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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal

BOOK: La Frontera de Cristal
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En La frontera de cristal, Carlos Fuentes es el mismo narrador de sus mejores libros: agresivo, vital, poderoso. Encuentra todos los ángulos posibles en una historia, con una variante insospechada: la comicidad, que ahora lleva al lector a la carcajada franca con algunas de sus páginas más memorables, no por ágiles menos penetrantes y agudas. Como contraste a este humor mordaz, Fuentes aborda la problemática brutal de la inmigración, los abusos que en su nombre se cometen contra quienes han de salir de su país para ganarse mejor el sustento. En esta novela (a través de nueve cuentos) fuentes reproduce la separación que se ha dado entre México y Estados Unidos a lo largo de 200 años, y la examina con el cristal de la discriminación, el racismo, la violencia, la sexualidad, la fascinación mutua, el rencor y el sufrimiento, pero también la fuerza de la vida mexicana, que parece sobrevivir a todas las agresiones de la injusticia, la corrupción y el mal gobierno en México, donde se originan los dramas de los personajes de La frontera de cristal, unidos entre sí por las servidumbres y grandezas de una familia: los Barroso.

Carlos Fuentes

La frontera de cristal

una novela en nueve cuentos

ePUB v1.0

Kukulkan
29.06.12

Título original:
La Frontera de Cristal

Carlos Fuentes, 1995.

Editor original: Kukulkan (v1.0)

ePub base v2.0

La capitalina

A Hector Aguilar Camín

«No hay absolutamente nada de interés para el visitante en Campazas." La categórica afirmación de la Guide Bleu arrancó una pequeña sonrisa a Michelina Laborde, quebrando fugazmente la simetría perfecta de su belleza facial —su "mascarita mexicana», le dijo un admirador francés—, esos huesos perfectos de las beldades de México a las que el tiempo parece no afectar. Rostros perfectos para la muerte, añadió el galán, y eso ya no le gustó a Michelina.

Era una mujer joven de gustos sofisticados porque así la educaron, así la heredaron y así la refinaron. Pertenecía a una «vieja familia", pero cien años antes, su educación no habría sido demasiado diferente. "Ha cambiado el mundo, nosotros no", decía siempre su abuela quien seguía siendo la columna vertebral de la casa. Sólo que antes había más poder detrás de las buenas maneras. Había haciendas, tribunales de excepción y bendiciones de la Iglesia. También había crinolinas. Era más fácil disimular los defectos físicos que la moda moderna revelaba. Unos blue jeans acentúan las nalgas gruesas o las piernas flacas. "Nuestras mujeres tienen la condición del tordo", le oyó todavía decir a su abuelo (qepd): "Pata flaca, culo gordo.»

Se imaginaba con crinolina y se sentía más libre que con pantalón vaquero. ¡Qué bonito saberse imaginada, escondida, cruzando las piernas sin que nadie lo notase, atreviéndose, incluso, a no usar nada debajo de la crinolina, recibir el aire fresco y libre en esas nalgas tan mentadas, en los intersticios mismos del pudor, sabiendo que los hombres tenían que imaginarla! Odiaba la moda top-less en las playas; era enemiga personal del bikini y sólo a regañadientes se ponía la minifalda.

Se ruborizó pensando todo esto cuando la azafata del Gruman se acercó a susurrarle el próximo arribo del avión particular al aeropuerto de Campazas. Ella trató de distinguir una ciudad en medio del desierto, las montañas calvas y el polvo inquieto. No vio nada. Su mirada le fue secuestrada por un espejismo: el río lejano y más allá las cúpulas de oro, las torres de vidrio, los cruces de las carreteras como grandes alamares de piedra… Pero eso era del otro lado de la frontera de cristal. Acá abajo, la guía de turismo tenía razón: no había nada.

La recibió don Leonardo, su padrino. Él la había invitado después de conocerla en la capital, hacía apenas seis meses.

—Date una vuelta por mi tierra. Te va a gustar, ahijada. Te mando mi avión privado.

