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Authors: Brian Keene

El alzamiento (2 page)

BOOK: El alzamiento
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La salud de Carrie empezó a empeorar. Los suministros médicos eran absolutamente básicos, y hacía tiempo que las vitaminas para embarazadas se habían terminado. Jim se dio cuenta, a su pesar, de que era imposible huir. Asumió que Danny estaba muerto. Y durante las semanas siguientes, a medida que Carrie empeoraba, llegó a culparla a ella.

Aún se odiaba por ello.

Una mañana se despertó al lado de su cuerpo inerte, justo cuando su último aliento abandonaba su pecho. Y se fue, víctima de neumonía. Se hizo un ovillo contra su cuerpo frío e inmóvil y lloró, despidiéndose de su segunda esposa.

Sabía que sería inútil enterrarla, ya que entendía —muy a su pesar— lo que había que hacer. Pero cuando la locura del duelo se adueñó de él, fue incapaz de creer que le ocurriría a ella. Aquello no le pasaría a Carrie, la mujer que le había salvado la vida. La que había sido toda su vida los últimos cinco años. Pensar que acabaría convertida en una de ellos era inconcebiblemente blasfemo.

Pendiente de los no muertos, la enterró rápidamente bajo el pino que habían plantado juntos aquel verano. Unos pocos meses antes solían cogerse de la mano bajo aquel árbol, mientras hablaban de cómo contemplaría la casa cuando envejeciesen.

Ahora era él quien la contemplaba a ella.

Aquella noche, Carrie rugía furiosa sobre él. Por la mañana se unió a lo que quedaba de los Thompson, que vivían al lado, y pronto un pequeño ejército se congregó en el patio. Jim sólo utilizó el periscopio una vez desde entonces, y fue presa de la desesperación cuando comprobó que había más de treinta cadáveres merodeando por su jardín.

Fue entonces cuando empezó a enloquecer.

Aislado del resto del mundo y asediado por los no muertos, Jim barajó la posibilidad de suicidarse como única vía de escape. No tenía forma de saber si quedaba alguien vivo en Lewisburg, ni siquiera en el país. Para él, el mundo se había convertido en una tumba delimitada por cuatro paredes de cemento.

Con el paso de las semanas internet dejó de funcionar, al igual que los teléfonos. Su móvil era muy bueno, capaz de emitir y recibir señales desde más allá del búnker de hormigón, pero llevaba un mes en silencio. Con las prisas por llegar al refugio a Jim se le olvidó coger el cargador. Ahora lo mantenía en suspenso, intentando ahorrar la batería en uso y las de repuesto al máximo. Sólo le quedaba una.

La televisión no emitía más que electricidad estática, excepto por un canal de Beckley, que todavía mostraba la pantalla de emergencia. La estación AM de Roanoke estuvo funcionando hasta la semana anterior: Jack Wolf, el comentarista de las tardes de la emisora, mantuvo una vigilia solitaria junto a su micrófono. Jim escuchó con una mezcla de terror y fascinación cómo la cordura de Wolf iba desmoronándose poco a poco a causa del aislamiento. La última emisión terminó con un disparo. Por lo que Jim sabía, fue el único en escucharla.

* * *

Jim tembló de frío al abrir la puerta del frigorífico, cogió la última lata de cerveza y la volvió a cerrar. El chasquido de la lengüeta sonó como un disparo en el silencio, haciendo que le pitasen los oídos y ahogando los gemidos de la superficie. Las sienes le palpitaban. Puso la fría lata contra su cabeza, después se la llevó a los labios y la vació.

«La última y nos vamos.» Aplastó la lata hasta cerrar el puño y la arrojó a una esquina del suelo. Sonó un traqueteo.

Volvió a la cama y tiró de la corredera de la pistola hacia atrás. La primera bala del cargador se deslizó al interior de la cámara: había trece más, pero sólo necesitaba una. Los oídos le retumbaban aún más y podía oír a Carrie por encima de él. Agachó la cabeza y echó un vistazo a las fotos esparcidas por las sábanas sucias.

