Read 97 segundos Online

Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

97 segundos (5 page)

BOOK: 97 segundos
13.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los datos escritos en las amarillentas hojas holandesas hacían referencia al automóvil del coronel Johnson.

—Las instrucciones son precisas —volvió a hablar el primer hombre—. Liquidar al conductor y capturar al militar yanqui, con el maletín que debe transportar con él. Lo esconderemos en el punto prefijado. Quizá lo necesitemos con vida. Habrá que esperar a que las cosas se calmen antes de enviar el contenido a Moscú. Nuestros compañeros soviéticos cuentan con nosotros. No quiero fallos.

9

La lucha duró poco. El Dodge del coronel Johnson recibió de improviso el impacto lateral. Estaba dando una curva lenta, cuando otro vehículo apareció desde la maleza y lo embistió sin contemplaciones. El conductor perdió el control. Se fue al carril contrario, reculó y dio una vuelta de campana al salirse del asfalto, yendo a caer por un ligero terraplén hasta impactar contra un árbol.

El otro coche, que lo embistió, tenía el morro destrozado pero aún funcionaba. Era robado. Sus ocupantes lo dejaron justo arriba, en el arcén, y corrieron por la ladera hacia el Dodge, que estaba boca abajo y apoyado contra el tronco de un pino. Un humo denso salía del motor y pequeñas llamas crecían poco a poco en la parte trasera.

—Tú por ahí. Tú por la otra parte. ¡Rápido!

El hombre al mando dio las instrucciones a los otros dos. Les ordenó que fueran cada uno por un lado del automóvil. Él se aproximó desde atrás.

Las llamas eran cada vez más grandes. Tenían que darse prisa; el depósito podía explotar. Al jefe de los atacantes le traía sin cuidado la vida de los dos americanos que había en su interior, pero no podía permitir que se destruyera el maletín.

Un disparo repentino estuvo a punto de alcanzar a uno de los hombres, el que iba por el lado del conductor. Éste, que había recobrado la orientación, había disparado, tratando de repeler el ataque. Sangraba por una profunda brecha en la frente. Estaba tumbado sobre el techo del Dodge. Había logrado sacar medio cuerpo fuera del coche, reptando por el hueco de la ventanilla. Mantenía a raya a su atacante. Pero no logró ver al jefe de éste, que llegó de un salto desde atrás y se colocó sobre él apuntándole.

El conductor se dio la vuelta y levantó la mano armada. De una patada, el revólver salió volando por los aires.

—¡¿Quiénes sois?! —gritó, desarmado e indefenso.

No hubo respuesta. La única que habló fue la pistola del jefe de los atacantes. Su voz seca y potente, y un fogonazo, significaron la muerte del chófer. Parte de su cráneo y sus sesos quedaron desperdigados por la tierra seca, que se empapó de sangre.

El coronel había perdido el conocimiento. Los otros hombres abrieron una de las puertas traseras, la única que no estaba atrancada por el golpe, y lo sacaron a rastras. El fuego consumía ya una buena parte del automóvil. Les dio apenas tiempo a alejarse antes de que se produjera la explosión. Todos cayeron al suelo por la onda expansiva. Una llamarada de un rojo intenso ascendió por encima de las copas de los árboles.

—¡Aprisa! —dijo el hombre al mando—. Esto debe de haberse visto desde medio Madrid.

Los tres, con el coronel a cuestas y su maletín esposado a la muñeca, regresaron a la carretera. Encendieron una linterna tres veces, en destellos rápidos. Al poco tiempo, apareció un furgón que se detuvo junto a ellos en el arcén. El otro coche, con el que habían embestido al Dodge del militar, quedó allí abandonado. Subieron a la parte trasera y dejaron el lugar sin perder tiempo.

El timbre del teléfono sonaba como una taladradora de cadencia regular. Por fin una mano se alargó hacia él desde la cama, tanteó la mesilla de noche y descolgó el auricular. La voz que contestó fue la normal en alguien que está dormido y que acaban de despertar. Aunque, en menos de un segundo, se transformó en justo lo contrario.

