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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

97 segundos (9 page)

BOOK: 97 segundos
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Llegó la hora. El mismo decano, en persona, esperaba a Ned en la antesala del salón de actos. Afuera se encontraban muchos estudiantes que no habían conseguido una butaca. Las puertas se dejaron abiertas para que pudieran escuchar la conferencia desde los pasillos. María presentó a Ned al decano y al resto de los miembros de la asociación, y luego ellos tres salieron a la platea. Habían dispuesto una mesa con micrófonos. En el centro se sentó Ned, a su izquierda, el decano y a su derecha, María. Por detrás colgaba un gran póster con una reproducción de una fotografía muy entrañable para Ned. Seguramente había sido la propia María quien se la había proporcionado a los chicos de la asociación. Se le veía a él delante de uno de los accesos restringidos de la célebre Área 51. La gigantesca instalación militar de la fuerza aérea, en el estado de Nevada, que las leyendas populares habían convertido en el centro de un sinfín de secretos, desde disecciones de extraterrestres o tecnología alienígena, hasta experimentos biotecnológicos o de control mental con microchips, realizados incluso en seres humanos.

Ned sabía que la mayor parte de esas historias no eran más que leyendas. Pero algunas no. Al menos en su parte esencial. Él lo sabía porque una vez logró colarse allí dentro, jugándose el tipo, y pudo consultar algunos de sus archivos secretos. Eso era un delito, así es que no podía contarlo directamente, aunque lo que averiguó en el Área 51 había sido crucial para completar o proseguir un gran número de sus investigaciones. Muchos se preguntaban cómo podía saber tanto de cuestiones tan confidenciales. Quizá en otro país le hubieran hecho desaparecer, pero en Estados Unidos la prensa tiene tanto poder que es capaz de tambalear a un gobierno o incluso derribar a un presidente, como sucedió con Richard Nixon y el caso Watergate.

Quizá lo más impresionante que Ned descubrió en su visita al Área 51, con independencia de las actividades realizadas allí en el pasado, era un programa completamente serio de investigación sobre los viajes en el tiempo. Saltos temporales hacia el pasado, ya que el viaje hacia el futuro, en contra de la creencia habitual, es una realidad común predicha por la Teoría de la Relatividad de Einstein. Cuando más rápido se mueve un objeto, más se comprime su tiempo. La cuestión es sólo a qué velocidad es capaz de hacerlo. Todos los satélites en órbita alrededor de la Tierra ven corregidos sus relojes atómicos para ajustar los desfases debidos a que viajan en el tiempo hacia el futuro. A sus velocidades, el efecto es muy pequeño y, sin embargo, real.

Lo que se proponían en el Área 51 era mucho más ambicioso: el viaje en el tiempo al estilo de las novelas de H. G. Wells. Crear una máquina que permitiera saltar de una época a otra. Algo que daba vértigo sólo de pensarlo. Ned esperaba que no lo consiguieran. Le gustaba saber que su futuro era incierto, pero quería que su pasado se mantuviera inamoviblemente escrito. Una base sólida sobre la que proyectar la vida. Lo contrario sería como estar en una barquichuela sin remos en medio del océano.

Pero esa era otra historia… Ahora tenía delante una sala repleta de estudiantes que esperaban, con expectación, lo que tuviera que decirles una estrella del periodismo de investigación como él. Vio a muchos de ellos con su último libro en las manos. Al fondo había varias cámaras de televisión y los fotógrafos de prensa comenzaron a pulular con sus flases.

El decano fue el primero en hablar para agradecerle su visita. Ned se entretuvo en examinar a los asistentes. Le gustaba observar las diferencias entre personas que realizan una misma acción, aunque ésta fuese simplemente acudir a una conferencia. En realidad, no prestó atención a las palabras del decano. Sólo volvió al presente cuando María tomó la palabra. Se dirigió a él como señor Horton, y siempre de usted y con gran cortesía. No quería apuntarse un tanto haciendo ver a los demás profesores que lo trataba con tanta familiaridad. Por fin, Ned comenzó su charla.

—Todo lo que soy se lo debo al periodismo. Los periodistas no somos únicamente testigos de nuestra época. Hacemos que se conozca la verdad. Y eso es cambiar el mundo. Convertirse en protagonistas de la historia. Algo que vosotros haréis dentro de poco.

Ésas fueron sus primeras palabras, que le hicieron ganarse de inmediato al público. Los aplausos duraron casi un minuto. A partir de ahí, todo fue sobre ruedas.

Pero sólo era la calma que precede a la tempestad.

16

—Y éste es el modo en que podemos extraer los datos objetivos de una investigación. A menudo nos veremos tentados de completar con la imaginación aquello que nos falta. En ocasiones nos parecerá tan evidente que trataremos de convencernos a nosotros mismos de que tuvo que ser así. Pero hay que huir de la seducción de lo probable y aceptar sólo la frialdad de lo comprobado.

