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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

El huerto de mi amada (9 page)

BOOK: El huerto de mi amada
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—Te damos las gracias, Dios mío —dijo Carlitos.

—Te damos las gracias, Dios mío —lo imitó piadosamente Natalia, aunque la verdad es que era la primera vez en su vida que le daba gracias al Señor por unos alimentos, así, en la mesa y antes de comer, y como que le salió muy forzado a la pobrecita.

—Pero habrá que probarlos primero —se permitió bromear Luigi, que era agnóstico—. Ya después le agradecen a Dios y, de paso, a mi Marietta y a mí, que hemos sido los verdaderos factótum… ¿O se dice factótumes?

—Ni idea, Luigi. Pero, una vez más, creo que aquí nadie me entiende ni me escucha ni nada —soltó Carlitos, ante la mirada de incomprensión de todos los ahí presentes. Y luego se rió ostensiblemente, como quien comenta con mucha ironía la situación en general.

—¿Puedes explicarte mejor, por favor? —le rogó Natalia, nuevamente a punto ya de soltar inconteniblemente el llanto.

Y había en su rostro tanta ansiedad, que a Carlitos no le quedó más remedio que hacer un supremo esfuerzo y enterarse de algo en esta vida. Y sólo entonces se dio cuenta de que todos ahí estaban en el mismo oasis, clavado en pleno centro de la sociedad de Lima, nada menos, para su total solaz y esparcimiento, para su felicidad siempre al alcance de la mano, aun en los peores momentos, y que, humano muy humano, en vez de tomar todos el mismo rumbo, cada uno se había metido por un caminito distinto, como en un jardín cuyos senderos se bifurcan, y Natalia por aquí y Luigi y su Marietta por allá, y, por acullá, todavía, Julia y Cristóbal.

—Alto ahí todos —dijo Carlitos. Y ahora, de pronto, era él el de la voz ansiosa y la mirada suplicante—: Por favor, perdonen si no me he hecho entender bien desde un principio, pero qué duda cabe de que una vez más en mi vida se me han escapado las cosas más elementales. Siempre me lo dijo Isabel, mi abuela paterna. Pero bueno, al grano.

—Se enfría la comida —se atrevió a decir Marietta.

—La comida puede enfriarse por una vez, querida Marietta —le dijo Natalia—, pero, con tu perdón, lo que Carlitos tiene que decirnos no puede enfriarse por nada de este mundo.

—Digamos que sólo por nada de este oasis, mi amor…

Se quedaron todos nuevamente turulatos, ahí, pero, al cabo de un momento, cuando todos a una empezaron a entender que había una vez una ciudad llamada Lima y un año calendario 1957 y un gran amor y unos padres contrariados y unos amigos falsamente escandalizados y una sociedad de doble filo, mil raseros, e hipocresía generalizada, y al borde de ésta, unos mellizos Céspedes Salinas, que siempre están a punto de alcanzar la cumbre del estrellato, como Sísifo, mas luego se desbarrancan una vez más, y así, queridos amigos, pero que, gracias al Señor Misericordioso, que ama y entiende el amor del bueno, que es supremamente generoso con él, y que para probárnoslos crea, en medio de esta Lima de la que les hablaba, un oasis como este huerto, todo plantas y frutales y hortalizas y fuentes y acequias cantarínas, por dentro, e impenetrables rejas y muros, por fuera, entonces…

Ahora sí, por fin, todos en el comedor del oasis entendían y reían y lloraban y aplaudían y, entonces, sí, Carlitos pudo continuar con menos tropiezos y explicarles, por ejemplo, que la mano de Dios, o tu divina mano, Natalia, que para este caso da lo mismo, se ha fijado hasta en los detalles menos conocidos de esta historia, como son que en mi casa dejé tirado en el suelo de mi dormitorio un rosario negro, negro y triste cual un misterio doloroso, ahora que lo pienso mejor. Y también que, en mi loca huida con la señora Natalia, contigo, mi amor, y bueno, también Natalia de mi corazón, por qué no, que se jodan los mellizos y empiecen a trepar otra vez…

