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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (6 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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Agujeros en la piedra.

El viento cargado de gotas de agua helada le azotaba el rostro y a Niémans le encantaba esa sensación. Pese a las circunstancias, al llegar al pequeño lago había experimentado una inmensa impresión de plenitud. Quizás el asesino había elegido el lugar por esa razón: era un sitio de calma, de serenidad, sin contaminación, sin estridencias. Un lugar donde las aguas de jade aportaban la paz a los espíritus violentos.

El comisario no encontró nada. Prosiguió la búsqueda alrededor del nicho: ninguna huella de clavos de roca. Apoyó una rodilla en el reborde y palpó las paredes interiores de la cavidad. De pronto sus dedos descubrieron un orificio, neto, preciso, justo en el centro del techo de la gruta. El policía pensó brevemente en Fanny Ferreira. Había acertado en su previsión: el asesino, provisto de clavos de roca y poleas, había izado el cuerpo valiéndose sin duda de su propio peso.

Introdujo el brazo, palpó un poco más y descubrió un total de tres cavidades, con marcas de rosca, de una profundidad de veinte centímetros, dispuestas en triángulo, las tres huellas de los pitones que habían sostenido las poleas. Las circunstancias del crimen empezaban a concretarse. Rémy Caillois había sido sorprendido durante su caminata. El asesino lo había maniatado, torturado, mutilado y matado en las alturas solitarias y después había bajado al valle con el cuerpo de la víctima. ¿Cómo? Niémans echó una mirada hacia unos quince metros más abajo, allí donde las aguas se paralizaban en un espejo de laca. Por el torrente. Sin duda el asesino había surcado el río a bordo de una canoa o de una embarcación de ese tipo.

Pero, ¿por qué tanto esfuerzo? ¿Por qué no abandonó el cadáver en el lugar del crimen?

El policía descendió con precaución. Una vez abajo, se quitó los guantes, dio la espalda a las rocas y escrutó esta vez la sombra de la falla en las aguas perfectamente lisas. El reflejo estaba tan quieto como un cuadro. Tuvo una convicción: aquel lugar era un santuario. Tranquilidad y pureza. Y tal vez el homicida lo había elegido por ese motivo. En cualquier caso, el investigador ya contaba con una certidumbre.

Su asesino era un alpinista consumado.

La berlina de Niémans estaba equipada con un transmisor VHF pero el policía no lo utilizaba nunca. Como tampoco utilizaba, para las comunicaciones confidenciales, su teléfono móvil, que todavía era menos discreto. Usaba más bien, desde hacía varios años, un
pager o
receptor de radiomensajes cuyas marcas y modelos variaba de vez en cuando. Nadie podía captar este tipo de sistema que sólo funcionaba con ayuda de un código. Conocía esta astucia por los traficantes parisienses que habían apreciado enseguida la extrema discreción de los radiomensajes. El comisario había dado el número y el nombre del código a Joisneau, Barnes y Vermont. Al subir a su coche, se sacó el estuche del bolsillo y pulsó el teclado. Ningún mensaje.

Puso el coche en marcha y volvió a la universidad.

Eran las once de la mañana; pocas siluetas atravesaban la explanada de un verde incipiente. Algunos estudiantes corrían por la pista del estadio, ligeramente excéntrico respecto del grupo de los bloques de hormigón.

El policía cogió una carretera transversal y se dirigió de nuevo al edificio principal. El inmenso bunker tenía ocho pisos y seiscientos metros de longitud. Aparcó y consultó su plano. Exceptuando la biblioteca, este edificio inmenso agrupaba las facultades de Medicina y de Ciencias Físicas. En los pisos se hallaban las salas de prácticas. En el último nivel se encontraban las habitaciones de los internos. El guardián del campus había marcado con rotulador rojo el número del apartamento ocupado por Rémy Caillois y su joven esposa.

Pierre Niémans pasó de largo las puertas de la biblioteca, que lindaban con la puerta principal, y entró en el vestíbulo del edificio: un espacio de una sola pieza, iluminado por anchos ventanales. Las paredes exhibían frescos
naif,
qué brillaban bajo la claridad matinal, y el fondo del vestíbulo se perdía, a varios centenares de metros más allá, en una especie de pulverulencia mineral. Las dimensiones del lugar eran más bien estalinistas; no tenían nada que ver con la atmósfera de mármol claro y madera oscura de las universidades parisienses. Esto era por lo menos lo que suponía Niémans: nunca había puesto los pies en ninguna facultad. Ni en París ni en ninguna otra parte.

Utilizó una escalera de peldaños de granito suspendidos, cada tramo de los cuales empezaba en forma de horquilla y estaban separados por hojas verticales. Una fantasía del arquitecto, en el mismo estilo abrumador que el resto. Uno de cada dos tubos de neón no funcionaba y Niémans atravesaba zonas de sombra total para reaparecer bajo una luz demasiado fuerte.

Al final accedió a un pasillo estrecho, punteado por pequeñas puertas. Enfiló el oscuro corredor —allí todos los tubos se habían fundido— en busca del número 34, el apartamento de los Caillois.