Ned estaba a punto de terminar su conferencia. Los centenares de estudiantes que asistían a ella mostraban, en su silencio y en las expresiones de sus rostros, que estaban totalmente entregados, embelesados por sus palabras.

—Especulemos, juguemos con las ideas como con las piezas de un puzzle. Aportemos esas conjeturas. Podrían ser ciertas y abrir una nueva vía de investigación. Pero hagámoslo como debe hacerlo un buen periodista: sin falsedad, sin borrar las huellas que nos llevaron hasta allí. Nunca dejéis de contrastar vuestras fuentes. Os llevaréis la sorpresa de que la verdad supera a la invención. Además, descubrir una realidad oculta es incluso mejor que un orgasmo.

Las risas llenaron la sala, hasta que se fueron convirtiendo en una nube de aplausos y silbidos. El decano estaba serio. Era un hombre estirado. Ned miró hacia María. Ella sonreía con un gesto encantador, entre satisfecho y pícaro. Sus ojos se cruzaron un momento. En ellos había algo indefinible, una conexión que a veces nunca se logra con alguien y otras veces aparece desde el primer momento. Pero había también una distancia insalvable. Muy estrecha y, no obstante, imposible de superar.

María esperó a que la intensidad de los aplausos disminuyera y luego tomó la palabra.

—El señor Horton responderá ahora a vuestras preguntas. Por favor, sed breves, concisos y respetad el turno.

Al menos cien manos se levantaron como accionadas por un resorte. Ned las recorrió con la mirada, buscando alguna diferencia para elegir una de ellas. Y la encontró. En medio de la sala, rodeada de jóvenes, había una mujer aproximadamente de su edad, con aspecto delicado y elegante. Durante toda la conferencia se había mostrado seria y circunspecta. Era una nota disonante en ese mar de juventud complacida. Por eso Ned le dio a ella la palabra.

—Señor Horton, ante todo felicitarle por su brillante ponencia. También por su nuevo libro. Creo que usted cumple en él todo lo que predica. Mi pregunta se refiere al capítulo titulado «97 segundos». En sus páginas cuenta que la llegada del hombre a la Luna en 1969 fue una realidad. Algunas fotos se trucaron, e incluso muchas eran falsas. Pero lo principal, el alunizaje del Águila y el éxito de la misión Apolo XI, son hechos auténticos. Luego entra usted en la cuestión polémica del corte de emisión en las comunicaciones. La NASA adujo que no fue más que para evitar a Aldrin la vergüenza de que el mundo contemplara cómo hacía sus necesidades dentro del traje espacial. Usted dice que allí sucedió algo más. El pulso de Armstrong se disparó durante esos 97 segundos hasta superar las ciento sesenta pulsaciones, más aún que en el momento mismo del alunizaje. Han quedado registros de ello. Pero… ¿qué cree usted que pudieron encontrar allí arriba? Acaba de terminar su charla animando a estos estudiantes a la especulación, siempre que no se mezcle con la realidad contrastada. Usted no especula en su libro. ¿Por qué? ¿No tiene una teoría propia, algún indicio, de lo que pudieron encontrar en la Luna los astronautas del Apolo XI?

Ned frunció el ceño y emitió un chasquido con la boca. Nunca habría sido un buen jugador de póquer. Siempre hacía ese gesto cuando algo le apasionaba, o cuando tenía que sopesar una respuesta.

—He de reconocer que no hago ninguna especulación en mi libro porque, verdaderamente, no tengo la menor idea de lo que ocurrió en la Luna durante los minutos de corte de comunicación. Concretamente me refiero a esos «97 segundos» porque, en un informe desclasificado, existía un fragmento en que se decía expresamente que nunca deberían salir a la luz. Había también una referencia indirecta a algo no determinado que se encontró en la Luna. Algo que, una vez los astronautas del Apolo XI fueron recogidos en el Pacífico, se condujo de inmediato hasta una base secreta de la fuerza aérea de Estados Unidos. Entrevisté a un sinfín de personas que trabajaron en la NASA en aquel período, escarbé cuanto pude y sólo averigüé un dato relevante más. Me lo reveló un técnico español de la base de Fresnedillas. Sus palabras, que recojo literalmente en mi libro, fueron éstas: «Yo, Orestes Valbuena Gómez, estuve allí y vi cómo instalaban un bucle de seguridad en las comunicaciones con la Luna». Tuvieron tiempo de cortar la emisión porque no era del todo en directo. Pero sí se grabaron las imágenes en un antepasado del vídeo. En todo caso, lo que ocurrió allá arriba queda, por ahora, en el terreno de la especulación. Como he dicho, me reservo las especulaciones para mí mismo, en lugar de trasladárselas a mis lectores.

—¡Restos de una civilización extraterrestre!

El grito socarrón de uno de los chicos de las últimas filas hizo reír a todos. Salvo a la mujer, que se mantenía igual de seria y grave que en toda la conferencia.

