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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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La iluminación le llegó como un destello. Su mente había estado desmenuzando lo que Lightman les había contado sobre el viaje en el espacio-tiempo y todo lo que había descubierto hasta entonces acerca de él. En ese preciso momento, una idea afloró con el ímpetu de un torrente.

—¡Lo tengo! —gritó, y se echó las manos a la cabeza.

Olga lo miró con esperanza, aunque no tenía la menor idea de lo que pasaba por su cabeza. Ned corrió hacia Lenard y se puso a su lado. Éste no dejaba de introducir datos en la consola del ordenador cuántico.

—El profesor nos explicó que la máquina podía enfocarse en un punto concreto y cambiar su posición en el espacio y el tiempo —dijo Ned.

—Sí, pero…

—¡Déjeme terminar! Si eso es así, podemos hacer algo mejor que enviar otro mensaje al pasado, donde no sabemos si servirá de algo. ¿Es posible establecer las coordenadas del agujero negro?

—Supongo que… ¡Tiene usted razón! —exclamó Lenard, al comprender lo que Ned se proponía—. ¡Eso es! ¡Podemos enviarlo a un tiempo y un espacio remotos! Aunque…

Una sombra oscureció su rostro, que justo antes brillaba de emoción.

—¡¿Qué?! —dijo Ned con angustia.

—Sólo podremos hacerlo si el agujero no crece demasiado. Si llega a superar los límites de capacidad de la máquina…

—¡Entonces no pare, maldita sea!

—En ese ordenador —le indicó Lenard—. Hay un plano completo del CERN. Busque el anillo del LHC y, dentro de él, localice un elemento llamado ATLAS.

A Ned le sudaban las manos. Accedió al esquema de las instalaciones y lo siguió hasta el anillo más grande, que correspondía al LHC. En él había varios puntos marcados con siglas: CMS, ALICE, LHCb y, por fin, ATLAS.

—¿Cómo obtengo las coordenadas?

—Pinche con el puntero en el ATLAS.

—Lo tengo.

—Espere un poco… ya casi he terminado.

Las vibraciones se habían convertido en sacudidas mucho más fuertes. Varias placas del techo falso se desplomaron. Una tubería reventó, liberando una nube de vapor hirviente a la que siguieron unos gritos sobrecogedores de dolor. Por todas partes, los monitores de los equipos informáticos caían al suelo y se despedazaban entre chispazos.

—¡Ya está! —dijo Lenard—. Las coordenadas. ¡Rápido!

—46º 14’ 08’’717 norte y 6º 03’ 18’’605 este.

—Dios quiera que no sea tarde…

Lenard ajustó la máquina del tiempo para su amplitud máxima, en torno a un metro de diámetro. Si el agujero negro había crecido ya hasta superar ese tamaño, sólo ralentizarían ligeramente lo inevitable.

—¿Adónde lo enviamos?

—¡Hacia el futuro! —dijo Ned, con el rostro desencajado—. ¡Lo más alejado posible de la Tierra!

Ahora todo el laboratorio se estremecía como si estuviera en una montaña rusa fuera de control. Científicos y militares trataban desesperadamente de escapar. Al fondo, una enorme mampara de cristal que lo atravesaba estalló en mil pedazos. La lluvia letal se extendió por el aire igual que una plaga de langostas.

—¡Cuidado! —gritó Olga.

Lo hizo justo a tiempo para que los otros se lanzaran al suelo, a cubierto detrás de la consola. Los cristales se estrellaron contra el otro lado, con un repiqueteo siniestro. Nadie que estuviera entre la mampara y la consola podía haber sobrevivido a eso. Cuando se levantaron otra vez, vieron media docena de cuerpos inertes, salpicados con cientos de pequeños cristales ensangrentados.

—¡Oh, Dios mío!

Ned apenas logró entender a Olga. Sus dientes castañeteaban por las salvajes vibraciones. Lenard volvió al panel de control. Los demás sólo podían mirar. Le temblaban las manos mientras completaba la secuencia de datos. Una sacudida colosal los lanzó de nuevo al suelo justo cuando terminó de hacerlo. Esta vez les resultó casi imposible ponerse en pie. Sólo la consola principal resistía aún los embates. Ned se incorporó como pudo y ayudó a Lenard a levantarse. Ambos se agarraron a la consola con todas sus fuerzas, mientras Olga y la comandante seguían debatiéndose en el suelo.

—¡Hágalo! —gritó Ned por encima del ruido infernal.

Lenard pulsó un botón que a Ned le pareció igual que los demás.

