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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Peligro Inminente (2 page)

BOOK: Peligro Inminente
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Me extrañó un poco verle levantarse en aquel momento y descender los dos escalones que separaban el jardín de la terraza. Y precisamente en aquel instante, mientras él bajaba, casi le salió al encuentro una señorita muy esbelta.

Apenas tuve tiempo de recibir la impresión de un conjunto de rara elegancia, cuando mi atención hubo de volverse de nuevo a mi amigo, que, por no haber mirado bien dónde ponía el pie, cayó pesadamente contra las raíces muy salientes de un árbol.

Se había desplomado muy cerca de la joven, por lo cual ella y yo acudimos con la misma prontitud a inclinarnos sobre él. Y yo le atendía a él solo, como es natural, y, sin embargo, tuve por un instante la percepción de una abundante cabellera castaña y del oscuro azul de los ojos maliciosos puestos en nosotros.

—Le pido mil perdones, señorita —balbució Poirot—. Su amabilidad me confunde... ¡Ay!... Me he torcido un pie... Pero no será nada... Pasará... Si quisieran ustedes ayudarme; usted, Hastings, por un lado y la señorita por el otro... Si no es muy indiscreto lo que les pido...

Sostenido por nosotros, volvió a subir cojeando a la terraza y de nuevo tomó asiento en la silla abandonada poco antes.

Le propuse que llamase a un médico, pero no quiso oír hablar de eso.

—No es nada. Una simple torcedura. Y eso que me duele bastante... ¡Ay!... —al breve lamento, añadió casi inmediatamente—: ¡Bah! Dentro de diez minutos ya no pensaré en ello. Señorita, no sé cómo agradecerle... Tenga la bondad de sentarse, por favor.

Asintió la joven y se sentó.

—No será nada —dijo luego—. Pero no debiera usted dejar de llamar al médico.

—Ya pasará. Es una bagatela, un pequeño dolor, que, con el placer de su compañía, casi no lo siento.

—Muy bien —dijo riendo la señorita.

—¿Tomará usted un aperitivo? —pregunté yo en aquel momento—. Es la hora más a propósito, me parece.

—Pues bien, sí, acepto, muchas gracias.

—¿Un Martini?

—Sí, con mucho gusto. Un Martini.

Me fui. Cuando volví, después de encargadas las bebidas, encontré muy empeñada la conversación entre ella y Hércules.

—Figúrese, Hastings —me dijo inmediatamente mi amigo—, que aquella casa que está en el extremo de la punta del espolón y que tanto hemos admirado pertenece a esta señorita.

No recordaba yo haber admirado ni siquiera haber visto la casa de que me hablaba. Pero, naturalmente, seguí la cosa, y en refuerzo de los elogios oídos ya seguramente por la señorita, exclamé:

—¿De veras? Es muy original su nido. Parece una roca dominadora, aislada, imponente.

—La llaman La Escollera. Le tengo bastante cariño, a pesar de lo poco que vale. Es tan vieja, que se cae en pedazos.

—¿Es acaso la señorita la última superviviente de un antiguo apellido?

—No, pero sí de una familia noble... De trescientos años a esta parte, siempre ha habido Buckleys en Saint Loo. Hace tres años perdí el único hermano que tenía, así que soy en realidad la última de nuestra familia.

—¡Triste destino! ¿Y vive usted sola en La Escollera, señorita?

—Suelo parar poco en Saint Loo. Y cuando estoy en casa, tengo siempre un séquito de alegres amigos.

—Es usted modernísima, señorita. Y figúrese. Yo me imaginaba su vida muy recogida en un palacio antiguo, misterioso, sobre el que pesase alguna maldición familiar...

—¡Qué férvida fantasía la suya! No: La Escollera no alberga fantasma alguno... O a lo sumo alberga uno benéfico. En tres días consecutivos me he librado tres veces de la muerte. Casi podría creer en una protección sobrenatural.

Poirot se incorporó en su silla.

—¿Que se ha librado tres veces de la muerte? Cuénteme, señorita; le suceden cosas interesantes.

—No; no se trata de casos espectaculares. Simples incidentes...

Movió vivamente la cabeza para espantar una avispa y añadió en tono atrevido:

—¡Malditos bichos! Debe de haber un nido por aquí cerca.

—Se ve que las abejas y las avispas no le son muy simpáticas. ¿Le han picado a usted alguna vez?

—No; pero detesto oírlas zumbar casi en mi cara.

En aquel momento llegaron las bebidas. Alzamos los vasos, abandonándonos al cambio de las frases de rigor, las rituales.

—Tengo que irme al hotel para estar allí a la hora del aperitivo —dijo miss Buckleys—. Si no, creerán que me he perdido por el camino.