A ella, para que es más que la verdad, le gustó su padrino. Era un hombre de cincuenta años de edad, veinticinco más que ella, robusto, patilludo, medio calvo, pero con un perfil perfecto, clásico, como de emperador romano, y la sonrisa y la mirada necesarias para acompañarlo. Sobre todo tenía los ojos de ensoñación que le decían: te he estado esperando mucho tiempo.

Michelina hubiese rechazado la perfección pura; no había conocido hombre guapérrimo que no la decepcionase. Se sentían más bonitos que ella. La hermosura les daba aires de tiranía insoportables. El padrino don Leonardo tenía ese perfil perfecto pero lo desmentían los cachetes, la calva, la edad misma… La sonrisa, en cambio, decía, no me tomes muy en serio, soy cachondo y vacilador; pero la mirada, otra vez, era de un apasionamiento irresistible, me enamoro en serio, le decía, sé pedirlo todo porque también sé darlo todo, ¿qué me dices?

—¿Qué me dices Michelina?

—Ay padrino, que nos conocimos cuando yo nací, ¿cómo me dice que hace sólo seis me…?

La interrumpió: —Es la tercera vez que te conozco ahijada. Cada vez me parece la primera. ¿Cuántas me faltan?

—Ojalá que muchas— dijo ella sin pensar que se iba a sonrojar, aunque nadie se lo iba a notar porque acababa de pasar diez días en Zihuatanejo y nadie podía distinguir si se ponía colorada o nada más estaba quemadita por el sol. Pero era una mujer que llenaba el espacio, dondequiera que estuviera. Coincidía con sus lugares, los hacía más bellos. Un coro de chiflidos machos la recibía en los lugares públicos, también en el pequeño aeropuerto de Campazas. Pero cuando los galancetes vieron con quién venía, se impuso un respetuoso silencio.

Don Leonardo Barroso era un hombre poderoso aquí en el norte, pero también en la capital. El padre de Michelina Laborde la ofreció como ahijada del entonces Ministro por los motivos más obvios. Protección, ambición, una minúscula parcela de poder.

—¡El poder!

Era risible. El propio padrino se los explicaba cuando estuvo en la capital hace seis meses. La salud de México ha consistido en que renueva sus élites periódicamente. Por las buenas o por las malas. Cuando las aristocracias nativas se eternizan, las sacamos a patadas. La inteligencia social y política del país consiste, más bien, en saber retirarse a tiempo y dejar abiertas las puertas a la renovación constante. Políticamente, la no reelección es nuestra gran válvula de escape. Aquí no puede haber Somozas ni Trujillos. Nadie es indispensable. Seis añitos y a su casa. ¿Robó mucho? Mejor. Es el pago social por saber retirarse y no volver a decir ni mú. Imagínense que Stalin hubiera durado nomás seis años y entregado pacíficamente el poder a Trotsky, éste a Kamenev, y éste a Bujarin, etcétera. Hoy sí que la URSS sería la primera potencia del mundo. En México, ni el rey de España les concedió títulos seguros a los criollos, ni la república autorizó aristocracias…

—Pero siempre ha habido diferencias —lo interrumpió la abuela Laborde, sentada frente a sus cajas de curiosidades—. Quiero decir, siempre ha habido gente decente. Me dan risa los que presumen de aristocracia porfirista, sólo porque duraron treinta años en el poder. ¡Treinta años no son nada! Cuando nuestra familia vio entrar a los partidarios de Porfirio Díaz a la capital después de la revolución de Tuxtepec, se horrorizaron: ¿quiénes eran estos greñudos oaxaqueños, acompañados de unos cuantos abarroteros españoles y alpargateros gabachos? ¡Porfirio Díaz! ¡Corcueras! ¡Limantours! ¡Puro arribista! Entonces la gente decente éramos lerdistas…

La abuelita de Michelina tiene ochenta y cuatro años y sigue tan campante. Lúcida, irreverente y fundada en el más excéntrico de los poderes. La familia perdió influencia después de la Revolución, y doña Zarina Ycaza de Laborde se refugió en la curiosa ocupación de coleccionar triques, chunches y sobre todo revistas. Cuanta muñeca (o muñeco) de moda apareció, tratárase de Mamerto el Charro o Chupamirto el Peladito, del Capitán Tiburón o Popeye el Marino, ella lo rescató del olvido, llenando todo un armario de esos popeyes rellenos de algodón, reparándolos, cosiéndolos cuando las entrañas se les salían.