Y todos en el comedor se mataban de risa y felicidad al alcance de la mano porque ahora sí captaban hasta el último detalle de la explicación de Carlitos, que continuaba contándoles que en su loca huida tampoco se le ocurrió ir por su misal negro, negro y horroroso y como que siempre de luto, patético, ahora que lo pienso bien, y, bueno, además, qué se me iba a ocurrir en un momento así, con cuatro borrachos frenéticos persiguiéndonos alevosamente, qué diablos se me podía ocurrir, si ni siquiera pude pensar en él, ir en busca de mi reclinatorio…

—Hay un anticuario en Lince —se atrevió a intervenir Luigi.

Y entonces fue cuando Carlitos corrió a besar a Natalia, a mares, y en seguida les contó a todos ahí que ella, la principal inquilina de nuestro oasis, antes de comprarme ropa de la más fina y acertar hasta con la talla de mis calzoncillos, amigos, me consiguió un alegrísimo misal de portadas de nácar y verdadero papel biblia con bordes de oro, y un rosario que es una reliquia digna del tesoro vaticano…

—Que no es tan digno, dicho sea de paso —se atrevió a comentar el muy agnóstico de Luigi.

—Eso lo podríamos discutir después, amigo mío.

Y mi adorada Natalia, divina, se fijó tan bien en todo, que hasta las cuentas son exactamente del mismo tamaño que las de mi triste rosario anterior, el tan negro y patético como mi misal, cosa que no deja de tener su importancia, porque andar frotando cuentas hasta en el fondo del bolsillo, toda una vida, crea mucho hábito, amigos míos. Y, aunque parezca mentira, tiene por consiguiente una gran importancia para cada beato que las cuentas de su rosario sean siempre del mismo tamaño. Y si no, pregúntenle a un ex alcohólico si además del alcohol no le falta también su vasito, tanto como al ex fumador su boquilla, por ejemplo. Pues bien, he aquí otro detalle que tampoco se le olvidó a mi amor. Nos conocíamos apenas, en aquel momento, pero ya me amaba tanto que hasta en mis hábitos se había fijado.

—Yo he oído decir que el hábito no hace al monje, don Carlitos —se atrevió a comentar Julia.

Y Carlitos le respondió que no, claro que no, Julia, y que precisamente estaba a punto de contarles, ya para ir terminando, cómo a él le habían cambiado un hábito por otro y sigo siendo el mismo monje, je, aunque muchísimo más feliz ahora, valgan verdades, je, je. La señora Natalia, en su infinita bondad, también pensó en un reclinatorio, del cual, les juro, yo no recuerdo haberle hablado jamás, sin duda por lo tremendamente incómodo que era el mío y por el cansancio que me producía usarlo. En fin, como que iba a dejar de arrodillarme para siempre, creo yo. Pero, buscando entre las cosas de sus antepasados, que conserva en un depósito secreto, la señora Natalia encontró la joya de reclinatorio que me ha traído y que ella asegura perteneció a ni sé cuál virrey que se mandó traer uno de Sevilla, tan pero tan cómodo que, les aseguro, ahora que ya lo he probado: puede pasarse uno el día entero de rodillas en él, y el que se cansa es otro. Pero bueno, resumiendo, ahora. Por todo ello y muchísimo más, amigos míos, yo empecé a adorar a la señora Natalia desde antes de conocerla. Y no hay nadie en el mundo entero —y mucho menos en esta ciudad del diablo, que tanto ha maltratado ya a la señora, a mi gran amor, nada menos— que logre quitarme de la cabeza que fue Dios quien puso a esta gran dama en mi oasis, y con toda su gente, utilizando para ello, además, los deliciosos compases de
Siboney.