En cuestión de segundos, todo quedó de nuevo en calma. El silencio era denso, sepulcral. Bien podía ser la calma que precede a la tempestad o el signo de que lo habían conseguido.

Apretaron los dientes, esperando lo peor. Si la idea de Ned no había tenido éxito, pronto serían arrojados a un pozo sin fondo del que ni la luz podía escapar.

—Creo que… lo hemos conseguido —dijo Lenard en voz apenas audible.

Durante unos instantes nada sucedió. El agujero negro parecía extirpado por completo y lanzado a las infinitas distancias del espacio-tiempo. Creyeron que el viejo mensaje de Stephen Lightman, que yacía sin sentido en el frío suelo, había logrado su objetivo. Había conseguido que el pasado, el presente y el futuro de la humanidad siguieran existiendo.

Pero se equivocaban. Las vibraciones empezaron otra vez. El agujero negro había superado el radio de acción de la máquina. Ya no había modo de detenerlo. Era demasiado tarde.

Olga miró a Ned con terror en los ojos. Estaba agachada junto al profesor Lightman. Dio un grito cuando éste alzó de repente un brazo por el que escurría la sangre. De algún modo había recobrado el conocimiento. Todos se pusieron a su alrededor. Lightman intentaba hablar, pero su voz era demasiado débil para escucharla por encima del ruido creciente.

—¿Qué quiere decirnos, profesor? —dijo Olga.

Ned se arrodilló y acercó la oreja a dos centímetros de su boca. En un hilo de voz entrecortado, creyó distinguir lo suficiente.

—¿Quiere que destruyamos el mensaje que envió a la Luna?

Tirado en el suelo, en medio de su propia sangre y pequeños cristales, Lightman sólo logró asentir con la cabeza antes de morir. La comandante Taylor, que parecía haberse quedado muda, habló entonces.

—¿Y qué vamos a conseguir con eso?

Olga se respondió más a sí misma que a ella. Acarició el rostro del profesor y le cerró los párpados.

—Si Armstrong no encuentra el mensaje en la Luna, en 1969, nunca existirá esta investigación sobre el viaje en el tiempo. Nada de esto llegará a ocurrir.

—¡Eso es! —dijo Ned—. Necesitamos una bomba.

Por una vez, la militar hizo algo positivo. Al final iba a ser una suerte tenerla a su lado. Los caminos del destino son tortuosos.

—Yo puedo conseguirla. Hay varias granadas en el furgón.

—Traiga todas las que pueda —le apremió Ned.

Ella salió corriendo del laboratorio. Al poco regresó con una pequeña bolsa. Introdujeron cinco granadas en uno de los cofres del laboratorio. Mientras, Lenard estableció a toda prisa los datos para enviarlo al Mar de la Tranquilidad, el 20 de julio de 1969.

—La máquina está lista.

La comandante agarró una granada y Ned otra.

—Cuando cuente tres, retiraremos las anillas y soltaremos las bombas dentro del cofre. Y usted, Lenard, activará la máquina —ordenó Ned.

—Las granadas estallan pasados seis u ocho segundos —dijo la comandante—. Si no desaparecen antes, saldremos volando nosotros.

Ned asintió. Ésa era la menor de sus preocupaciones.

—Bien. Vamos allá: uno… dos… ¡tres!

Ned y Taylor soltaron en medio de las otras sus granadas, ya sin la anilla. Casi al mismo tiempo, Lenard oprimió un conmutador en la máquina y un destello de luz inundó la sala. Los cuatro se apartaron del cofre cuanto era posible.

—Si todo sale bien, ninguno de nosotros recordará nada de esto —dijo Ned.

Los ojos de Olga estaban clavados en los suyos, aún medio cegados por el resplandor.

—Entonces, tú y yo no nos conoceremos… —dijo.

—Quién sabe…

—Siempre te querré, Ned Horton. Aunque nunca llegue a conocerte.

Ned y Olga se besaron apasionadamente en el momento en que la caja con las bombas desaparecía, para reaparecer cuarenta años atrás y a millones de kilómetros de distancia, en el lugar que ocupó la Luna en el universo cuando el ser humano llegó a ella por primera vez en la historia.

20 de julio de 1969
47

La explosión en la ausencia de atmósfera lunar no produjo ningún sonido, aunque sí una vibración que llegó hasta los pies de Armstrong y Aldrin. Ambos miraron hacia el lugar en que se había levantado una gran nube de polvo, junto a un cráter próximo al punto de alunizaje.

—Houston, ¿han captado eso? —dijo Neil Armstrong, comunicando de inmediato con el control en la Tierra.

—Sí, comandante. Ha debido de tratarse de un meteorito.