La puerta estaba entornada.

Con dos dedos, el policía empujó la fina puerta de contrachapado.

Le acogieron el silencio y la penumbra. Niémans se encontraba en un pequeño vestíbulo. Al fondo, una franja luminosa atravesaba el angosto pasillo. La débil claridad permitió al policía observar los cuadros colgados de las paredes. Eran fotografías en blanco y negro que parecían datar de los años treinta o cuarenta. Atletas olímpicos en pleno esfuerzo se retorcían en el cielo o surcaban la tierra en un orgulloso hieratismo. Los rostros, las siluetas, las posturas destilaban una especie de perfección inquietante, una pureza de estatuas, inhumana. Niémans pensó en la arquitectura de la universidad: todo ello formaba un conjunto coherente, y no precisamente alegre.

Bajo estos cuadros, descubrió un retrato de Rémy Caillois. Lo descolgó para verlo mejor. La víctima había sido un hombre apuesto, sonriente, con cabellos cortos y facciones crispadas. La mirada brillaba con un fulgor especialmente alerta.

—¿Quién es usted?

Niémans volvió la cabeza. Una silueta femenina, envuelta en un impermeable, se perfilaba en el fondo del pasillo. El comisario se acercó. Otra mujer joven. También ella debía de tener menos de veinticinco años. Sus cabellos claros, de longitud mediana, encuadraban un rostro estrecho, arrugado, cuya palidez acentuaba sus ojeras. Sus facciones eran huesudas, pero delicadas. La belleza de esta mujer sólo aparecía a destiempo, como el eco de una primera impresión de malestar.

—Soy Pierre Niémans —declaró—. Comisario principal.

—¿Y entra en mi casa sin llamar?

—Discúlpeme. La puerta estaba abierta. ¿Es usted la esposa de Rémy Caillois?

A guisa de respuesta, la mujer arrebató el cuadro de manos de Niémans y lo colocó de nuevo contra la pared. Después se quitó el impermeable y entró en la habitación contigua. Niémans entrevió subrepticiamente un pecho pálido y descarnado por el escote de un viejo jersey.

—Entre —dijo la mujer de mala gana.

Niémans descubrió un salón exiguo, decorado con esmero y austeridad. Pinturas modernas colgaban de las paredes. Líneas simétricas, colores angustiosos, temas incomprensibles. El policía no se fijó en ellas. En cambio, un detalle atrajo su atención: en la habitación dominaba un fuerte olor. A cola. Hacía muy poco que los Caillois habían tapizado las paredes con papel pintado nuevo. Este detalle le oprimió el corazón. Por primera vez se estremeció al pensar en el destino truncado de la pareja, en las cenizas de felicidad que debían de chisporrotear en el fondo del dolor de esta mujer. Comenzó en tono grave:

—Señora, vengo de París. He sido llamado por el juez de instrucción para colaborar en la investigación sobre la desaparición de su marido. Yo…

—¿Tiene ya una pista?

El comisario la observó y tuvo de improviso ganas de romper un objeto, un cristal, cualquier cosa. Aquella mujer estaba transida de dolor pero todavía más de odio contra la policía.

—No tenemos nada por el momento —confesó—, pero espero que la investigación…

—Formule sus preguntas.

Niémans se sentó en el sofá cama, frente a la mujer que acababa de elegir una silla pequeña a bastante distancia de él. Para hacer algo, cogió un almohadón y lo manoseó unos segundos.

—He leído su declaración —contestó—. Ahora sólo quería obtener algunas informaciones complementarias. Mucha gente se dedica a dar grandes caminatas en esta región, ¿verdad?

—¿Cree que hay tantas distracciones en Guernon? Todo el mundo practica el senderismo o el alpinismo.

—¿Los otros excursionistas conocían los itinerarios de Rémy?

—No. No hablaba nunca de ello. Y se iba en las direcciones que más le gustaban…

—¿Eran simples paseos o carreras?

—Eso dependía. El sábado, Rémy había salido a pie, a menos de dos mil metros de altitud. No se había llevado material.

Niémans hizo una pausa y luego fue al fondo de su interrogatorio:

—¿Su marido tenía enemigos?

—No.

El tono equívoco de esta respuesta le incitó a formular otra pregunta que le sorprendió a él mismo:

—¿Tenía amigos?

—Tampoco. Rémy era un hombre solitario.

—¿Qué tipo de relaciones mantenía con los estudiantes, con los que frecuentaban la biblioteca?

—Su contacto con ellos se limitaba a las fichas de salida de los libros.

—¿Nada extraño, estos últimos tiempos?

La mujer no respondió y Niémans insistió:

—¿Su marido no estaba especialmente nervioso, tenso?

—No.

—Hábleme de la desaparición de su padre.

Sophie Caillois alzó la mirada. El color de las pupilas era apagado, pero el dibujo de las pestañas y las cejas, espléndido. Esbozó un encogimiento de hombros.

—Murió bajo una avalancha en el 93. Aún no nos habíamos casado. No sé nada concreto sobre ese punto. Rémy no lo mencionaba nunca. ¿Adónde quiere ir a parar?

