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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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—Señora —anunció el soldado cuando se le permitió el acceso—. Ha llegado esta comunicación.

Le tendió un sobre cerrado que debía entregarse en mano, hizo el saludo militar y abandonó la estancia. Ella abrió inmediatamente el sobre y extrajo su contenido. Era la transcripción de la llamada que Ned acababa de hacer a Olga. Iba acompañada de dos imágenes aéreas con las coordenadas desde las que se había originado y recibido la comunicación: una encrucijada de carreteras en el estado de California y el norte de la ciudad de Madrid, en España.

La comandante sonrió y se frotó las manos. Ned no había conseguido engañarla. No a ella. Horton estaba desplazándose justo hacia donde lo quería. Sus previsiones parecían ser correctas. Dentro de poco, lo tendría entre sus afiladas garras.

Rumbo hacia Las Vegas, ya muy cerca de la ciudad, Ned volvió a pensar en la mujer que le ayudó a infiltrarse en el Área 51, Karen Carpenter. Si en algún momento dudó acerca de la conveniencia de ponerse en contacto con ella, ahora tenía más claro que nunca que no debía hacerlo. No era seguro. Sin embargo, podía repetir los pasos que dio con ella y que le permitieron acceder a los archivos secretos en que, precisamente, se mencionaba el nombre de Stephen Lightman.

Llegó a la mayor ciudad del estado de Nevada, y capital mundial del juego, en mitad de la noche. Pero la entrada a aquel lugar, rebosante de casinos, era tan luminosa que casi parecía obra de un sortilegio contra la oscuridad. Si había realmente en el mundo una ciudad que nunca duerme, esa no era Nueva York, sino Las Vegas.

Ned salió de la estación de autobuses y tomó un taxi. Éste lo dejó en la puerta de uno de los locales con peor aspecto de toda la ciudad: una tienda de ropa alternativa y tatuajes, abierta las veinticuatro horas del día. Aunque lo que a él le interesaba era la trastienda, donde un tipo grueso hasta reventar, barbudo y malhablado se dedicaba a labores tan poco recomendables como convenientes para alguien en la situación de Ned. Lo había conocido también cuando se infiltró en el Área 51. Esperaba que aún estuviera allí y no en la cárcel o blanqueando sus huesos en el desierto.

—¿Qué desea, amigo? —le saludó una jovencita con aspecto de Barbie al estilo punkie.

—Busco a Rocambole.

Ese era el «artístico» apelativo con que se hacía llamar el dueño del establecimiento, en honor al héroe de folletín francés que dio nombre a todo lo rocambolesco.

—¿Y tú eres…?

—Dile que soy un cliente de sus servicios especiales. Él lo entenderá.

—Vale. Un momento, tío —dijo la joven mientras salía por una puerta cubierta de tiras de colores.

El tono de la joven era una perfecta mezcla de desgana y amabilidad. Algo tan extraño como su aspecto. El caso es que tenía un cuerpo para quitar el hipo, se dijo Ned. Y entonces pensó en Olga y su lujuriosa reflexión se disipó como una bocanada de humo.

—Rocambole dice que pases.

Ned atravesó las cintas multicolores y se vio inmerso en un espacio oscuro que le recordó al final de la película Apocalypse Now. Rocambole estaba sentado al fondo, en una especie de taburete estrecho. Le costó un momento distinguirlo, a pesar de su oronda figura y sus casi dos metros de altura.

—¿Eres tú? —preguntó Ned a la gigantesca sombra que yacía inmóvil contra la pared, aunque la respuesta era obvia.

—Yo soy —respondió el interpelado con tono solemne—. ¿Qué se te ofrece?

—Necesito tu ayuda. Tus servicios…

—No pienso acostarme contigo, si eso es lo que estás pensando. Mis ejercicios de meditación, el pudor y las buenas costumbres me lo impiden.

La paciencia de Ned estaba muy mermada. Las bromas de Rocambole, que en otras circunstancias le habrían hecho reír, ahora le producían una desagradable sensación de agobio.

—No, no quiero acostarme contigo —respondió con desgana y de forma mecánica—. No eres mi tipo. Necesito otra de tus habilidades. Unos documentos.

—Entiendo…

—Bien —dijo Ned aliviado.

—Pero antes…

La pausa teatral volvió a irritarle.

—Antes, ¿qué?

—Debes pasar la prueba. Sólo un hombre de corazón puro será capaz de superarla.

No convenía enfadarse con aquel tipo. Ned siempre había pensado que estaba realmente desequilibrado, y que podía pasar de la amabilidad a la hostilidad en cuestión de segundos.

—Estoy preparado.

—Pues ahí va… ¿Cuál es la mejor motocicleta que jamás se ha construido?

La respuesta era fácil. Rocambole había sostenido con Ned una agria y absurda polémica acerca de ese asunto cuando se conocieron. El gigante afirmaba que la mejor motocicleta que se había fabricado era la Indian Chief de 1947. Justo uno de los modelos que él poseía, completamente roja y llena de cromados.