—¡Carlitos, mi amor! —exclamó Natalia, aferrándose a él—. ¡Y yo que pensaba que te habías molestado conmigo! ¡Y tú queriéndome así! ¡Y yo interrumpiéndote, mientras que tú en nuestro oasis…! ¡Tengo tanto miedo de perderte! ¡De puro tonta te perderé, mi amor! ¡Y es que hasta amando eres inteligentísimo y realmente cuesta mucho trabajo seguirte!

—Y ahora, queridos amigos, compañeros de mi oasis, como entre las cosas maravillosas de su familia que me ha traído la señora, también está el libro de oro de la poesía universal, permítanme que le recite a ella estos dos versos de Petrarca, que, de entrada, atrajeron mi atención, y a los que sólo puedo agregarles un juramento, así, de rodillas y sin reclinatorio, ya que éste, y compruébelo usted bien, Julia, es un caso en el que el hábito literalmente no hace al monje:

No, vosotros no me veréis cambiar jamás,

hermosura de ojos que me enseñasteis a amar

Natalia era una mujer extasiada, y hasta el muy picaro de Luigi, que también se autodefinía como volteriano, además de agnóstico, y afirmaba haberlo visto ya todo en esta vida, compartía la profunda emoción que se había apoderado de su Marietta, de Julia, tan enterada ahora de todo lo concerniente a hábitos y monjes, y del veterano mayordomo Cristóbal, que llevaba siglos al servicio de la familia de Larrea, que se jactaba de no tener acento serrano ni provenir del mundo andino, porque entonces uno ya no es mayordomo sino sirviente, y que había cargado a la niña Natalia, en más de una ocasión, cuando uno de esos temblorones que sacude Lima creaba el pánico en el balneario de Chorrillos y amenazaba con traerse abajo la casona de Larrea y Olavegoya, acabando con la vida de don Luciano y doña Piedad, padres de aquella criaturita linda que tan desdichada sería después, aunque mírenla ahora a mi señorita, quién iba a decir que algún día, con todo lo que le pasó cuando la casaron con ese pichiruchi acomplejado y tantos otros pretendientes frustrados vinieron a acusarla con sus dedos inflexibles, con sus índices hipócritas, con sus inmundas bocas, pero ella tuvo mucho valor, porque eso sí que fue valor, Lima entera contra mi señorita y ella sólita contra el mundo, contra su propio padre y hermanos, carajo, porque sólo la señora Piedad hizo honor a su nombre cuando aquel divorcio atroz de su hija, increíble, y mírenla ahora, quién iba a decir… Pero Cristóbal siempre se había guardado para sí mismo sus opiniones sobre tan ilustre familia y éste no era el momento de romper aquella regla de oro del buen mayordomo, por lo que se limitó a comentar que la justicia tarda pero llega y preguntó si se calentaba ya la comida de los señores. Luigi, que por último se autodefinía como anarcosindicalista viejo, estaba a punto de decirle que qué sabía él de comida y de justicia, y en ese orden, a ver, oiga usted, cuando Carlitos se puso de pie y, como era de esperarse, pidió que calentaran también un poquito de vino y de
Siboney.

Natalia lo idolatró, y, de golpe, Luigi como que no soportó más, como que se negó a ver más, y bruscamente se tapó los ojos con una mano y dijo
andiamo y cosa aspettano?
En la cocina, un momento después, Julia opinó que el señor Carlitos lo rápido que se hacía querer, como hombre grande se hace querer el joven Carlitos, como señor, como… Bueno, no sabría decir bien cómo, pero digamos que se hace querer el joven señor Carlitos como, este… como…

—Tú cierra los ojos, cruza los dedos, y pide un deseo, Julia —la interrumpió Luigi, con cierta impaciencia—. Cierra bien los ojos y deja ya de pensar cómo diablos se hace querer don Carlitos.