En una de ellas aparecían los dos en Virginia Beach: la hicieron el fin de semana en que ella se quedó embarazada. Ella le lanzó una sonrisa desde la fotografía y él se la devolvió. Rompió a llorar.

La preciosa mujer de la foto, la mujer que había sido tan enérgica y apasionada y tan llena de vida, era ahora una cáscara podrida y renqueante que se alimentaba de carne humana.

Se llevó la pistola a la cabeza, colocando el extremo del cañón contra su martilleada sien.

Danny lo contemplaba desde otra foto. En ella aparecían enfrente de casa; Jim estaba apoyado sobre una rodilla y tenía a su lado a Danny, que sujetaba el trofeo de carricoches que ganó en Nueva Jersey y que llevó aquel verano para enseñárselo a su padre. Ambos sonreían, y sí: su hijo se parecía a él.

A medida que su dedo se tensaba en torno al gatillo, le vino a la mente la última conversación que mantuvieron. No sabía que sería la última, pero cada palabra se le quedó grabada en la mente.

* * *

Cada sábado, Jim llamaba a Danny y veían dibujos animados juntos durante media hora mientras hablaban a través del teléfono. Aquella última vez fue una de esas mañanas. Discutieron sobre los peligros en que se encontraban los protagonistas de Bola de Dragón Z y hablaron del sobresaliente que Danny había sacado en su último examen.

—¿Qué has desayunado esta mañana?

—Chococrispis —respondió Danny—. ¿Y tú?

—Yo estoy tomando unos Cheerios.

—Puag —contestó Danny—. ¡Son asquerosos!

—¿Tan asquerosos como besar a una chica? —dijo Jim, tomándole el pelo. Como todos los niños de nueve años, Danny se sentía repelido y a la vez extrañamente atraído por el sexo opuesto.

—Nada es tan asqueroso —replicó. Luego permaneció en silencio.

—¿En qué piensas, bichito? —preguntó Jim.

—Papá, ¿puedo preguntarte algo serio?

—Puedes preguntarme lo que quieras, coleguita.

—¿Está bien pegarle a una chica?

—No, Danny, está mal. Nunca jamás debes pegar a una chica. ¿Te acuerdas de lo que hablamos cuando te peleaste con Peter Clifford?

—Pero hay una chica en el colegio, Anne Marie Locasio, que no me deja en paz.

—¿Y qué te hace?

—No para de meterse conmigo, de cogerme los libros y de perseguirme. Los de quinto se ríen de mí cuando lo hace.

Jim sonrió. Los de quinto, los amos y señores el patio de primaria. Se sintió muy mayor al caer en la cuenta de que Danny sería uno de ellos al año siguiente.

—Bueno, tú ignóralos y punto —respondió—, y si Anne Marie no te deja en paz, ignórala a ella también. Eres un chico muy grande, seguro que puedes alejarte de ella si quieres.

—Pero no me deja en paz —insistió Danny—. Me tira del pelo y...

—¿Qué?

La voz de Danny se convirtió en un murmullo. Era evidente que no quería que su madre o su padrastro se enterasen.

—¡Intenta besarme!

Jim sonrió, haciendo un gran esfuerzo por no echarse a reír. Luego le explicó a Danny que eso significaba que a ella le gustaba, y los pasos que debía dar para protegerse de futuras trastadas sin herirla a ella o sus sentimientos.

—¿Sabes qué, papá?

—¿Qué, bichito?

—Me alegro de poder preguntarte cosas así. Eres mi mejor amigo.

—Tú también eres mi mejor amigo —dijo Jim a través del nudo de su garganta.

Escuchó a Tammy gritar algo de fondo. Oír su voz le provocó una mueca de dolor.