—¿Un coronel americano? ¿Secuestrado…? ¡Joder! Voy para allá enseguida.

Era Antonio Durán, que se había acostado hacía apenas una hora. Lanzó las sábanas a un lado y se levantó como accionado por un resorte. No había tiempo ni siquiera de tomar una ducha. Se vistió con rapidez, cogió su revólver y bajó del primer piso a la planta baja. Antes de salir escribió una nota, que dejó sobre el aparador de la entrada. Era para Lucía. Le explicaba que había tenido que marcharse y que se quedara todo el tiempo que quisiera. Le pedía, además, que le escribiera su número de teléfono, para contactar si era preciso. Ella dormía en la habitación de invitados y no quiso despertarla.

Luego fue al garaje, se puso una cazadora de cuero, se enfundó los guantes y montó en su Norton Commando. El motor emitió un gemido ronco antes de ponerse en marcha. En pocos minutos enfilaba la carretera de Fuencarral, en dirección a El Pardo. El vigilante de la portillera estaba avisado para abrirle el paso y dejarle atravesar la verja de hierro que, por las noches, impedía la circulación de vehículos por esa vía.

Durán llegó a su destino antes de que despuntara el alba. Dejó el Palacio a su derecha y lo bordeó hasta el cuartel de la guardia de Franco. Un centinela lo detuvo en el acceso. Después de identificarse, entró y dejó la motocicleta frente a las cocheras. Tenía órdenes de ir directamente a la sala de reuniones tácticas. Allí lo esperaban varios oficiales de la inteligencia militar y alguien que sorprendió a Durán al encontrárselo de pronto frente a él: el almirante Luis Carrero Blanco, vicepresidente del gobierno y mano derecha de Franco.

—El Caudillo está muy preocupado —dijo con su voz arisca, sin ni siquiera saludar al recién llegado—. Hay que actuar pronto. Los americanos nos presionan.

Un general, que estaba de pie y con gesto grave, encendió un cigarrillo y se dirigió hacia Durán con una carpeta en la mano.

—Aquí tiene un informe de la situación. De momento, es todo lo que tenemos. Apenas nada. Pero ya estamos trabajando para ampliar nuestra información. —Esbozó una sonrisa torcida que Durán comprendió bien—. Léalo mientras lo conducen a la Dirección General de la Policía.

—Sí, señor —respondió Durán con la vista al frente—. ¿Se sabe quién ha sido?

—Sospechamos de los rusos. El KGB —dijo otro de los militares, desde el fondo de la habitación.

Carrero miró a Durán como si lo escrutara.

—Dicen que es usted el mejor agente que tenemos. Espero que sea cierto. Los americanos han extraviado algo que les pertenece, y será usted quien deba recuperarlo.

—Un coche le espera en la puerta —dijo el primer militar.

—Si no tiene inconveniente, prefiero usar mi moto, señor.

—Deberá dejarla por el momento. Necesitará el tiempo del trayecto para leer el informe y ponerse al tanto de todo. Puede retirarse.

Durán hizo el saludo militar y abandonó la estancia. Ya en el asiento trasero del coche, leyó el exiguo informe, de apenas dos páginas. La situación pintaba mal. Peor que eso: un militar americano secuestrado en suelo español, y con un material indeterminado pero extremadamente valioso en su poder.

Sí, la cosa pintaba muy mal.

Los gritos del joven se escucharon por toda la escalera. Algunos vecinos contemplaban la escena desde el ojo de pez de sus mirillas. Pero nadie se atrevió a abrir la puerta de su vivienda. Dos policías de paisano acababan de subir hasta el tercer piso y habían golpeado con furia la puerta hasta que el ocupante del apartamento la abrió.

