciendo lo correcto al revelar a Ned el secreto más oscuro de su padre.

—¿Tengo su palabra de que me tendrá al tanto de lo que descubra?

—Por supuesto. La tiene.

—Aquí está mi número de teléfono.

Olga Durán sacó un papel de un bolsillo y se lo tendió a Ned. Luego asintió con la cabeza, como queriendo reafirmarse en lo que estaba haciendo, y se dio la vuelta sin decir nada más. Ned la contempló mientras ella se marchaba caminando hacia la salida del aparcamiento y subía luego las escaleras que comunicaban con el nivel de la calle principal, la avenida Complutense. Poco después, había desaparecido como una sombra bajo el luminoso sol que lucía en lo alto.

Aquello ponía a Ned ante una pista sorprendente, que cambiaba por completo sus planes. Cogió el teléfono móvil e hizo algo que odiaba hacer. Llamó a la responsable de prensa de su editorial en España y le pidió que lo excusara ante los periodistas que habían acudido a la comida. No por llegar tarde, sino porque no tenía intención de ir.

17

Horas después, durante la presentación de su libro, Ned Horton se había mostrado ausente. Su cabeza estaba demasiado cargada de ideas que se agolpaban, revueltas y entremezcladas como en una olla a presión a punto de estallar. Desde que llegó al hotel, tras la conferencia en la Facultad de Periodismo y su encuentro con Olga Durán, había estado buscando el modo de averiguar el nombre del militar norteamericano que transportaba el enigmático maletín. Llamó por teléfono a una amiga que trabajaba en la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional del gobierno de Estados Unidos. Le debía un favor y esperaba que ella pudiera ayudarle.

Repasó mentalmente lo que sabía: el bucle de seguridad establecido en la estación de Fresnedillas era bien conocido por los historiadores y los investigadores. Y el hecho es que se hizo necesario. Había un militar americano que supervisó la instalación del mismo. Eso lo presenció Orestes Valbuena en la noche del mismo 20 de julio. El militar entró en acción cuando, algo más tarde de las tres de la madrugada del 21, se produjo el famoso corte en la comunicación desde la Luna, sin causa aparente, que hizo a los periodistas desalojar la sala de seguimiento. No se trató de un corte fortuito. Hubo que interrumpir la comunicación por algo concreto, y la orden llegó desde el control de la misión. Lo que fuera que propició el corte quedó grabado en los rollos de cinta magnética del Ampex. Era fácil deducir que, una vez restablecida la emisión, el militar recogió los rollos de cinta y los depositó en un maletín, para conducirlos personalmente a algún lugar seguro al que nunca llegó, ya que fue asaltado por agentes del KGB infiltrados en España. Luego entró en escena Antonio Durán, el padre de Olga, que recuperó el maletín aunque no pudo salvar al militar americano. Finalmente acabó escondiendo el maletín en vez de entregarlo a las autoridades españolas. Pero ¿por qué haría algo así…?

—Dos sándwiches de foie-gras, dos de salami y una Coca-Cola, por favor. Y también unas croquetas de jamón.

Ned no había comido nada desde el desayuno. Se excusó también con la gente de la editorial, que le había preparado una cena de homenaje, y se fue solo al Rodilla de la plaza del Callao. Ahora tenía un hambre atroz.

Sonó su teléfono. Era Saundra, su amiga de la NSA. Oprimió el botón del móvil para responder la llamada con tanta vehemencia que a punto estuvo de caérsele al suelo.

—Hola, Saundra. ¿Has podido averiguar algo?

—Creo que sí. Me dijiste que la instalación del bucle de seguridad en la estación de Fresnedillas estuvo supervisada por un militar americano. He estado indagando. Busqué información sobre los militares destacados en España en esas fechas. Y he localizado los datos de un coronel de la fuerza aérea que murió el 30 de julio de 1969. Está enterrado en el cementerio nacional de Arlington. Su nombre es Dominic W. Johnson. También he averiguado que estuvo ingresado en un hospital español, la Ciudad Sanitaria de La Paz, a finales de julio de 1969. Su misión era entregar cierto material sensible en la base aérea de Torrejón de Ardoz. Lo demás está clasificado.

—¡Tiene que ser él! Gracias, Saundra. Eres fantástica.

