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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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Asegurarse de que el Ampex funcionaba debidamente era una de las tareas del coronel. Pero había otra mucho más importante. Debía garantizar que las imágenes provenientes de la Luna, y difundidas desde allí por las cámaras del módulo Águila, se redifundieran con un pequeño retardo. El bucle de seguridad que las autoridades estadounidenses consideraban imprescindible en caso de desastre o de cualquier eventualidad que obligara a interrumpir las comunicaciones.

Johnson examinó el Ampex. Estaba listo para registrar las imágenes de esa histórica noche, el primer paseo lunar del ser humano. Los responsables españoles del INTA conocían su existencia, aunque ignoraban que se iba a poner en marcha el bucle de seguridad. Mejor así. Que fuera invisible para ellos evitaba preguntas desagradables y respuestas incómodas. Ni siquiera lo sabía el físico e ingeniero Luis Ruiz de Gopegui, director de la estación de Fresnedillas.

—¿Está todo listo? —preguntó el coronel a un joven ingeniero que comprobaba por enésima vez las conexiones, por debajo de una consola.

El hombre, que estaba de rodillas, reculó hasta quedar libre y se irguió delante del coronel, con un destornillador en la mano y el pelo sudoroso.

—Afirmativo, señor. Sólo estaba chequeando los conectores.

—Bien… ya sabe que no hay lugar para fallos.

—No los habrá. Se lo garantizo.

Evitaron cualquier referencia a lo que estaban haciendo. Pero su conversación llamó la atención de uno de los técnicos españoles, que se encontraba justo por detrás de la consola, comprobando a su vez un cableado. No habían notado su presencia e, instintivamente, el técnico se ocultó todavía más de la vista de los dos americanos. Le extrañaba la seriedad con que el militar se había referido al sistema de registro de imágenes. Al fin y al cabo iban a ser difundidas al mundo y captadas por otros medios, aunque con inferior calidad. Si se tratara de la comunicación y redifusión propiamente dicha, lo comprendería. Pero ellos hablaban de algo que, en principio, no parecía tan esencial. Se preguntó qué estaban tramando, aunque era consciente de que aquello no era asunto suyo.

Al otro lado de la sala, el coronel dio una palmada en el hombro a su compatriota y abandonó el lugar en dirección a los pisos superiores. Quería hablar con Ruiz de Gopegui para conocer las últimas novedades, cualquier incidencia, si todo estaba en orden o existía alguna clase de eventualidad en la estación. El plan comprendía establecer comunicación con el módulo Águila desde su punto de alunizaje, enlazar las comunicaciones entre el satélite y la base de cabo Cañaveral, en Houston, Texas, y realizar un seguimiento pormenorizado de las actividades extravehiculares de Armstrong y Aldrin. La estación de Fresnedillas era vital para la NASA. De hecho, la primera fotografía enviada desde la Luna a la Tierra, en 1967, había sido captada por las antenas españolas. Los mandos de la agencia espacial norteamericana eran conscientes del valor esencial de las instalaciones madrileñas en aquella conquista que emulaba los viajes de Colón o Magallanes.

El técnico español que había escuchado la conversación entre Johnson y el ingeniero americano esperó a que este último abandonara también la sala. Fuera o no asunto suyo, lo cierto es que le picaba la curiosidad. Todavía medio oculto, lo vio salir por el mismo sitio que el coronel y dirigirse, como él un poco antes, hacia las escaleras que conducían a la zona superior. La puerta se cerró despacio, sin ruido, únicamente con un leve clac final al encajar el pestillo en su hueco.

El Ampex descansaba sobre la mesa en que lo habían instalado el día anterior, ahora cubierto por una tapa y con varios cables emergiendo de su parte trasera. El técnico los siguió hasta el lugar en que desaparecían, bajo un panel de mandos. Se agachó y ocupó el estrecho hueco, con la vista hacia arriba, en busca de los puntos de conexión. Tuvo que encender una linterna para observar los aparatos que habían sido instalados. Algunos le resultaban completamente desconocidos, aunque no todos. Eso le bastó para comprender. Habían instalado un sistema para introducir un retardo en la señal proveniente de la Luna, que también afectaría a las comunicaciones recibidas desde la base de Houston. Así nadie notaría desfase alguno.

Al técnico no le pareció una mala idea. Era comprensible que trataran de protegerse en un asunto tan importante. Sólo se preguntó cuánto pagaría la prensa por este tipo de información. Era únicamente una idea, porque si filtraba algo y le descubrían, no sólo acabaría su carrera de un modo inmediato, sino que seguramente iría a la cárcel. O algo peor.

Aun así sintió una especie de satisfacción por saber algo que, posiblemente, nadie más que él sabía entre el personal español del INTA. Quizá algún día tuviera ocasión de revelarlo. Decirle a alguien, a media luz, en tono de confidencia: «Yo, Orestes Valbuena Gómez, estuve allí y vi cómo instalaban un bucle de seguridad en las comunicaciones con la Luna».