—Pero de que se hace querer nadie aquí duda, don Luigi —dijo Cristóbal—. Y además, la señora Natalia…


Madonna!
¡Cuándo se van a enterar de que la señora Natalia ya cerró los ojos, ya cruzó los dedos, y vive pidiendo el mismo deseo día y noche!
Avete capitol


Mio marito
pregunta que si lo entendieron.

Ahí todo el mundo se miraba, y, hasta el comedor precioso y como encantado, en ese preciso momento, llegaron unas palabras altisonantes de Luigi y algo de que Cristóbal,
¡porca miseria e porca eva,
ya puedes llevarles a los amantes de Verona el vino y el
Siboney
calientes, los calamares calientes,
e la maledetta giustizia
caliente,
pacco di merda…!

Carlitos encontró muy divertido que, al cabo de un millón de años en el Perú, a Luigi se le continuaran mezclando el italiano y el castellano cada vez que se irritaba porque algún plato no le salía perfecto. Y Natalia dio gracias al cielo. Natalia le dio las gracias al cielo, y punto.

Un par de horas más tarde, el que le daba las gracias al cielo era Carlitos. Todo empezó cuando Natalia le dijo que se estaba haciendo tarde y mañana tenía que estudiar, recuerda que a ti te gusta llegar siempre muy puntual donde los mellizos, mi amor, ¿no te parece que podríamos pasar ya a mi alcoba?, y a Carlitos realmente le fascinó lo de pasar a una alcoba.

—Francamente, yo toda mi vida he pasado a un dormitorio, mi amor.

—La verdad, yo también. Pero me encantó la idea de usar la palabra alcoba. La usaba mi abuelo, recuerdo, y mira tú por dónde ahora se me vino a la mente y, no sé, como que me sonó más íntimo, más cálido, más…

—Bueno, a mí todo lo que tú dices me suena más cálido, o sea que no creo que ahí esté la cosita esa que yo he sentido cuando has dicho que pasemos a tu alcoba. Alcoba ya de por sí suena bien íntimo, y, dicho por ti, súper íntimo e híper cálido, pero hay mucho más, creo yo. Sí, veamos. Pasemos a mi alcoba dicho por ti ya no sólo suena oscurito y delicioso, sino que suena muy sexi, también, aunque a mí no me gustaría alejarme del placer etimológico o histórico, o algo así, que me ha producido la palabrita. Nadie dice el dormitorio del rey sino la alcoba real, por ejemplo, y, claro, como tu familia presume de copetuda, tu abuelo, sin duda —y sin ánimo alguno de ofenderte, Natalia, por supuesto— se refería a su alcoba pensando en el fondo en su majestad El Abuelo. ¿Me sigues?

—Digamos que me encanta, te siga o no, aunque tal vez deba aclararte que, desde la muerte de mi mamá, mi copetuda familia se reduce prácticamente a mi humilde personita y a un par de hermanos con los que ni me hablo siquiera.

—Pero tu humilde personita, vista por los pobres mellizos, por ejemplo, se
reduce
a toneladas de abolengo. ¿O me vas a decir que no?

—¿Por qué mejor no pasamos de una vez a la alcoba, Carlitos? Deja a tus mellizos para las horas de estudio, por favor.

—Tienes toda la razón. Y, ahora, mira. Ya estoy pasando de nuevo a tu alcoba, aunque digamos que, esta vez, en la práctica. Y qué rico que es, caray.

—No te lo voy a negar.

—¿Pero por qué tanto más rico que dormitorio,
that is que
[1]
question?

—Sigo sin poder explicármelo.

—¿No será que, por ser palabra de otros siglos, suena a amor eterno, y de ahí el gustito ese como histórico y étimológico?

—Acertaste, Carlitos. Por lo que a mí se refiere, ya acertaste. Y, por favor, no necesito más explicaciones. O sea que déjate ya de estar entra y sale, y pasemos de una vez por todas a mi alcoba, te lo ruego.

—Un ratito. Sólo un ratito más.

—Ya te saliste otra vez, mi amor, caray. ¿No te he dicho que me basta y me sobra con…?

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