—Eso me decías cuando solíamos acostarnos… ¿En qué estás metido ahora? ¿Por qué querías saber todo esto?

Era obvio que Ned no podía revelar a su amiga nada en concreto sobre su investigación.

—No tengo mucho que contar. Pero no dudes que compartiré contigo lo que descubra, cuando esté seguro de ello. Ahora, lógicamente, trataré de descubrir que pasó exactamente con el coronel. Cómo llegó a ser ingresado en el hospital y si el material sensible que has mencionado llegó efectivamente a la base de Torrejón.

—¿Qué crees que podía ser ese material?

—Aún no tengo la menor idea.

Ned seguía mintiendo. Sabía por experiencia que siempre era mejor ser discreto. Y más con alguien que trabajaba en la todopoderosa NSA.

—Bien, Ned. Celebro haber podido serte útil. Llámame un día cuando vuelvas a casa. Podemos divertirnos juntos.

—De acuerdo, Saundra, lo haré. Gracias por todo.

Ned colgó el teléfono y se mantuvo unos instantes con la mirada perdida. Al otro lado del ventanal del restaurante, el gentío cruzaba la plaza del Callao bajo la espléndida noche.

—Muy bien —dijo Ned en voz alta; era algo que le ayudaba a pensar—. La información sobre ese tal coronel Johnson concuerda con lo que sé. Intentó llevar las cintas a la base de Torrejón, donde es de suponer que un avión estuviera preparado para transportarlas de España a Estados Unidos. Ignoro por completo lo que estará registrado en ellas, pero está claro que tenía que ser muy importante.

Contuvieran lo que contuviesen, las grabaciones del primitivo Ampex debían de ser de alta calidad. Se trataba de un sistema de bobina abierta, como los magnetófonos o los proyectores de cine, capaz de grabar en color. Muy pocos sabían que las imágenes emitidas originalmente desde la Luna eran en color. Un complicado sistema de redifusión las convirtió en blanco y negro y les restó casi toda su calidad inicial. En 1969, la práctica totalidad del mundo disponía, como mucho, de televisor en blanco y negro, de modo que ese cambio no resultó demasiado importante. Salvo porque los teóricos de la conspiración creyeron ver en ello una táctica premeditada e intencionada, con el objeto de ocultar el fraude. Según ellos, la deficiencia de las imágenes hacía más fácil que pasaran por verdaderas.

Como todos los investigadores serios y rigurosos, Ned sabía que no hubo ningún fraude en la llegada del hombre a la Luna. Fue un acontecimiento público. Miles de antenas del mundo entero apuntaron de inmediato al lugar del alunizaje, una vez se conoció su posición exacta. Si hubiera existido el menor atisbo de fraude, los propios rusos, principales interesados en que la misión fracasara, habrían puesto el grito en el cielo. Por el contrario, jamás negaron el éxito de los americanos. Cuestión distinta era la referente a las fotografías tomadas en la superficie lunar. Muchas estaban retocadas o claramente trucadas. No obstante, la principal teoría a ese respecto decepcionaba a los conspiranoicos: sencillamente se hizo eso para no carecer de imágenes en el caso de que las cámaras sufrieran algún daño o no fueran capaces de resistir las duras condiciones del satélite. Que el genial director Stanley Kubrick, creador de la versión cinematográfica de 2001, una odisea del espacio, tuviera o no algo que ver en todo aquello pertenecía al mundo de la mera especulación, a pesar de las sospechas.

Ned sacó de su cartera la nota de Olga Durán con su número de teléfono. No sabía si era muy tarde para llamarla pero decidió hacerlo de todos modos. Al ver que nadie respondía estuvo a punto de colgar, hasta que la mujer finalmente respondió.

—Siento llamarla a estas horas —fue lo primero que le dijo Ned.

—No se preocupe. Suelo acostarme tarde. Una costumbre heredada de mi padre. ¿Ha descubierto ya algo?

—El nombre del militar americano. Era un coronel. Dominic Johnson. Fuerza aérea, inteligencia militar, ya sabe...

—Veo que su fama no es inmerecida. Y que no me he equivocado con usted.

—Tengo mis contactos… Mañana iré al hospital de La Paz, donde al parecer estuvo ingresado el coronel Johnson antes de morir. Intentaré averiguar algo más. La mantendré informada.

