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Authors: Brian Keene

El alzamiento (4 page)

BOOK: El alzamiento
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—¿Quién eres?

—Ya sabes quién soy. Soy Timothy Powell, director asociado del programa del CRIP de Laboratorios Havenbrook. Soy tu compañero,
my friend.
¡Venga, Billín! ¡No me vengas con que tienes amnesia postraumática!

—El doctor Powell nunca me habría llamado «Billín» —apuntó Baker—. Tú no eres Timothy Powell.

La criatura hurgó en un jirón de piel del muslo, escudriñando bajo la luz fluorescente, y se llevó un gusano a la boca. Lo machacó entre sus dientes podridos con gran deleite.

Baker desvió la mirada.

—¿No me crees? ¿Recuerdas cuando tú, Wenston y yo nos tomamos una semana libre y cogimos un avión a Colorado? Nos alojamos en la cabaña del doctor Scalise en Estes Park y fuimos a pescar. Weston pescó una perca la hostia de grande, y tú, un resfriado.

El cadáver apoyó su mano hinchada contra el cristal sin dejar de sonreír. Baker se fijó en el anillo de casado de Powell, hundido en aquel dedo hinchado como una salchicha. Entonces el zombi apartó la mano, que dejó un rastro grasiento en la ventana.

—¿Quién eres? —Volvió a preguntar, tratando de controlar el temblor de su voz—. ¿Eres Timothy Powell?

—Ob —pronunció la boca de Powell.

—¿Es tu nombre, o lo que eres?

—Ob —dijo de nuevo—. Y tú eres Bill.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Aquel a quien llamas Tim dejó esa información aquí. Dejó muchas cosas. Cosas deliciosas. ¿Sabías que frecuentaba prostitutas? Porque su mujer no.

—No sé qué tiene que ver...

—Pagaba para que lo sodomizasen con un consolador.

El cadáver rió hasta toser, esparciendo pedazos de sí mismo por el cristal.

—¿En serio? —Los dientes de Baker rechinaron—, ¿Y cómo sabes todo eso?

—Está aquí, conmigo. Todo cuanto era está aquí, a mi disposición. Pero casi todo es inútil, todo ese conocimiento colectivo... La humanidad ha conseguido muy poco. Él debe de estar muy decepcionado con sus creaciones.

—¿Quién?

—Él. El cruel. El que... da igual. No debemos hablar de eso. Dejemos que disfrute de su día... Imaginé muchas cosas mientras vagaba por allí.

—¿Dónde, exactamente?

La criatura no respondió. En vez de eso, empezó a lamer la mancha del cristal.

—Tengo hambre —masculló. Y luego volvió a sonreír.

* * *

—Qué hambre —dijo Baker, situado frente a los fríos y grises muros—. No pensé que tuviera tanta hambre.

Abrió la lata de alubias cocidas más por instinto que por deseo, pero, después del primer bocado, las engulló frías. Se tomaría una hamburguesa para acompañarlas, pero la cámara frigorífica estaba ocupada y a Baker no le apetecía nada entrar en ella. Harding se encontraba en su interior, con un agujero perfecto perforando su cabeza. Había sufrido un infarto el día después del suicidio de Powell y de la reclusión de su cadáver reanimado. Baker aplicó un picahielos al cuerpo muerto de Harding, aunque le habría gustado tener una pistola para efectuar aquella tarea. Pero las pistolas, al igual que los soldados que abandonaron sus puestos, habían desaparecido.

El silencio de la desierta cafetería era inquietante. Quería hablar con alguien, alguien que no fuese aquella cosa que se hacía llamar Ob.

Recorrió el pasillo hacia su oficina, rodeado por el eco que producían sus zapatos sobre las verdes baldosas. Le alegraba oír algún ruido. Las luces parpadearon, se apagaron y volvieron a encenderse. Aún quedaba energía, pero se preguntó si los laboratorios la conseguían de instalaciones públicas o de su propio suministro de reserva. ¿Cómo sería el pasillo a oscuras?