—Mami necesita el teléfono, así que tengo que ir acabando. ¿Me llamarás la semana que viene?

—Te lo prometo. Palabrita del niño Jesús.

—Te quiero más que a Spiderman.

—Y yo a ti, más que a Godzilla —respondió Jim, siguiendo aquel juego familiar.

—Te quiero más que «finito» —contestó Danny, ganando por enésima vez.

—Yo también te quiero más que infinito.

Después escuchó un clic seguido de un tono de llamada. Aquélla fue la última vez que habló con su hijo.

* * *

Jim echó un vistazo a aquel niño sonriente de la fotografía a través de las lágrimas. No estuvo allí. No estuvo allí cuando su hijo se iba a dormir cada noche, cuando preparaba épicas batallas entre la Guerra de las Galaxias y la Patrulla X con sus figuras de acción, cuando jugaba con la pelota en el patio de atrás o cuando aprendía a andar en bici.

No estuvo allí para salvarlo.

Jim cerró los ojos.

Carrie escarbó en la tierra y pronunció su nombre, hambrienta.

Tensó el dedo.

El teléfono móvil empezó a sonar.

Jim saltó, tirando la pistola a la cama. El teléfono volvió a sonar. La pantalla digital verde emitió un brillo siniestro bajo la tenue luz de la lámpara.

Jim rió y se movió. No podía tragar saliva, no podía respirar. Se sentía como si alguien le hubiese pegado en el pecho y le hubiese pateado las pelotas. Consumido por el terror, intentó mover los brazos, sólo para descubrir que no podía.

Sonó un tercer tono. Y un cuarto. Estaba volviéndose loco, por supuesto. Era la única explicación. El mundo estaba muerto. Sí, aún había energía y los satélites todavía contemplaban las ruinas en un fúnebre silencio, pero el mundo estaba muerto. Era imposible que alguien le estuviese llamando en ese momento, sepultado bajo las ruinas de Lewisburg.

El quinto tono le arrancó un gemido de la garganta. Combatiendo la tensión que lo atenazaba, Jim se puso en pie.

El teléfono siguió sonando, insistente. Su mano temblorosa lo alcanzó.

«¡No contestes! Será Carrie o cualquier otro. O quizá algo peor. Como contestes, empezarán a llegar a través del teléfono y...»

Se detuvo. El silencio era ensordecedor.

La pantalla parpadeó. Alguien había dejado un mensaje.

«Mierda.»

Agarró el teléfono como si estuviese sujetando a una serpiente viva. Se lo llevó al oído y pulsó el cero.

«Tiene un mensaje nuevo», dijo una voz mecánica femenina. Aquella voz enlatada era el sonido más dulce que jamás había oído. «Para escuchar el mensaje, pulse uno. Para borrar el mensaje, pulse almohadilla. Si necesita ayuda, pulse cero para ponerse en contacto con un operador.»

Pulsó el botón y escuchó un zumbido mecánico y distante.

«Sábado, uno de septiembre, nueve de la tarde», le dijo la grabación. Jim soltó un suspiro que había estado conteniendo inconscientemente. Entonces escuchó una voz nueva.

«Papá...»

Jim ahogó un grito. El pulso volvió a acelerársele. La habitación dio vueltas.

«Papá, tengo miedo. Estoy en el ático. Me...»

Se oyó mucha electricidad estática, interrumpiendo el mensaje. Después volvió a escuchar la voz de Danny, que sonaba queda y temblorosa.

«... acordaba de tu número, pero el móvil de Rick no funcionaba. Mami pasó mucho tiempo dormida, pero luego se levantó y lo arregló, y ahora se ha vuelto a dormir. Lleva durmiendo desde... desde que cogieron a Rick.»

Jim cerró los ojos mientras le abandonaban las fuerzas en las piernas. Las rodillas le flaquearon y cayó redondo al suelo.

