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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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La excitación que sentía el ingeniero estaba muy lejos de asemejarse a la que experimentaba el general Phillips. La suya era de otra clase. Su mirada se hizo abismal. Antes de abandonar la sala para encerrarse en su despacho y usar el teléfono que comunicaba directamente con Washington, dijo sólo tres frases, con la mandíbula muy apretada:

—Manténganme informado de cualquier cambio. Y no lo comenten con nadie más… Es una orden directa.

7

Desde el centro de control de Houston, varias comunicaciones apresuradas se produjeron de un modo casi simultáneo. El jefe de la misión, el general Phillips, había informado a la máxima autoridad del hallazgo de una señal inesperada en la zona de alunizaje del Águila. La señal había sido rastreada y podía localizarse con precisión desde la Luna. Nadie sabía qué diablos era. Pero no podía ser ignorada.

Ahora recibió sus órdenes el coronel Johnson, en Fresnedillas. Pronto llegaría el momento de interrumpir las comunicaciones con la Luna, cuando los astronautas que estaban ahí arriba fueran informados de la situación y se les dieran instrucciones precisas. Por el momento, Houston ordenó a Neil Armstrong pasar a un canal de seguridad. Un canal cifrado que nadie podría escuchar aunque se interceptara la comunicación.

—Tenemos una señal que proviene de una zona próxima al Águila.

El general Phillips en persona informó a Armstrong por el canal seguro. Lo hizo con discreción. Tuvo que decirle a Von Braun que se trataba de una maniobra prefijada y secreta, de carácter militar. El alemán montó en cólera, aunque tuvo que contenerse y resignarse. Todo el mundo sabía que la NASA era civil, pero en la sombra, y en última instancia, la controlaba el ejército con su férrea mano invisible.

A cientos de miles de kilómetros de distancia, y casi dos segundos después de que el general Phillips pronunciara esas primeras palabras, Neil Armstrong las escuchó rodeado de un cielo negro y la desolación de un mundo estéril. Las señales radioeléctricas emitidas desde Houston pasaron por Fresnedillas. La estación española era, por su ubicación en el planeta Tierra, la que estaba dando cobertura en ese momento a las comunicaciones con la Luna. En Fresnedillas nadie supo que semejante transmisión se estaba produciendo. Sencillamente dejaron de oír a Armstrong para escuchar lo que decía Aldrin. Pero el primero siguió hablando en privado con el control.

—¿Qué quiere decir con una señal, señor?

La voz de Armstrong sonó dura y contenida. Realmente era un hombre con nervios de acero. Sólo pudo percibirse que era humano, en lugar de un frío robot, en el arriesgado momento del alunizaje manual. Con todo, su corazón alcanzó entonces nada más que ciento cincuenta pulsaciones. Y eso que se estaba jugando su vida y la de Buzz Aldrin, en un ambiente inhóspito e inexplorado, haciendo algo que no tenía parangón.

—Aquí no sabemos mucho más de lo que le he dicho. Comandante Armstrong… Neil, no tenemos ni idea de qué demonios es. Tendrá que ir usted a averiguarlo.

El general se sentía impotente por la barrera inseparable que suponía tener a esos hombres en la Luna. En otra circunstancia, si se hubiera tratado de un comando en cualquier parte del mundo, no habría experimentado tal desasosiego.

Con ayuda de un radiogoniómetro, Armstrong detectó la pulsante señal y el lugar del que provenía. Levantó la mirada del instrumento. La dirección indicaba un pequeño cráter, en el este lunar, a unos ochenta metros del punto de alunizaje del Águila.

Empezó a caminar hacia allí con decisión. No era de la clase de hombres que se pierden entre especulaciones. Esperaría a llegar al cráter y verificar el origen de la señal para decidir lo que debía hacer e informar a sus superiores. Aldrin seguía con sus actividades normales. Le extrañó ver alejarse a su compañero. Aún no sabía nada de la señal.

—¿Adónde va, comandante? —le preguntó.

Armstrong pasó un momento al canal abierto.

—Quiero tomar unas fotografías de ese cráter.

—Bien, comandante.

La comunicación de Armstrong volvió al canal seguro. Cada paso que daba sobre el polvo lunar quedaba marcado como en la arena de una playa. Pero allí no había mar ni atmósfera. Esas huellas —las primeras de un ser humano en el satélite— se mantendrían imperturbables hasta que un meteorito impactase sobre ellas; lo cual podía ser dentro de muchos miles de años.

El radiogoniómetro seguía marcando hacia el interior del círculo del cráter.

—Houston, estoy a unos treinta metros... Aún no soy capaz de ver si hay algo ahí… Continúo avanzando…

La tensión en el control de tierra era extrema. Había llegado el momento de cortar las comunicaciones, salvo las protegidas con Houston. En España, el coronel Johnson apretó un pulsador dentro de uno de los bolsillos de su chaqueta. Las imágenes procedentes de la Luna desaparecieron al instante de los monitores. El revuelo fue inmediato y generalizado. Los ingenieros del INTA no sabían si se trataba de un problema de la estación de seguimiento o si su origen estaba en la propia emisión. Los periodistas abandonaron la sala, así como el personal no esencial. El coronel informó al resto de que no se trataba de ningún problema técnico. Todo se debía a una cuestión de seguridad, ordenada por el control de la misión. Nada más. A la prensa se le diría que se había estropeado una antena, o algo similar.