21 de julio de 1969
5

Antonio Durán fue sincero cuando dijo a Lucía que no haría nada que ella no quisiera hacer. Se consideraba un caballero español y nunca, bajo ningún concepto, daba su palabra en vano. Aún tenía en el rostro la cicatriz que eso le había acarreado en cierta ocasión, siendo adolescente, por proteger a un compañero del estricto colegio religioso en que estudiaba.

Llegaron a su domicilio en pocos minutos. No había apenas tráfico en Madrid. Durán vivía en una casa heredada de sus abuelos, en la colonia de El Viso. Habían sido dueños de una fábrica de cementos antes de la guerra civil. La familia vino a menos, pero aún mantenía un cierto estatus. De otro modo, con el sueldo que cobraba del ejército, Durán no habría podido permitirse la mayoría de sus lujos.

Su desahogado estilo de vida le había acarreado envidias y problemas. Pero siempre salió bien librado, en parte por ser el mejor agente de la inteligencia militar en territorio español.

—Me gusta este sitio —dijo Lucía mientras aparcaban en el garaje, donde también había una motocicleta Norton.

—Es acogedor. Y tranquilo.

Ya dentro, Durán encendió el televisor. A los pocos segundos se escuchó la voz de Jesús Hermida, uno de los locutores más populares de la televisión, corresponsal en Estados Unidos y encargado de retransmitir el histórico acontecimiento de la conquista de la Luna.

—Siéntate. Tengo champán en la nevera. Tomemos una copa y me cuentas lo de tu novio.

Durán regresó con una botella de Krug en una cubitera con hielo. Cogió dos copas altas de un mueble y se sentó junto a Lucía. Descorchó el champán y lo sirvió, con cuidado de no derramarlo.

—Bueno. ¿Estás a gusto? —dijo, entregándole su copa a la joven.

—Sí. Pero no tenía que haberte hablado de mi novio y sus tonterías.

—No son tonterías. Las cosas están cambiando en España. Es sólo cuestión de tiempo. Mientras no sea uno de esos terroristas que asesinan sin…

—¡No, por Dios, eso nunca! Pablo sería incapaz de matar a una mosca.

—Entonces será sólo que es joven e inconformista. Vamos, cuéntamelo todo.

Lucía dio un largo suspiro y luego le explicó que su novio, Pablo Vidal Cornejo, acababa de terminar la carrera de derecho. Durante sus estudios había entablado amistad con otros jóvenes de tendencia izquierdista. Sin ella saberlo, llevaba trabajando varios meses en un local clandestino, donde celebraban reuniones subversivas y preparaban actos contra el Régimen. A él nunca lo habían cogido. No estaba fichado, pero hacía unos días detuvieron a varios compañeros, y mucho se temía que hablaran y revelaran la identidad de los otros.

—Seguramente hayan cantado, sí. Es lo más probable.

Durán conocía perfectamente las técnicas que empleaba la policía en los interrogatorios. Y eso que en España y con españoles las cosas eran muy suaves. Él mismo había visto cómo destrozaban la cara a un muchacho guineano, y le apagaban cigarrillos en el pecho y los brazos, por negarse a hablar. Nunca compartió ese modo de actuar, pero era lo que había.

—¿Tu novio ha cometido algún delito grave?

—Si no hace otra cosa que escuchar discursos y leer panfletos…

—Bueno, entonces mañana mismo haré una llamada a un… ejem… amigo, y espero que todo se solucione. ¿Vale?

La expresión de Lucía cambió. Ahora su rostro mostraba sorpresa y desconcierto.

—¿Quién eres realmente? ¿A qué te dedicas?

—No puedo decírtelo. Debes confiar en mí, ¿de acuerdo? Si tu novio no ha cometido ningún delito serio, no creo que haya problema. Podrás volver a verlo dentro de poco. Estoy seguro.

La joven se puso de nuevo a llorar. Era tan raro que un desconocido se comportara de un modo tan generoso que aquello la emocionó.

—Vamos, vamos, no llores —dijo Durán, y le secó las lágrimas con sus dedos—. ¡Mira! Parece que se abre la escotilla del módulo lunar. Voy a ponerlo más alto. ¿Quién lo iba a decir?: ¡el hombre en la Luna!

Casi se alegró de que el televisor desviara su atención. De otro modo le habría sido muy difícil resistir la tentación de besar a Lucía. Y eso era algo que no podía hacer. Era una joven enamorada y él le había dado su palabra de no hacer nada que ella no quisiera.

Aunque, por un momento, creyó que lo miraba por detrás de las lágrimas con auténtico deseo.

6

«Un pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la humanidad.»

El coronel Johnson sonrió al escuchar las palabras de Neil Armstrong, nada más hollar la Luna. En la sala de control de Fresnedillas, todos se mostraban embelesados, como niños que hubieran encontrado un tesoro de incalculable valor. La voz aguda y emocionada de Jesús Hermida rasgaba el aire, tan denso por la expectación y el humo de los cigarrillos que casi podría cortarse con un cuchillo.