A Poirot le picaba la garganta cuando dejó el vaso.

—Cuánto preferiría —balbució— una buena taza de chocolate. Pero eso no entra en las costumbres inglesas... En cambio, tienen ustedes en Inglaterra algunos usos muy agradables... Así, las señoritas se ponen y se quitan el sombrero... de un modo tan gracioso... Con tanta facilidad.

La muchacha abría mucho los ojos.

—¿Qué mal hay en ello? ¿Por qué no habíamos de hacerlo?

—Usted habla así porque es joven, señorita, muy joven. Para mí, un sombrerito normal sigue siendo una cosa alta y rígida, fijada con largos alfileres... aquí..., aquí..., aquí.

Hércules subrayaba con alegre mímica sus palabras.

—Ya; pero ésas no son cosas prácticas.

—Estoy convencidísimo de ello. Ninguna mártir de la moda hubiera podido protestar con más eficaz acento. Los días de viento, los sombreros rígidos debían de ser un verdadero tormento, una causa segura de jaqueca.

Miss Buckleys se descubrió y tiró el sombrero al suelo.

—Y ahora hacemos esto —exclamó riendo.

—Y es cosa sensata y graciosa —respondió Poirot con una ligera inclinación.

Miraba yo atentamente a la muchacha. Con los cabellos un poco revueltos en aquel momento, me recordaba, Dios sabe por qué, un gnomo, un pequeño espíritu. Algo melancólico emanaba de toda su persona, de su rostro pequeñito, de los grandes ojos de un azul oscuro; algo así como un efluvio indefinido e indefinible. ¿Soplaba tal vez en torno suyo alguna brisa de inquietud? Bajo los ojos tenía unas sombras oscuras.

La terraza en que estábamos sentados era poco concurrida. La otra terraza, la mayor, preferida de los demás, extendíase detrás, y precisamente hacia el sitio de la alta ribera que dominaba el mar.

De detrás de la esquina venía un hombre de faz colorada y que, por su andar oscilante y el modo de llevar los puños casi cerrados y los brazos caídos, revelaba a primera vista un hombre de mar.

—No acierto a comprender dónde se ha metido —decía, con voz que se oía fácilmente desde donde nosotros estábamos—. ¡Esa! ¡Esa!

Miss Buckleys se levantó.

—Esperaba verle impacientarse... Aquí me tiene, George.

—Frica está rabiando porque falta usted al aperitivo. Venga, pues, al momento.

Dirigió a Poirot, a quien seguramente consideraba muy distinto de los demás amigos de la muchacha, una mirada de franca curiosidad.

La joven esbozó una presentación.

—El comandante Challenger, el...

Con gran sorpresa mía, Hércules no pronunció su nombre. Se levantó, saludó con mucha ceremonia y dijo sentenciosamente:

—¿Oficial de la Marina inglesa? Siento gran simpatía por la Armada inglesa.

Los ingleses no suelen buscar cumplidos de esa clase. El comandante Challenger se sonrojó, mientras Esa Buckleys tomaba el mando de la situación.

—¡Pronto, pronto, George! No se entretenga, que Frica y Jim nos esperan.

Y volviéndose sonriente a Poirot, añadió:

—Mil gracias por el aperitivo. Espero saber pronto que ya tiene usted el pie curado.

Después de dirigirme a mí un saludo, apoyó la mano en el brazo del marino y se marchó con él, desapareciendo por la esquina de la casa.

—He aquí, pues, uno de los amigos de la muchacha —balbució Hércules—, uno de la alegre cuadrilla.

Y volviéndose a mí, añadió, mirándome:

—¿Qué me dice usted de él, Harold? Expóngame su juiciosa opinión. ¿Le parece un buen chico?

Para tener tiempo de decidir el exacto significado de las palabras «buen chico» en la mente de Poirot, contesté evasivamente:

—Parece una buena persona, por lo que se puede descubrir con una simple ojeada.

—Yo me pregunto... —murmuró Hércules.

La muchacha se había olvidado el sombrero. Poirot se inclinó, lo recogió y empezó a darle vueltas alrededor de un dedo.

—¿Cree usted que ese individuo la quiere bien?

—¿Cómo quiere usted que yo lo sepa? Déme ese sombrero. La muchacha lo necesitará, y voy a llevárselo.

En vez de acceder a mi petición, mi amigo seguía haciendo girar lentamente el fieltro.

—Espérese, que esto me entretiene; no corre prisa...

—Hombre...

—Envejezco, chocheo, ¿verdad?

Esas palabras eran exactamente las que me cruzaban por la imaginación, por lo que me disgustó oír con tanta claridad mi pensamiento.

—No, no tema. Aún no chocheo. Devolveremos el sombrero a su dueña, claro está, pero no ahora. Se lo llevaremos a La Escollera, y de ese modo tendremos ocasión de volver a ver a la graciosísima miss Buckleys.