Ahora Armstrong estaba realmente solo. Las emisiones desde la Luna llegaban a Fresnedillas, pero no se redifundían. Sólo iban quedando registradas en el Ampex, mientras su voz codificada seguía dando cuenta a Houston de sus pasos.

—Veinte metros… Me aproximo a un desnivel… La oscuridad dentro del cráter es total… Diez metros… Parece que distingo algo… Una forma…

El general Phillips sudaba copiosamente y se frotaba las manos. Su rostro de mármol se había encogido. Ahora él también parecía humano. Era incapaz de hablar mientras las venas de su cuello se hinchaban cada vez más por la tensión.

—Sí, afirmativo, se trata de una forma… un objeto rectangular… Voy hacia él… No tiene más de cincuenta centímetros de lado… Su geometría es… Parece un cubo blanco en medio de la oscuridad… Sigo avanzando… Estoy ya muy cerca… Me agacho delante del objeto… Lo cubre una capa de polvo lunar… Lo retiro con mi mano… ¡Dios mío!

—¡¿Qué sucede comandante?! —fue el grito ahogado del general Phillips.

El silencio duró unos segundos.

—¡Neil! ¡Responda, por lo que más quiera!

Lo que apareció sobre la lisa superficie del cubo hizo que a Neil Armstrong se le acelerara el pulso más aún que en el momento del alunizaje. Los detectores de sus constantes vitales movían las agujas frenéticamente, hasta superar la barrera de ciento sesenta pulsaciones.

—Señor… No va a creerlo, pero…

Una vez más se detuvo. El tiempo y el espacio lo hicieron con él. Casi se solidificaron. Fue un segundo eterno, que precedió a las palabras más increíbles que se puedan imaginar:

—¡Tiene grabado el sello de Estados Unidos!

8

Una caja cerrada en medio de la Luna, con el sello de Estados Unidos en la tapa. Era imposible… Pero lo tenía ante sus ojos.

Neil Armstrong trató de recobrar la serenidad. El corazón le estallaba en el pecho y su cerebro estaba demasiado oxigenado. Respiró hondo un par de veces y notó cómo disminuía un poco su tensión.

—Houston, ¿cuáles son las órdenes?

—¿El objeto tiene algún mecanismo de apertura?

—Parece que sí. Es una especie de cofre.

Un cofre en la isla desierta más desierta y más aislada que el ser humano pudiera concebir. Quizá contuviera un tesoro. Quizá la muerte.

—Ábralo, comandante. Con extrema precaución.

Armstrong llevaba una cámara colgada del pecho de su traje espacial. Adoptó una postura que permitiera captar las imágenes y luego accionó cuidadosamente el cierre del cofre. Cuando lo hizo, el polvo lunar acumulado en las comisuras de la tapa salió despedido hacia fuera, al igualarse las presiones.

—La cubierta parece encajada… Tiro de ella con ambas manos… Noto que cede… Está suelta… La dejo a un lado… ¡Oh…! ¡No puede ser!

—¿Qué hay dentro, comandante?

Lo que veía en el interior del cofre, colocado en posición horizontal, como una especie de segunda tapa sobre lo que fuera que estaba por debajo, conmocionó a Armstrong más aún que el sello de Estados Unidos en el exterior del objeto.

—Es… Es un ejemplar del New York Times.

—¡¿Un ejemplar del periódico?!

—Afirmativo, señor. Pero…

—¿Qué sucede?

—Que es de… La fecha es 21 de julio de 1969. Es de mañana, señor.

El director del programa Apolo, el general Phillips, tenía sobre la mesa de su despacho un teletipo con las primeras planas de los diarios que, al día siguiente, saldrían a la venta con la noticia de la conquista lunar.

—¿Cuál es el titular, Neil? —dijo, con los puños apretados, deseando que todo aquello no fuera más que un sueño o un espejismo.

—«Hombres caminan en la Luna.»

Una explosión inundó la mente de Phillips y anuló sus sentidos por un momento, como cuando le alcanzó una granada de mortero en la Segunda Guerra Mundial. Oía ahora el mismo zumbido en sus oídos. Sentía la misma confusión y desorientación. Agachó la cabeza hasta tocar la mesa con la frente.

—¡Es auténtico!

Sólo su sentido marcial, hondamente grabado en su espíritu, hizo al general volver en sí, aclarar sus ideas y dar las órdenes lógicas en una situación que carecía en absoluto de sentido.

—¿Qué más contiene?

A la enorme distancia que los separaba, Armstrong retiró el diario y comprobó lo que había debajo. Varios objetos quedaron a la vista.