—La Indian Chief del 47.

—¡Respuesta correcta! Me alegra ver que has renegado de esas porquerías europeas, como las Triumph. ¡Vaya nombre ridículo!

Y eso lo decía un gordo inmenso que se hacía llamar Rocambole. Pero Ned no tenía ánimos para llevarle la contraria.

—Bueno, ¿qué necesitas exactamente?

—Documentos. Un carné de conducir. Con eso me basta por ahora.

—¿Sólo eso? ¿No quieres también un pasaporte?

Ned reflexionó unos segundos.

—De acuerdo: carné de conducir y pasaporte.

—Te aplicaré la tarifa reducida. Tengo ofertas para los amigos, ¿sabes? Sobre todo para quienes aprecian el arte verdadero, como tú… Pero dejémonos de charlas y pongámonos a trabajar. Detrás de ti hay un interruptor de la luz. Voy a preparar la cámara de fotos y la imprenta.

—Ah, por cierto —dijo Ned—, también necesitaré un vehículo discreto. ¿Conoces a alguien para eso?

—Me conozco a mí mismo. Aunque no tanto como me gustaría… Yo puedo alquilarte una de mis motos, si me das tu palabra de que me la devolverás entera.

Después de hacer un trabajo casi perfecto con los documentos falsos que Ned le pidió, el gordo gigantesco le llevó hasta el garaje que tenía en el sótano de su heterodoxo establecimiento. Allí guardaba una decena de motocicletas, todas ellas de estilo custom o chopper. No podía decirse de ninguna que fuera precisamente discreta. De todos modos era una oferta que Ned no podía rechazar, así que optó por la más sencilla de todas, una Harley Davidson Sportster.

En menos de una hora, subido en la moto y envuelto en el ronco sonido de su motor, abandonó la ciudad en dirección norte. El perímetro exterior de seguridad del Área 51 distaba unos cien kilómetros. Paró a repostar en una gasolinera y luego siguió por la carretera estatal 93 hasta el lago Pahranagat. Desde allí tomó la carretera del desierto, hacia el oeste.

Sólo había un modo de acceder al Área 51 sin ser interceptado. Y él lo conocía.

El día era espléndido en Madrid, pero Olga no reparó siquiera en ello. Estaba fuera de su casa, observando escondida detrás de unos setos al otro lado de la calle. Siguiendo las instrucciones de Ned, acababa de salir cuando aparecieron dos tipos con pinta de testigos de Jehová y llamaron a su puerta. Faltó poco para que la encontraran aún dentro. El tiempo de cerrar la puerta y cruzar la calle. Los vio desde el pequeño parque en el que ahora estaba escondida. Tenían toda la pinta de ser agentes secretos. Y ella sabía bien de lo que hablaba; su padre había sido uno de ellos.

Ned tenía razón cuando la alertó del peligro con tanta vehemencia. Por no hacerle caso y abandonar el domicilio inmediatamente, había estado a punto de que la atraparan. Se había entretenido preparando una pequeña maleta. Pero a partir de ahora se andaría con más cuidado.

Uno de los hombres llamó insistentemente al timbre. Tras varios intentos, miró a su compañero y éste asintió. Mientras el primero vigilaba, el otro sacó algo de un bolsillo y lo introdujo en la cerradura. La puerta se abrió segundos después y ambos entraron en la casa. Olga esperó oculta entre las ramas a que los hombres salieran de nuevo. Vio a uno de ellos pasar ante una de las ventanas del piso superior. Sólo estuvieron dentro un par de minutos. El tiempo suficiente para comprobar que ella no estaba en casa.

Como robots, uno al lado de otro, casi marcando el paso, caminaron por la acera hasta un coche que habían estacionado un poco más adelante. Olga respiró con cierto alivio y trató de hacer que su corazón volviera al ritmo normal. Había estado cerca. Demasiado cerca. Entonces abandonó ella también el lugar. Fue a la boca de metro más próxima e hizo varios trasbordos hasta la estación de Chamartín. No había querido reservar el billete por teléfono, por si esa comunicación era interceptada. Como le pidió Ned, y en eso sí estaba siguiendo sus instrucciones con exactitud, pensaba comprar directamente en la estación un pasaje para el AVE Madrid-Valladolid con destino a Segovia.

Antes de hacerlo se detuvo en una tienda de telefonía móvil de la propia estación. Debía conseguir un nuevo teléfono que nadie pudiera asociar con ella. En el impreso de la factura escribió un nombre falso y un DNI inventado. Por suerte, la vendedora no introdujo en ese momento los datos en el ordenador, ya que se hubiera percatado de que la letra del documento no se correspondía con el número.

Con el nuevo aparato, Olga fue a un bar y pidió permiso para cargar la batería lo bastante para poder encenderlo. Tomó un café y esperó unos minutos. Luego lo activó y, cuando la línea estuvo preparada, pulsó las teclas del número de Ned. Lo había calculado siguiendo sus instrucciones, a través de operaciones aritméticas simples sobre los valores escritos en el mapa de su padre: 27 y 19. No le costó deducir las cifras, que sólo ellos dos conocían.