—Sí, eso afirman algunos —dijo Ned refiriéndose a la teoría de las supuestas ruinas de construcciones alienígenas halladas en la Luna—. Pero no tiene fundamento. Ignoro por completo qué es lo que encontraron, ya lo he dicho. Ojalá supiera algo más. Reconozco que es un asunto que me intriga, me apasiona y me ha absorbido durante muchos meses. No pienso abandonar, por supuesto. En el libro recojo el punto hasta el que he llegado. No sé si descubriré algo más, aunque lo intentaré por todos los medios a mi alcance.

Sin volver a decir nada más, y ante la mirada atónita de Ned, la mujer se levantó de su asiento y abandonó la sala, caminando lentamente. En ese momento, Ned tuvo deseos de mencionar el Área 51 y sus oscuros proyectos secretos. Su orgullo de investigador se sintió herido por aquella reacción. Parecía que su franca respuesta no la había satisfecho, y por eso se marchaba sin mirar atrás.

Aunque sí miró atrás. Un instante muy breve, en el que, sin embargo, Ned pudo ver en sus ojos un brillo tan intenso como fugaz. Luego se volvió de nuevo y salió.

—Me gustaría poder decir más —continuó Ned hacia los estudiantes—, pero no puedo. A menudo se topa uno con obstáculos que lo frenan. Lo importante es no darse por vencido. La fe mueve montañas. Puede que esto sea algo exagerado, pero no carece de fundamento. La fe y la perseverancia vencen cualquier obstáculo. ¿Alguna cuestión más…?

Ned estuvo casi una hora respondiendo a las preguntas de los estudiantes. Querían saberlo todo: su manera de abordar una investigación, el modo en que planteaba uno de sus libros, anécdotas de todo tipo, situaciones comprometidas… En ese tiempo, no obstante, Ned tuvo permanentemente en la cabeza a aquella mujer enigmática que se había largado sin decir adiós. Era como una oveja descarriada. Todos los vítores y aplausos del resto de asistentes a su conferencia no bastaron para aliviar su frustración por el modo en que ella había reaccionado. A Ned le recordaba a aquel piloto polaco que salía del teatro justo cuando el actor que representaba el papel de Hamlet empezaba a recitar el monólogo de «Ser o no ser», en la película homónima de Lubitsch.

Al filo de las dos de la tarde, el decano dio por terminado el acto. Agradeció una vez más a Ned haber aceptado el ofrecimiento de la Facultad de Periodismo, le presentó a algunos otros cargos del centro y, tras una breve charla educada y aburrida, Ned volvió a unirse a María y a los muchachos de la asociación, que habían formado un corrillo.

—Magnífica conferencia. Ahora supongo que tienes que irte —dijo ella.

—Sí. Dentro de… Dentro de menos diez minutos tengo una comida con periodistas en un restaurante del centro. Bueno, que esperen. ¿Tú y yo nos vemos esta noche? ¿Vas a ir a la presentación del libro?

—Estás empezando a olvidarte de las cosas…

—¿Por qué lo dices?

—Me marcho a Barcelona en el AVE esta misma tarde. De hecho, tenía que haberme ido ayer, pero me quedé para verte y por tu conferencia. Ya no puedo demorarlo más. Mañana a primera hora tengo que unirme al jurado…

—… del premio ese de reportajes —terminó Ned las palabras de María.

—El premio ese, efectivamente. En fin, tengo que recoger material del archivo.

—¿Nos veremos cuando vuelvas?

—¿No te marchas a Estados Unidos dentro de un par de días?

—Sí, claro, también lo había olvidado.

El gesto de María era entre melancólico y aliviado.

—Mejor así. Vernos demasiado podría ser peligroso… para mí.

Ned se acercó a ella y la besó en los labios. Fue un beso de auténtico cariño. Más de una vez había evocado lo que pudo haber sido una vida con ella. Aunque estaba claro que no habría funcionado. Por ninguna de las dos partes. Ella era una mujer reflexiva y él un adicto al trabajo de campo. Mejor una verdadera amiga para siempre que un breve período de felicidad sin futuro.

—Te llamaré —dijo Ned—. La distancia reduce el peligro.

Ambos rieron. María bajó un poco la mirada y luego la levantó.

—Tienes razón. Espero que tu presentación sea un éxito.

Se despidieron con un abrazo. Luego, con el corazón alegre y contagiado por el espíritu juvenil de la facultad, Ned salió del edificio en dirección al aparcamiento. Caminaba ligero, silbando, cuando una voz a su espalda le hizo detenerse. María le había hecho olvidar a la mujer que abandonó la conferencia. Pero ahí estaba ella de nuevo.

—Señor Horton —dijo ella con su voz pausada.

—Siento no haber podido satisfacer su curiosidad —respondió Ned.

La mujer no contestó. Se limitó a mirarle fijamente a los ojos. Una mirada parecida a la que cruzó con él cuando abandonaba la sala.

—Quizá sea yo quien satisfaga su curiosidad.

—¿A qué se refiere?

El olfato de periodista de Ned se activó. Las alusiones de esa mujer al enigma de la Luna, durante la conferencia, le decían que podía estar ante el germen de una nueva investigación.

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