Le dieron un empujón que le hizo caer al suelo, entraron en la casa y le ordenaron que se vistiera sin perder un segundo, mientras husmeaban en el interior. El joven trató de escapar por una ventana, pero se lo impidieron. Ahora bajaban con él a golpes por la escalera. En la calle los esperaba un coche de la temible policía secreta del Régimen.

Esa misma escena se repetía, simultáneamente, en otras zonas de la capital y las principales ciudades de toda la nación. Cualquier individuo relacionado con el espionaje de la Unión Soviética o las altas esferas del Partido Comunista clandestino estaba siendo detenido y llevado a las dependencias de la Dirección General de la Policía.

Allí los esperaba Antonio Durán y un interrogatorio cuyos métodos algunos ya conocían. Y los que aún no habían tenido el gusto de probarlo lo harían muy pronto.

10

No fue difícil arrancar información a los detenidos. Durán conocía bien su trabajo. Sus métodos podían no ser muy éticos, pero sí efectivos. Eso era lo único que les importaba a quienes daban las órdenes. Un poco de sangre y huesos rotos no les parecían una factura demasiado elevada. Sobre todo cuando eran huesos y sangre de otros.

En El Pardo, la noticia llenó de júbilo al impenetrable almirante Carrero. Mandó llamar de inmediato a los altos mandos de la inteligencia militar. Ya sabían el dónde. Y estaba claro lo que había que hacer. Sólo faltaba decidir el cómo.

—El americano está preso en una casa de la sierra de Madrid —empezó diciendo el general nombrado jefe de la operación—. Se trata de una finca en el municipio de Villalba, con una parcela de bosque alrededor. No será fácil entrar sin que se den cuenta.

—¿Está ya Durán informado de esto? —preguntó Carrero.

—Ha salido un despacho para él hace unos minutos.

—Bien. Pero no le dé nuevas órdenes hasta que tengamos claro el plan de acción. Que espere instrucciones. ¿Alguna idea sobre cómo afrontar esta situación?

El general al mando estaba de pie, ante un mapa de España. Vaciló antes de responder. Pero luego señaló con decisión la isla de Mallorca.

—Aquí está nuestro hombre. Basta una orden suya para que lo traigan y elabore un plan de acción. No hay nadie más preparado que él. Lo sabe tan bien como yo, señor.

—Sí, eso cree también Su Excelencia. Aunque no le tiene el menor aprecio.

El tono de Carrero Blanco dejaba claro que tampoco él.

—¿Y bien, almirante?

—Que lo traigan. Quiera o no quiera. Bastante nos debe por haberlo librado de los cazadores de nazis. Y no sólo nos debe eso…

Otto Skorzeny disfrutaba de un paseo matinal por la playa de Alcudia. Le agradaba sentir la brisa marina en el rostro. Y la visión del mar. Apaciguaba su espíritu, torturado desde hacía muchos años. Pero no por el horror del que había formado parte como miembro de las temibles SS, sino por haber perdido la guerra. Acababa de cumplir sesenta y un años, pero aún se mostraba tan duro y recio como cuando rescató a Mussolini de su cautiverio en un inaccesible risco de los Apeninos, cumpliendo órdenes personales de Hitler.

Dos hombres trajeados se acercaron a él. Les habían dicho que estaba en la playa. El día era precioso. La atmósfera parecía más transparente de lo habitual, y el oleaje formaba brillos multicolores a la luz del sol de la mañana.

—Señor Skorzeny —dijo uno de ellos, a su espalda.

El alemán se volvió y miró a ambos sin mover un músculo de la cara.

—Sí. ¿Qué quieren?

El acento teutón no le había abandonado, a pesar del tiempo pasado en España. Más de veinte años.

Los hombres se presentaron como agentes de la inteligencia militar. Le explicaron que tenían órdenes de conducirlo a El Pardo. El almirante Carrero requería su presencia.

—¿Qué coño querrá ese meapilas…? —dijo Skorzeny por lo bajo. Luego subió el tono para añadir—: ¿Y si me niego?