El policía guardó silencio y examinó la exigua habitación, con los muebles colocados en línea recta. Conocía de memoria esa clase de lugar. Sabía que no estaba allí solo con Sophie Caillois. El recuerdo del muerto aún seguía flotando, como si su alma estuviera haciendo el equipaje en alguna parte de la habitación contigua. El comisario indicó los cuadros de las paredes.

—¿Su marido no guardaba ningún libro aquí?

—¿Por qué hacerlo? Trabajaba todo el día en la biblioteca.

—¿Era allí donde preparaba su tesis?

La mujer asintió con un breve movimiento de cabeza. Niémans no dejaba de observar aquel rostro bello y duro. Le sorprendía haber conocido en menos de una hora a dos mujeres tan atractivas.

—¿Sobre qué versaba su tesis?

—Sobre los Juegos Olímpicos.

—No es muy intelectual.

Sophie Caillois adoptó una expresión desdeñosa.

—Su tesis trataba de las relaciones entre la prueba y lo sagrado. El cuerpo y el pensamiento. Estudiaba el mito del
athlon,
el hombre original que aseguraba la fecundidad de la Tierra con su propia fuerza, con los límites transgredidos por su propio cuerpo.

—Discúlpeme —dijo Niémans—, conozco poco las cuestiones filosóficas… ¿Tiene esto relación con las fotografías del pasillo?

—Sí y no. Son clisés extraídos de una película de Leni Riefenstahl sobre los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín.

—Estas imágenes son impresionantes.

—Rémy decía que esos juegos habían recuperado el vínculo profundo de Olimpia, aunar el cuerpo y el pensamiento, el esfuerzo físico y la expresión filosófica.

—En ese caso concreto se trataba de la ideología nazi, ¿no es así?

—Mi marido se burlaba de la naturaleza del pensamiento expresado. Le fascinaba esa única fusión: la idea y la fuerza, el espíritu y el cuerpo.

Niémans no entendía nada de esta especie de galimatías. La mujer se inclinó y dijo de repente, con violencia:

—¿Por qué le han enviado aquí? ¿Por qué a un hombre como usted?

Hizo caso omiso de la agresividad de la observación. Durante sus interrogatorios usaba siempre la misma técnica, inhumana y fría, basada en la intimidación. Era inútil, cuando uno era policía —y sobre todo, cuando se tenía su facha—, jugar con los sentimientos o con la psicología de bazar. Preguntó con voz autoritaria:

—A su juicio, ¿existía una razón para estar resentido con su marido?

—¿Usted delira o qué? —exclamó ella—. ¿No ha visto el cuerpo? ¿No comprende que el asesino de mi marido es un maníaco? ¿Que Rémy fue sorprendido por un loco? ¿Un maníaco que se cebó en él, que le golpeó, torturó y mutiló hasta el fin?

El policía respiró profundamente. De hecho, pensaba en aquel bibliotecario silencioso, descarnado, y en esta mujer agresiva. Una pareja como para helar la sangre a cualquiera. Inquirió:

—¿Cómo era su convivencia?

—¿Qué coño le importa eso?

—Se lo ruego, contésteme.

—¿Soy sospechosa?

—Sabe bien que no. Por favor, respóndame.

La joven le lanzó una mirada lapidaria.

—¿Quiere saber cuántas veces follábamos por semana?

Niémans sintió que se le ponía carne de gallina.

—Coopere, señora. Yo hago mi trabajo.

—Largo de aquí, policía de mierda.

Sus dientes no eran blancos y, sin embargo, el contorno de los labios era delicioso, conmovedor. Niémans miró fijamente aquella boca, los perfiles agudos de los pómulos, de las cejas, que resplandecían a través de la palidez apagada del rostro. Poco importaba el resplandor de la tez, el color de los ojos, todas esas ilusiones de luces y de tonos. La belleza era una cuestión de línea, de esbozo. De pureza incorruptible. El policía no se movió.

—¡Largo de aquí! —gritó la mujer.

—Una última pregunta. Rémy vivió siempre en la universidad. ¿Cuándo hizo el servicio militar?

Sophie Caillois se quedó rígida, desconcertada por la pregunta. Cruzó los brazos, como bruscamente asaltada por un frío interior.

—No lo hizo.

—¿Le declararon inútil?

Ella asintió, bajando la cabeza.

—¿Por qué motivo?

Los ojos de la mujer se clavaron de nuevo en el comisario.

—¿Qué busca?

—¿Por qué motivo?

—Algo psiquiátrico, creo.

—¿Sufría trastornos mentales?

—Pero, ¿de dónde sale usted? Todo el mundo intenta que lo declaren inútil por motivos psiquiátricos. Eso no quiere decir nada. Uno finge, dice cualquier cosa y le declaran inútil.

Niémans no añadió nada, pero todo su ser debía expresar una sorda desaprobación. La mujer miró de repente su corte a cepillo, su sobria elegancia, y sus labios se arquearon en una mueca de disgusto.

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