Tarjetas postales, anuncios de películas, cajetillas de cigarros, cajitas de cerillos, corcholatas de refrescos, revistas de monos, todo lo acumuló doña Zarina con un celo que desesperaba a sus hijos y aun a sus nietos, hasta que una compañía norteamericana de memorabilia le compró su edición completa de las revistas Hoy, Mañana y Siempre por cincuenta mil dólares (cifra redonda) y todos abrieron los ojos: en sus cajones, en sus armarios, la anciana lo que guardaba era una mina de oro, la plata del recuerdo, las joyas de la memoria… ¡Era la Zarina de la Nostalgia!, dijo el nieto más culto.

Se le nublaba la mirada a doña Zarina mirando afuera de la casa a la calle de Río Sena. Si se hubiera conservado la ciudad como ella conservó la muñeca de la Ratoncita Mimí… Pero de eso más valía ni hablar. Ella se quedó aquí y asistió a la muerte paradójica de una ciudad que mientras más crecía más disminuía, como si la ciudad de México fuese, ella misma, un pobre ser que nació, creció y, fatalmente, se murió… Volvió a clavar las narices en los tomos coleccionados de Chamaco Chico y no esperó que nadie escuchara, o entendiera, su lapidaria frase: —Plus ça change, plus c'est la méme chose…

La familia se refugió en el Servicio Diplomático para ganarse la vida con decencia y mantener sus costumbres, su cultura y aun, ilusoriamente, sus blasones. En París, el padre de Michelina fue comisionado para acompañar al entonces joven diputado Leonardo Barroso y con cada copa de Borgoña, con cada comilona en el Grand Véfour, con cada excursión a los castillos del Loira, la gratitud de don Leonardo hacia el agregado diplomático de vieja familia fue creciendo hasta extenderse, primero a su esposa y en seguida a su hija recién nacida. No lo pidieron ellos; lo ofreció él mismo:

—Déjenme ser padrino de la chamaca.

Michelina Laborde e Ycaza: la capitalina. Ustedes la conocen de tanto aparecer en las páginas a colores de los periódicos. Un rostro clásico de criolla, piel blanca pero con sombra mediterránea, oliva y azúcar refinada, simetrías perfectas de los ojos largos, negros, protegidos por párpados de nube y una ligerísima borrasca de las ojeras; simetría de la nariz recta, inmóvil, y vibrante sólo en las aletas inquietas e inquietantes, como si un vampiro tratase de escapar de la noche encerrada dentro de ese cuerpo luminoso. También los pómulos, en apariencia frágiles como una cáscara de codorniz detrás de la piel sonriente, intentaban abrirse más allá del tiempo de la piel, hacia la calavera perfecta. Y por último, la luenga cabellera negra de Michelina, flotante, lustrosa, olorosa a jabón más que a laca, era, fatalmente, el anuncio estremecedor de sus demás pilosidades ocultas. Todo lo dividía, cada vez, la barba partida, la honda comilla del mentón, la separación de la piel…

Todo esto lo pensó don Leonardo cuando la vio ya crecidita y se dijo en seguida: —La quiero para mi hijo.

Viajada, guapa, sofisticada, la capitalina miró sin asombro los rasgos de la ciudad de Campazas. Su plaza central polvorienta y una iglesia humilde pero orgullosa, de paredes deshechas y portada erguida, labrada, proclamante: hasta aquí llegó el barroco, hasta el límite del desierto. Hasta aquí nada más. Mendigos y perros sueltos.

Mercados mágicamente nutridos y bellos, altoparlantes ofreciendo baratas y arrullando boleros. El imperio del refresco: ¿hay un país que consuma mayor cantidad de aguas gaseosas? Humo de cigarrillos negros, ovalados, fuertemente tropicales. Olor de cacahuate garapiñado.

BOOK: La Frontera de Cristal
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