—Nuestras órdenes son claras. Debe acompañarnos sin perder tiempo. Su maleta debe estar ya preparada. Pasaremos por su domicilio a buscarla.

—No tengo la menor intención de ir con ustedes…

—El almirante ha dicho que mencionemos Odessa.

El gesto de Skorzeny cambió al instante. Soltó un par de juramentos en alemán y por fin movió la cabeza en señal de asentimiento.

En menos de diez minutos, los tres hombres se dirigían en coche al aeropuerto de la isla. Skorzeny iba refunfuñando. Pero sabía que no podía negarse. Odessa era la organización que había sacado a muchos antiguos nazis de las zonas de peligro en Europa, evitando así su detención. Gracias a hombres como Skorzeny, ahora vivían tranquilos, con identidades falsas y en lugares donde nadie les molestaba. Pero esa situación podía cambiar en cualquier momento.

Antonio Durán estuvo más de media hora lavándose en uno de los cuartos de aseo de la Dirección General de la Policía. Sentía asco hacia sí mismo por lo que acababa de hacer. Por mucho que se limpiase la sangre, las babas y las lágrimas de aquellos tipos a los que había torturado hasta arrancarles lo que sabían, su huella nunca podría borrarse.

Y cada vez era peor. Cada vez notaba más honda esa huella, dentro de su piel, hasta los huesos.

—¿Qué Durán, quitándote la mierda de esos rojos?

A pesar de que las palabras del hombre que las pronunció fueron como ácido en el alma de Durán, éste no dijo nada al respecto. Se limitó a asentir.

—Oye, Sánchez. ¿Tú podrías hacerme un favor?

—Claro, chico. Lo que tú mandes.

—No se trata de una orden. Es un favor personal.

—Es lo mismo, hombre. ¿Para qué están lo amigos?

Sánchez era un poco bruto pero digno de confianza. Durán sacó de su billetera un pedazo de papel. En él estaba escrito el nombre del novio de Lucía, la chica a la que había conocido la noche anterior en el Pasapoga: Pablo Vidal Cornejo.

—Toma, Sánchez —dijo, tendiéndole el papel—. Es un estudiante de derecho un poco rojillo. Ya sabes… Por lo visto se ha metido en un lío de pasquines políticos, o algo parecido. Nada serio. El chico es amigo de una sobrina de Nieto Antúnez.

El otro hombre abrió tanto los ojos que parecían huevos de gallina.

—¡Joder! —exclamó.

—Sí… Bueno, tú ya entiendes lo que quiero… Con discreción, ¿eh?

—No hay ni que decirlo. Yo me encargo. Si no hay nada gordo contra él, que no se apure su novia.

—Gracias, Sánchez. De verdad.

—Bah… ¿Para qué están los amigos? Además, conociéndote, seguro que te sientes obligado a corresponder al favor. ¿Cómo se llama ese champán raro que tú tomas? ¿Aquel de la fiesta en tu casa y que le gustó tanto a mi señora?

—Krug. Creo que tengo una caja en mi bodega. Puedes decir a tu esposa que su gusto es exquisito, y los gustos exquisitos se merecen lo mejor.

El hombre se rió con ganas y dio una palmada en la espalda de su compañero antes de salir del lavabo. Durán se quedó solo de nuevo. Se sentía un poco más tranquilo. Al menos había hecho una buena acción, aunque fuera como una isla en un mar de injusticia. 

Terminó de secarse y salió del cuarto de baño. Fue hasta un teléfono y marcó el número de Lucía.

BOOK: 97 segundos
13.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The First Cut by Dianne Emley
Laird of Ballanclaire by Jackie Ivie
Scorched Edges by L.M. Somerton
Baise-Moi (Rape Me) by Virginie Despentes
Worlds in Chaos by James P Hogan
Emerald Eyes by Julia Talbot
Being Neighborly by Carey Heywood
Seduced by Pain by Alex Lux
Touch Me There by Yvonne K. Fulbright
Stamping Ground by Loren D. Estleman