En la Luna, los meteoritos o asteroides caían sin previo aviso, como surgidos de la nada. No creaban centelleantes estrellas fugaces, sino que aparecían desde la negrura cósmica como proyectiles inertes y silenciosos.

—Ha estado cerca… —suspiró Edwin Aldrin—. Por poco nos cae encima.

Armstrong pidió permiso para explorar la zona del impacto. Por precaución, la señal de televisión fue interrumpida. Había algo que Armstrong y Aldrin ignoraban, y que en ese preciso instante se estaba analizando en tierra.

Un técnico de la estación de Houston creía haber captado una señal con cadencia regular. Apenas duró unos segundos, para luego desaparecer, justo cuando los astronautas informaban del suceso que los había alertado.

Debía de tratarse de un error. Un eco captado por una de las antenas dirigidas hacia la Luna en las estaciones de seguimiento que daban la vuelta al mundo.

Sin embargo, el técnico informó a sus superiores. El general Phillips, jefe de la misión, decidió analizar la señal. Enseguida llegó a la conclusión de que, en efecto, tuvo que ser una onda emitida desde algún satélite. Resultaba impensable que, en la infinita soledad lunar, pudiera generarse una señal con patrón lógico y artificial.

Horas más tarde, el módulo Águila despegaba sin contratiempos de la superficie de la Luna. Ahora se hallaba en órbita por la cara oculta del satélite, en espera de encontrarse de nuevo con el Columbia, donde Michael Collins aguardaba su regreso. En esa zona de sombra, las comunicaciones con la Tierra quedaban interrumpidas. Nadie podía ver ni oír lo que Armstrong y Aldrin hacían en la minúscula nave.

—Buzz —dijo Armstrong a su compañero.

—¿Sí? Llevas un buen rato callado. ¿Te ocurre algo?

—¿Recuerdas el meteorito que casi nos cae encima?

—Claro. ¿Qué pasa con él?

—Que no creo que fuera un meteorito.

Aldrin enarcó las cejas y sacudió la cabeza.

—¿Y qué crees que pudo ser entonces?

—No lo sé… Pero ¿has visto alguna vez un meteorito que indique de dónde procede?

Ante la mirada atónita de Aldrin, Armstrong extrajo de un bolsillo un pedazo de metal, retorcido y quemado. Lo lanzó hacia su compañero en la ingravidez de la cápsula. La chapa atravesó el aire, girando lentamente como una minúscula bailarina de ballet.

Sobre ella podía distinguirse un fragmento del sello de los Estados Unidos de América: una de las patas del águila, con una rama de olivo sujeta en su garra.

Epílogo

El salón de actos de la Facultad de Periodismo seguía aún repleto de estudiantes. La conferencia de Ned Horton acababa de finalizar entre aplausos y vítores. En su viaje a España, para presentar su último libro, había aceptado la invitación de ofrecerles una charla sobre periodismo de investigación.

Ned les habló de muchas cuestiones polémicas, de grandes enigmas y proyectos secretos. Más de un corazón y una mente, de alguno de aquellos centenares de chicos, cayeron rendidos ante esa área del periodismo que trata de arrojar luz sobre lo más oculto. Lo que quizá nunca deba saberse, porque descubrirlo podría cambiar el curso de la historia.

Al terminar, Ned abandonó el salón de actos y se despidió de los profesores que habían intervenido en la conferencia y de los alumnos de la asociación de estudiantes que la organizó. Acababa de salir del edificio principal, en dirección al aparcamiento, cuando una voz a su espalda le hizo volverse.

—Discúlpeme…

La voz pertenecía a una hermosa mujer, que lo miraba con un gesto extraño. Con los ojos entornados, como si tratara de recordar algo.

—¿Sí? —contestó Ned.

Él también experimentó una aguda sensación de familiaridad. Pero no lograba acordarse de dónde ni cuándo la había visto antes.

—¿Nos conocemos, señorita…?

—Olga. Olga Durán.

—Ned Horton. Encantado.

Ella seguía mirándolo con su gesto dubitativo.

—Respondiendo a su pregunta, creo que no, no nos conocemos. Aunque… —Olga se mordió el labio inferior y agitó la cabeza—. Es una tontería, pero estoy teniendo una especie de déjà vu.

—Yo también. Se lo aseguro…

Ned tuvo la certeza de que algo los unía. No podía saber el qué. Sin embargo, era algo fuerte y profundo.

—La verdad es que ni siquiera sé qué hago aquí —dijo Olga—. Ha sido un impulso. Creo que nunca antes había estado en esta facultad.

—Entonces… —dijo Ned—. Entonces debe haber sido el Destino.

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