Guardó el número en la memoria y buscó en el menú el acceso a los mensajes de texto. Únicamente tecleó el número de Ned y oprimió la tecla de envío, sin escribir nada. Eso bastaría para que el teléfono de él registrara su nuevo número.

Olga pagó su consumición y salió de la cafetería. La oficina de billetes estaba cerca. No tuvo problemas para conseguir uno a Segovia en el primer AVE, que partía en poco menos de media hora. Se sentó a esperar en uno de los bancos metálicos del andén. Un pitido la sacó de sus pensamientos. Era el teléfono, anunciando la recepción de un mensaje. La respuesta de Ned mostraba dos únicas letras: OK.

34

La rutina es el mayor enemigo de la seguridad. Ned lo sabía muy bien. La primera y única vez que se infiltró en el Área 51, aprovechó esa realidad. Y ahora pensaba volver a hacerlo.

A un par de kilómetros por la carretera del desierto, apareció ante sus ojos un pequeño pueblo, que parecía una versión moderna de los que retrataban las míticas películas del salvaje Oeste. Era el lugar que buscaba. Dejó la moto detrás de la estación de servicio y se encaminó hacia uno de los bonitos chalés que jalonaban la única vía transitable, en medio de la nada. En aquellas viviendas residían algunos de los miembros civiles del personal investigador del Área 51. Ayudantes de laboratorio en su mayoría, sin una alta acreditación de seguridad, pero que acudían diariamente a sus puestos de trabajo en la base.

Ésa era su baza. Dos años atrás, Karen Carpenter era una de esas ayudantes de laboratorio. La reclutó para sus investigaciones después de que ella misma se pusiera en contacto con él para ofrecerle información. Quería que se supieran algunas de las actividades que se llevaban a cabo en el Área 51. Él no tuvo más que esconderse en el maletero de su coche. Al pasar por la barrera de uno de los puntos de acceso a la base, los soldados de guardia únicamente comprobaron su tarjeta de acceso. La conocían bien y no registraron el automóvil a fondo como era su obligación. Rutina.

Posteriormente, en el interior de las instalaciones, Karen dejó el vehículo en uno de los aparcamientos subterráneos. Ella misma abrió el maletero y le hizo una seña convenida tras comprobar que Ned podía salir sin ser visto. Karen conocía la posición de las cámaras de vigilancia y, por ello, los puntos muertos a los que no llegaba su cobertura y por los que era posible avanzar con seguridad. Ahora Ned pretendía repetir todo aquello, aunque con otro de los trabajadores de la base que residían en aquel poblado y sin que él lo supiera.

Lo primero que hizo fue comprobar qué casas tenían un coche aparcado fuera del garaje. Contó tres. Por la hora, alguno de sus dueños debía de estar a punto de salir hacia el trabajo. Se colocó entre los dos más próximos entre sí y esperó. Desde su posición podía ver la planta baja de las casas a través de las ventanas.

Transcurrieron varios minutos sin que pasara nada. Luego, tras una de las ventanas, Ned detectó movimiento. Un hombre trajeado se acercó al cristal mientras bebía de su taza humeante. Era un tipo de aspecto gris, anodino. Lo vio mirar la hora en su reloj y desaparecer de nuevo hacia el interior de la vivienda.

Ese hombre desconocido sería su pasaporte al interior del Área 51. Se colocó detrás de su coche y esperó, agachado, a que el hombre saliera a la calle. Cuando el tipo abrió con el mando a distancia los seguros del automóvil, Ned oprimió el tirador del maletero y lo sujetó. Necesitaba sólo unos segundos para colarse en su interior, pero debía asegurarse de que el dueño del coche no le descubriera. Para eso había dejado un billete de diez dólares junto a la puerta del conductor, en el suelo.

El hombre pareció no verlo. Pero luego se quedó un momento quieto, mirando hacia abajo, y por fin se agachó a recoger el billete.

—¡Qué suerte! —exclamó—. Diez pavos.

Ned aprovechó ese lapso para deslizarse en el maletero. Lo hizo limpiamente. El hombre no se apercibió de nada. Instantes después arrancó el motor e inició la marcha.

La primera parte del plan de Ned había dado resultado. Aunque era la más fácil de cuantas le esperaban.

El profesor Lightman llegó al CERN en un coche que habían enviado al aeropuerto de Ginebra para recogerlo. Durante el trayecto, estuvo pensado en la gigantesca obra de ingeniería que significaban aquellas instalaciones. Componían el laboratorio científico más grande del mundo, y uno de los centros de investigación más famosos e importantes, capaz de recrear situaciones del inicio del universo.

Su gestación había comenzado a mediados del siglo XX, como un consorcio entre varias naciones europeas. Pronto se unieron al proyecto otros países, incluido Estados Unidos. Hoy día, veinte naciones y cerca de quinientos institutos científicos y universidades lo utilizaban para su investigación más puntera en el campo de la física de partículas.

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