—Una libreta… Y un sobre… Con un nombre escrito…

—¡¿Un nombre?!

—Stephen Lightman.

El general lo repitió, en un susurro que más parecía una oración.

—Stephen Lightman.

—¿Le dice algo señor?

—Nada en absoluto. ¿No hay nada más?

—Negativo. Esto es todo lo que contiene.

—Bien, comandante. Lleve el cofre al Águila y déjelo allí. Siga con sus actividades normales. En cuanto tenga nuevas instrucciones, se las comunicaré.

El general se secó el sudor del rostro con un pañuelo. Las mangas de su camisa y su espalda estaban empapadas. Miró una vez más la primera plana del New York Times. Era incapaz de comprender nada de lo sucedido. Tenía que informar al secretario de Defensa, y que él decidiera. En todos sus años de servicio, jamás se había enfrentado con algo tan misterioso, tan desconcertante, tan… peligroso.

En España, las comunicaciones fueron restablecidas poco después. A ojos del mundo, nada extraordinario había ocurrido, más allá de la propia conquista de la Luna. Armstrong volvió al canal abierto y se unió a Aldrin en sus actividades extravehiculares por su superficie. Éste vio cómo aparecía con el cofre y lo introducía en el Águila. Fuera lo que fuese aquello, no lo habían traído desde la Tierra. Consciente de eso, los pensamientos de Aldrin sólo pudieron orientarse hacia Dios. Era un hombre muy religioso, que incluso llevaba consigo un pedazo de pan consagrado para comulgar en la Luna.

No hizo ningún comentario. Pero sí una pregunta, que formuló a Armstrong de un modo ambiguo, aunque para ellos poseía un enorme significado.

—¿Todo OK, comandante?

—Todo OK —respondió secamente Armstrong.

Abajo, en España, el coronel Johnson recibió nuevas órdenes. Recoger esas cintas únicas, que habían regisrado el período en que las comunicaciones fueron cortadas intencionadamente, y conducirlas en persona hasta la base aérea americana de Torrejón de Ardoz, donde ya lo esperaba un avión para llevarlo directamente a Washington.

Por si surgía esa contingencia, el coronel tenía preparado un grueso maletín con cierre de seguridad y un sistema adicional para garantizar que nadie pudiera abrirlo. O, mejor dicho, para que si lo hacía sin conocer la combinación de apertura, se destruyera su contenido. Dos ampollas con distintos líquidos estaban conectadas a una pequeña carga explosiva. Si se forzaba el cierre o se perforaba el exterior, la carga estallaría rompiendo las ampollas, cuyo contenido mezclado formaba un potente ácido capaz de disolver el plástico de las cintas y dejarlas inservibles.

El coronel cumplió las instrucciones con precisión. Cuando tuvo las cintas en el maletín, lo cerró y lo esposó a su muñeca. Luego fue hasta el exterior de la estación, donde aguardaba su chófer, que le abrió la puerta del Dodge y regresó a su puesto. El cielo estaba todo lo negro que las luces de Madrid permitían. La Luna se mostraba en lo alto, majestuosa. Costaba creer que allí hubiera alguien. Pero lo había. Dos de sus compatriotas caminando por su superficie y un tercero en órbita, esperándolos como una amante madre.

—¿Cuánto cree que tardaremos, John? —preguntó el coronel al conductor.

—No mucho, señor. A estas horas no hay tráfico. Calculo que menos de una hora.

—Bien.

La voz de Johnson era taciturna. A pesar de todo su entrenamiento militar, de su hábito de cumplir órdenes y de su frialdad ejecutiva, no era ajeno a la curiosidad. Habría dado mucho por conocer lo que se había grabado en las cintas que llevaba dentro de su maletín. Estaban a su alcance, sobre su regazo. Y, sin embargo, jamás llegaría a saberlo. No entraba en sus competencias. Él sólo tenía que garantizar su seguridad y entregarlas en el Pentágono.

Acarició el exterior del maletín con la mano izquierda y luego se frotó la muñeca derecha. El aro metálico le irritaba la piel. No podría quitárselo hasta llegar a Estados Unidos. Se trataba de unas esposas sin llave, cerradas mediante una combinación, al igual que el maletín. Si alguien quisiera arrebatárselo, sólo podría hacerlo cortando la cadena o cercenándole la mano.

A pocos kilómetros de distancia, un coche encendió las luces. Lo hizo sólo un instante. Estaba medio oculto entre los matorrales de una carretera próxima a Boadilla del Monte. El vehículo que tenía enfrente había hecho la señal convenida y ese era el modo de devolvérsela.

Los dos coches quedaron estacionados uno junto al otro, ambos con las luces apagadas. De ellos bajaron cuatro hombres en total, tres del primero y uno del que acababa de llegar. Todos iban armados.

—Ésta es la información que necesitamos —dijo el recién llegado, y mostró unos papeles a los otros.

—Déjame ver: marca y modelo, matrícula, ruta, destino… Bien hecho. Buen trabajo, camarada.

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