Enterrado, solo con esa cosa...

Se derrumbó sobre el escritorio y la silla rechinó bajo su peso, para su sorpresa, Baker había ganado algo de peso durante la crisis, posiblemente por la falta de ejercicio. Sus días consistían en el tedio infinito de investigar y seguir investigando. Pasaba las noches —si es que lo eran, pues estando bajo tierra no podía estar seguro— despierto, huyendo de las pesadillas.

Se reclinó en la silla, apoyó los pies en el escritorio y encendió la grabadora.

—Aunque no soy biólogo ni patólogo, he observado una transformación destacable en el sujeto.

Hizo una pausa cuando las luces parpadearon y continuó.

—El sujeto no es un simple cadáver reanimado. En muchos aspectos, funciona como un ser vivo: busca alimento, específicamente en forma humana... carne. No puedo estar seguro, pero parece que es esencial para su supervivencia, y el material proporcionado por la Agencia Federal de Control de Emergencias parece corroborarlo. Pero claro, seguramente pasará mucho tiempo antes de que la AFCE envíe otra cinta.

Su risa nerviosa se convirtió en tos. Luego continuó.

—La musculatura del sujeto parece haberse adaptado a su nuevo estado. Pese a que se observa un proceso de descomposición, éste no actúa como un detrimento, sino como un proceso natural. El pelo, la piel, incluso los órganos vitales son irrelevantes para el funcionamiento del sujeto. La carne que ingiere no viaja por su sistema digestivo: se absorbe por un proceso desconocido, convertida en...

Las luces se apagaron. Baker se sentó en la oscuridad conteniendo el aliento. El único sonido era el gemido de la grabadora. Su corazón latió una vez. Dos.

Las luces volvieron a funcionar y Baker se sorprendió al descubrir que había estado llorando.

* * *

—Cuando comes —preguntó Baker por el intercomunicador—, ¿por qué no consumes el cuerpo entero? ¿Por qué dejas tanto?

—Porque muchos de nuestros hermanos esperan volver —respondió Ob con un tono áspero e indignado, como si le molestase que el científico preguntase obviedades—. No les gustaría haber estado esperando durante eones para luego habitar un cuerpo incapaz de moverse. ¿Un torso sin brazos ni piernas, un saco de carne humana inmóvil? Eso sería como escapar de una prisión para ir a otra.

—Háblame de ese lugar del que provienes. Lo llamaste el Vacío.

—No —dijo Ob, airado—. Debo invocar a mis hermanos. Tengo hambre. Libérame y no te haré daño.

Baker mantuvo el mismo tono de voz.

—Responde a mi pregunta y te daré de comer.

—Estás jugando con fuego, sabio. No creas que no estoy dispuesto a dañar esta cáscara para liberarme. Puedo conseguir otra.

—Este cristal es a prueba de balas y los muros están reforzados con acero y cemento. Tienes que aceptar que soy yo el que está al mando.

—Tu raza ya no está al mando de nada. Somos libres para volver a caminar por la tierra, como hicimos hace mucho.

—Háblame del Vacío —insistió Baker.

—Muy bien —suspiró la criatura, exhalando un aire fétido de sus inútiles y podridos pulmones—, pero te lo advierto, profesor: vuestro tiempo ha terminado. Somos vuestros herederos.

—El Vacío —empezó Baker.

—¡EL VACÍO ES FRÍO! —rugió Ob, corriendo hacia la ventana. Estampó el puño de Powell contra el cristal y Baker dio un paso atrás.