—Bien. Gracias, señor Horton.

—Llámeme Ned.

—Entonces, gracias, Ned.

—Hasta mañana, Olga.

Ella no le había pedido que la llamara por su nombre de pila, pero Ned decidió unilateralmente rebajar los formalismos. Aquella mujer le atraía de un modo magnético. Era muy hermosa, desde luego, pero había algo más. Algo en sus ojos, en su mirada, en lo que se veía en ella cuando miraba hacia cosas que no estaban allí.

Ned terminó sus sándwiches y su refresco y se encaminó hacia la Gran Vía. Tenía su coche de alquiler en un aparcamiento cercano. La noche era cálida y despejada. El ruido del tráfico y el murmullo de las gentes que caminaban por las calles le hacían sentir vivo. Estaba ilusionado. Ése era un sentimiento al que nunca podría renunciar. Ilusionado como un niño o un adolescente, sin comprender aún los peligros con los que estaba a punto de enfrentarse.

18

El teléfono de la mesilla sonó a las diez en punto de la mañana. El sol penetraba los resquicios entre las cortinas de la lujosa habitación del hotel Plaza. Los rayos eran estrechos, pero potentes, y entraban anunciando otro nuevo día espléndido en el Madrid del final de la primavera.

—¿Sí? —contestó Ned tras unos segundos de transición entre el sueño y la vigilia. Tenía las sábanas enrolladas en torno al cuerpo y la boca pastosa.

—Soy María.

—Hola, María. Buenos días.

—Son las diez de la mañana. ¿Todavía estabas durmiendo?

—Pues sí. He de reconocerlo… Me acosté un poco tarde. Y tomé un par de copas… de más.

—Te llamo para saber qué tal fue la presentación.

Ned tosió y carraspeó antes de soltar una carcajada.

—¡Apenas me enteré de nada!

—¿Y eso…?

—¿Te acuerdas de la mujer que me hizo ayer una pregunta en la conferencia de la facultad, y que luego se marchó sin esperar a que terminara?

—Claro. ¿Por qué? No me digas que te has liado con ella…

María dijo esto con fingido humor. Como mujer, odiaba que un hombre le hablara de otras mujeres. Y más si eran guapas y atractivas.

—Nada de liarme con ella. Aunque no lo descarto… —imitó Ned el tono de burla de María—. Me estaba esperando fuera. Resulta que sabía cosas muy interesantes sobre el corte de comunicaciones con la Luna. Me ha puesto sobre la pista de algo que parece grande de verdad. Por eso no presté demasiada atención anoche cuando presenté mi libro. Tenía la mente ocupada en cuestiones mucho más apasionantes.

—Ya veo. Te noto ilusionado.

—Lo estoy. Ésta es mi fe y la fe mueve montañas. En fin, voy a darme una ducha y a beberme un litro de zumo de naranja.

—Ya me contarás tus avances. A mí hoy me espera tragarme varios documentales. La mayoría, un auténtico tostón. Cuídate.

—Lo mismo digo. Y que te sea leve.

Después de colgar el teléfono, Ned estuvo un momento pensando en las palabras de María, al respecto de si se había liado con Olga Durán. Habría sido estupendo tenerla esa noche en su cama. Haberle hecho el amor y haber despertado, por la mañana, con ella al lado. Lo que más le gustaba de las mujeres no era el sexo en sí —aunque eso era una parte muy agradable—, sino precisamente el hecho de que fueran mujeres. Descubrirlas, conocerlas, su feminidad, sus gestos, sus caricias, sus miradas, su risa o hasta el modo particular en que se sentaban. También que tuvieran que levantarse por encima de un mundo en el que aún lo tenían más difícil que los hombres.

Pasaban cinco minutos de las diez y media cuando Ned salió del ascensor a la recepción del Plaza. Su aspecto había mejorado tras la ducha de agua muy caliente. Fue a desayunar a la cafetería del hotel y luego bajó al aparcamiento subterráneo, donde le esperaba su coche de alquiler. Con aire jovial, Ned oprimió el botón de apertura del mando a distancia y el coche pareció responderle con el mismo buen humor, en la forma de un pitido y el destello de sus cuatro intermitentes. Se sentó al volante, salió lentamente del aparcamiento y enfiló el paseo de Recoletos, hacia Castellana.

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