«Tengo miedo, papá. Sé que no tendríamos que marcharnos del ático, pero mami está enferma y no sé cómo hacer que se cure. Oigo cosas fuera de casa. Algunas veces sólo pasan por delante y otras creo que intentan entrar. Creo que Rick está con ellos.»

Danny estaba llorando y Jim lloró con él.

«¡Papá, me prometiste que me llamarías! Tengo miedo y no sé qué hacer...» Más electricidad estática. Jim alargó el brazo para no desplomarse.

«... y te quiero más que a Spiderman y más que a Pikachu y más que a Michael Jordán y más que "finito", papá. Te quiero más que infinito.»

El teléfono quedó mudo en su mano mientras la batería apuraba su última chispa de vida.

Sobre él, Carrie aulló en la noche.

* * *

No estaba seguro de cuánto tiempo había permanecido encogido con los ruegos de Danny reverberando en su cabeza. Al final, sus miembros adormecidos recuperaron la fuerza y volvió a ponerse en pie.

—Te quiero, Danny —dijo a voz en grito—. Te quiero más que infinito.

La angustia desapareció y dio paso a la determinación. Agarró el periscopio y oteó la oscuridad. No vio nada más que el manto plateado de la luna. Entonces, un ojo ceñudo y hundido, horriblemente aumentado, le devolvió la mirada. Se alejó del tubo de un salto, consciente de que un zombi estaba mirando por él. Se obligó a sí mismo a volver a mirar. El zombi se alejó lentamente.

El cadáver de Carrie se erguía bañado por la luz de la luna, radiante en su putridez. Su hinchado abdomen, horriblemente dilatado por el retoño que aún habitaba en ella, estaba oculto bajo los jirones de la bata de seda con la que la enterró. Unas cintas de raso desgastadas ondeaban sobre su piel gris.

Pensó en la noche en la que le dijo que estaba embarazada. Carrie estaba tumbada a su lado, con una fina capa de sudor enfriándose después de hacer el amor. Tenía la cabeza sobre su tripa, con la mejilla apoyada en sus cálidas y suaves curvas, regodeándose en la sensación de sentir su piel contra la suya, en su olor y en el minúsculo, casi invisible vello de su tripa, que se movía suavemente con su respiración. En su interior crecía su bebé.

Jim no quiso pensar en lo que habría ahora en su lugar.

Dio una vuelta completa con el periscopio. La vida después de la muerte había sido amable con el anciano señor Thompson. Su cara lucía una palidez que, pese a tener el color de la avena, era más brillante que la que adornó su rostro en vida. La persistente rigidez de los tendones que atenazaba al anciano era aún más evidente cada vez que agarraba la pala, sólo que esta vez sus dedos no estaban hinchados por la artritis, sino por la lenta putrefacción que seguía a la muerte. Los nudillos asomaban a través de la piel acartonada, de la textura del pergamino, cada vez que el señor Thompson levantaba la pala para hundirla en el suelo.

El hecho de que los zombis pudiesen usar herramientas no sorprendió a Jim. Durante el asedio, contempló horrorizado, indefenso y en silencio los intentos de la criatura de cavar hasta la fortaleza. Con torpeza, pero lenta e inexorablemente, aquel ser había conseguido quitar toda la tierra, revelando la capa de cemento que yacía bajo ésta. Aquella capa le había salvado la vida.

Se preguntó si podían aburrirse. De hecho, se preguntó si podían razonar. No lo sabía. Era obvio que el ser que un día fue su esposa se sentía atraído por aquel lugar, ¿pero era porque lo recordaba o por puro instinto? El hecho de que arañasen la tierra parecía indicar que lo sabían. Que recordaban. Si esa teoría fuese cierta...

Jim se estremeció al pensar en las consecuencias.

No era más que una sardina esperando en silencio en su oscura lata. Tarde o temprano, las cosas que rondaban por encima de él encontrarían el abrelatas adecuado y lo devorarían.

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