En la Luna, Armstrong comenzó su paseo por la fría y desolada superficie, dejando sus huellas en el polvo oscuro e inerte. Como antes los astronautas, el mundo veía ahora también que el aspecto del satélite era muy distinto del que se contemplaba desde la Tierra: en vez de blanquecina, la capa superficial de la Luna era grisácea.

Veinte minutos después de Armstrong, Buzz Aldrin emergió por la escotilla del módulo Águila. Ambos astronautas, de treinta y ocho y treinta y nueve años, saltaban como adolescentes en un campo de juegos. No en vano la gravedad lunar era seis veces menor que la terrestre, lo que a pesar de sus aparatosos trajes les hacía sentirse ligeros en el satélite, a más de trescientos mil kilómetros de su hogar.

Todo parecía transcurrir según lo esperado. Quedaba atrás el problema técnico que hizo a Armstrong alunizar manualmente en el Mar de la Tranquilidad, un punto bastante lejano al previsto. Si hubiera tardado veinte segundos más, sólo eso, en localizar un lugar válido para posar el Águila, la misión habría tenido que abortarse por falta de combustible. Los tanques eran limitados, y necesitaban una cantidad exacta para regresar a la órbita lunar, terminada su misión, y conectar con el módulo de mando, el Columbia, pilotado por el hombre más triste del mundo en aquel momento: Michael Collins, que giraba en torno a la Luna sin poder poner su pie en ella.

Sus dos compañeros seguían explorando las yermas inmediaciones del lugar del alunizaje. Habían plantado la bandera estadounidense e instalado varios aparatos científicos, y ahora tomaban muestras de rocas. Se sentían felices y entusiasmados. Pero algo inimaginable estaba sucediendo allá arriba en ese momento, algo de lo que Armstrong y Aldrin todavía no eran conscientes.

En tierra, en el centro de mando de Houston, un técnico abandonó su consola de trabajo, en medio de un mar de monitores y operarios que seguían el transcurso de los acontecimientos ante dos pantallas gigantes. El técnico se dirigió a su superior para comentarle la anomalía que estaba captando, y éste fue como una flecha en busca del director del programa Apolo, el general Samuel Phillips. Junto a él se hallaba el verdadero artífice de aquella conquista y diseñador del cohete Saturno, el científico alemán Wernher von Braun, al que su pasado nazi le había sido vergonzosamente perdonado por su inmensa brillantez intelectual.

El ingeniero a cargo de las comunicaciones se acercó al general, un poco amedrentado. Le habló en voz baja. Su gesto denotaba preocupación.

—Tengo que mostrarle algo, señor.

El general no movió un músculo del rostro. No se quitaba el uniforme ni para dormir. Era un militar de pies a cabeza, con los galones cosidos a la piel.

—¿De qué se trata?

—Será mejor que lo vea usted mismo.

—¿Ocurre algo, Samuel? —preguntó Von Braun.

—Es sólo una comprobación —dijo el general, sin saber aún qué sucedía.

Acompañó al ingeniero hasta la consola del técnico que había dado la voz de alarma. Era apropiado decirlo de este modo. El técnico había captado una especie de voz en la Luna, tan misteriosa como inexplicable. Era una señal simple, que se colaba en las comunicaciones, como un pitido de cadencia variable.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó el general, con un auricular en la oreja.

El ingeniero le respondió con la mirada puesta en la cara de perplejidad del técnico.

—No tenemos la menor idea. Pero viene de algún lugar muy próximo al punto de alunizaje del Águila. De eso no hay duda. Lo está captando el sistema de comunicación del propio módulo.

—¿Los rusos? —dijo el general, más como un temor expresado en voz alta que como una auténtica pregunta.

—Imposible. La zona establecida para el alunizaje ha sido alterada sobre la marcha.

—¿Entonces…? Tiene que tratarse de algún fallo.

—Lo he comprobado —intervino el técnico, casi atragantándose—. No hay ningún fallo. Y además…

—Continúe —dijo el general.

—Creo que… Señor, creo que la señal sigue un patrón lógico. Mire. Es una serie de pulsos que se repite regularmente: uno, uno, dos, tres, cinco, ocho. Y vuelve a empezar.

El general escrutó las notas del joven técnico. Repitió la serie entre dientes. No le decía nada.

—¿Como si fuera morse?

A su lado, el ingeniero jefe de las comunicaciones se quitó las gafas y las dejó caer sobre su pecho, colgando de un cordón. A él sí le decía algo aquella sucesión de números.

—No puede ser…

—¿Qué es lo que no puede ser? —preguntó el general, irritado.

—¡Se trata de la serie de Fibonacci! Fíjense: cada elemento resulta de la suma de los dos anteriores. Sólo falta el cero, que es el valor nulo, y se detiene en el ocho, que es el último valor por debajo de diez. Está claro que la señal es inteligente.

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