—¡Es frío porque ÉL es cruel! Vagué por él, encerrado durante eones con mis hermanos, los Elilum y Teraphim. ¡ÉL nos envió allí! Nos expulsó a los yermos. Os contemplamos mientras rondabais como hormigas, multiplicándoos y reproduciéndoos, deleitándoos en su frío amor. Esperamos, pues somos pacientes. Merodeamos por el umbral sin dejar de observar. Y tú, sabio, tú y tu compañero nos proporcionasteis los medios para la salvación. ¡Así como vuestros cuerpos nos acogen, vosotros nos proporcionasteis un camino!

La criatura volvió a golpear la ventana. Baker se estremeció. Una pequeña grieta espiral se extendió por el cristal.

Las luces volvieron a parpadear.

—¿Crees que, cuando morís, vais al cielo? —rió—. Pues no. ¡Vais a donde ÉL decida! ¡Vuestros cuerpos NOS pertenecen! Somos vuestros amos. Tu especie nos llama «demonios». «Djinns.» «Monstruos.» Somos el origen de vuestras leyendas, la razón por la que aún teméis la oscuridad. Controlamos vuestra carne. ¡Y hemos esperado mucho tiempo para habitaros!

Volvió a dar un puñetazo a la ventana. La grieta aumentó, extendiendo pequeñas redes por su superficie. La mano que una vez perteneció al doctor Timothy Powell, la mano que una vez sostuvo un martini, sujetó un palo de golf y manejó con precisión los controles del CRIP era ahora un ariete de carne podrida. Baker se echó atrás cuando los dedos se abrieron y dejaron ver pedazos astillados de hueso que rasparon el interior del cristal.

Baker salió corriendo de la habitación con los gritos de Ob persiguiéndolo por el pasillo.

—¡Somos los Siqqusim! Hemos esperado a tomar posesión y ahora sois nuestros.
¡Yidde-oni! ¡Engastrimathos du aba paren tares!
Somos Ob y Ab y Api y Apu. ¡Somos más que las estrellas! ¡Somos más que infinitos!

El cristal se hizo pedazos y un instante después las luces se apagaron, sumiendo a las instalaciones en la oscuridad.

Baker se encogió en la sala, escuchando aterrado cómo el zombi se dirigía hacia él.

Las luces no volvieron a encenderse.

Capítulo 3

El refugio contaba con dos salidas, la primera de las cuales era un hueco que desembocaba en el patio. Para poder usarla, Jim tendría que cargar con todo el equipo mientras subía la escalera, descorrer el pestillo y levantar la tapa del agujero sin llamar la atención.

Tenía que llevar, como mínimo, un arma, así que no podría trepar con la mano ocupada. Además, los zombis se le echarían encima en cuanto oyesen el ruido de apertura.

Así que la única alternativa era el sótano.

Cuando construyó el refugio, viajó a un desguace en Norfolk, donde compró dos escotillas de un transporte naval decomisado a la Marina. La primera, que se abría desde el interior del refugio, conducía a un estrecho pasillo en dirección a la casa. El pasadizo terminaba en la segunda escotilla, que estaba fijada a los muros del sótano.

La semana anterior, cuando la depresión se estaba volviendo insoportable, Jim se dirigió dos veces hacia la segunda puerta, decidido a abrirla y a encontrarse con lo que hubiese al otro lado. Se detuvo en ambas ocasiones, escuchando el arrastrar de pies al otro lado. Los muros y el acero amortiguaban los golpes y los gorjeos, pero era evidente que estaban ahí... y que eran reales.

Esta vez abrió la primera escotilla y prestó atención por si escuchaba algún paso, algún crujido, cualquier cosa que revelase que había criaturas rondando por su casa. No oyó nada, pero el silencio era casi peor.

Avanzó cautelosamente por el pasadizo hasta llegar a la segunda escotilla, donde se detuvo. Pegó la oreja contra el frío acero, contuvo la respiración y esperó.

Más silencio.

Volvió al refugio, decidido a no pasar una hora más en aquella tumba. Sustituyó sus sandalias por sus botas de trabajo negras, desgastadas y con punta de acero. Le habían servido bien durante sus años como trabajador de la construcción y esperaba que siguiesen haciéndolo. También se puso una camisa de franela de manga larga sobre la camiseta negra: le protegería del frío de la noche, era más ligera que una chaqueta y podría atársela a la cintura durante el día.

Abrió la cremallera de la riñonera azul de Carrie y olió el suave rastro que había dejado su perfume, otro recuerdo fantasmal del pasado.

Dejó las emociones a un lado y empezó a elegir lo que le haría falta, teniendo siempre en mente que llevar poco equipaje era indispensable para moverse con rapidez. Metió en la mochila una caja de cartuchos para la Ruger y puso en uno de los bolsillos laterales dos cargadores para la pistola, cada uno con quince balas. Cogió el fusil compacto de palanca Winchester .30-30 que le había acompañado a tantas cacerías y guardó varias cajas de munición. A cuatro botellas de agua destilada les siguieron latas de atún, sardinas y fideos instantáneos; los prismáticos, un mapa de carreteras, la linterna, cajas de cerillas, velas, una taza de cerámica que Danny le regaló el día del padre, un pequeño bote de café instantáneo, un cepillo de dientes, dentífrico, una pastilla de jabón, cuchara y tenedor y un abrelatas fueron a parar al interior de la mochila.

Se la puso un rato para comprobar el peso. Satisfecho, se llenó los bolsillos con dos mecheros, un cuchillo de caza y un cargador más. Guardó la pistola en su funda, situada en un costado, y cogió el fusil, disfrutando del familiar tacto de la madera. Después de comprobar por segunda vez que estaba cargado, Jim tomó una gran bocanada de aire.

La habitación empezó a dar vueltas. La tensión, que había alcanzado su punto crítico después de ir aumentando paulatinamente, le provocó náuseas. Los brazos y las piernas le empezaron a temblar y se le hizo un nudo en el estómago. Jim dejó escapar un gemido, soltó el fusil y vomitó, salpicando las botas y el suelo.

Al rato, la ansiedad se hizo más llevadera. Recogió el fusil, temblando.

—Vale —dijo en voz alta—. Hora de irse.

Echó un último vistazo al refugio, consciente de que no volvería a ver aquellas cuatro paredes de cemento nunca más. Recorrió las fotos de Carrie y Danny con la mirada hasta detenerse en el teléfono móvil.

Vaciló un rato y lo cogió. Tras un momento de duda, lo colocó en su cinturón. Al no tener cargador, la batería se había agotado del todo.

—Por si acaso —dijo, intentando convencerse a sí mismo.

Caminó por el estrecho pasadizo y puso la mano sobre la palanca de la puerta. Levantó la manivela lentamente, cada crujido reverberando en el silencio. Un último chasquido, y la escotilla se abrió sin dejar de chirriar.

Jim levantó el fusil y dejó que la puerta se fuese abriendo hacia atrás, revelando el oscuro sótano que se extendía más allá del umbral. Estaba vacío, pero las formas antaño familiares adquirían ahora siniestras connotaciones. El armario de las herramientas era un zombi. La caldera era una bestia agazapada, lista para abalanzarse sobre él. Su corazón latía con furia en la oscuridad.

Sobre él, oyó un suave crujido procedente de uno de los tablones del techo. Luego otro. El tercero vino acompañado del gemido de una silla de cocina arrastrada por el linóleo.

Jim se paró en seco. Buscó el primer escalón a tientas en la oscuridad mientras tensaba el dedo en tomo al gatillo. Cuando al fin pudo apoyar el pie, dio un precavido paso.

Escuchó aún más sonidos procedentes de la cocina, seguidos de un gemido de frustración. Apuntó el fusil en dirección a la puerta y dio otro paso. Algo le pasó rozando por la oreja y Jim se mordió la lengua, ahogando un grito. La mosca, en su vuelo invisible, volvió a acercarse zumbando a él.

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