—¿Se ha enamorado usted de ella?

—¿Le parece a usted de veras una joven hermosa?

—¿Por qué me lo pregunta? Bien la ha visto usted.

—Porque desgraciadamente yo no soy juez en la materia. A mí, ahora, todo lo que es joven me parece bello. Es la tragedia de quien ha pasado de la juventud. En cambio, usted puede juzgar; se comprende que sus juicios puedan ser algo atrasados, pues aún tiene usted ante los ojos los figurines de hace cinco años: ha permanecido usted mucho tiempo en la Argentina. ¿Es una joven bella? ¿Atractiva? ¿Cree usted que un hombre puede perder por ella la cabeza?

—Yo diría que sí... Pero ¿cómo se apasiona usted tanto por esa chiquilla?

—¿Apasionarme yo?

—Basta oírle hablar.

—Se equivoca, querido. Me interesa miss Buckleys, es verdad; pero me interesa muchísimo más su sombrero.

Le miré estupefacto: ¿hablaba en serio? Poirot movió la cabeza.

—Sí, Hastings; este sombrero.

Alargó el brazo para que mirase de cerca el sombrerito y me preguntó:

—¿Ve usted ahora la razón de mi interés?

Con gran asombro repuse:

—Es un sombrero bonito, pero que no tiene nada de particular... He visto iguales a éste en infinidad de mujeres.

—¿Iguales a éste? Ninguno.

Lo examiné más detenidamente.

—¿No lo ve usted? —insistió Poirot.

—Veo un modelo de fieltro oscuro, de elegante diseño...

—¡Dale! No le pido que me lo describa. Es evidente que usted no ve: no sabe ver. Yo lo observaría sabe Dios cuántas veces y siempre con el mismo asombro. Pero mire bien, tontuelo. En este caso, no hace falta gran desperdicio de sustancia gris: basta tener ojos. Mire, mire...

Y por último, discerní la incongruencia acerca de la cual quería llamarme la atención. El sombrerito giraba lentamente alrededor de un dedo de mi amigo, y este dedo estaba metido en un orificio practicado en la tela. Cuando Hércules se convenció de que había adivinado su pensamiento, retiró la mano y me hizo examinar el agujero. Su contorno era muy claro y precisamente circular y no comprendía yo su utilidad.

—¿Ha observado usted el miedo que le daban a la señorita las avispas? ¿Ve usted... el agujero del sombrero?

—¡Qué tontería! Una avispa no perfora de ese modo el fieltro.

—Es muy cierto, Hastings; ¡qué perspicaz es usted! Una avispa, no; pero una bala de revólver, sí.

—¿Una bala?

—Sí, como ésta.

Me tendió una mano, en cuya palma había un minúsculo objeto.

—Mire; esto cayó en la terraza hace un instante, mientras hablábamos.

—Así, usted cree...

—Creo que si hubiera dado dos centímetros más abajo, la bala hubiese perforado, no el fieltro, sino la cabeza de la joven. ¿Comprende usted qué es lo que me interesa? Sí; tenía usted razón al decirme que no hubiera debido yo emplear la palabra «Imposible». Somos criaturas humanas, sí. Pero se equivocó de medio a medio el criminal que tomó por blanco a su víctima cuando ésta pasaba a pocos metros de distancia de Poirot. No le arriendo la ganancia... Y ahora comprenderá usted seguramente por qué tenemos que ir a La Escollera y trabar amistad con miss Buckleys. Ha escapado de tres atentados en tres días consecutivos, ella misma nos lo ha dicho; así, pues, hay que obrar pronto, Hastings: el peligro es inminente. No podemos perder tiempo.

Capítulo II
-
La Escollera

—Hércules —dije a mi amigo mientras comíamos en una mesita junto al hueco de una ventana—, he reflexionado...

—Magnífico ejercicio...

—Escúcheme: el pistoletazo lo dispararon muy cerca de nosotros y, sin embargo, no oímos ninguna detonación.

—Y cree usted que hubiéramos debido oírla en la solemne quietud interrumpida únicamente por el leve ruido de la resaca.

—Cuando menos el hecho es algo extraño, ¿verdad?

—Yo creo que es muy fácil de explicar. Aquí nos hallamos muy cerca de ciertos ruidos y por eso no se perciben otros. Durante toda la mañana han cruzado por el golfo vapores. Al principio, usted mismo se lamentaba del estrépito que armaban al pasar, y poco después, ya ni siquiera lo advertía. Ya ve usted. En el ruido próximo de uno de esos vapores casi se perdería hasta el estruendo de un cañonazo.

—Es verdad.

Poirot bajó la voz para decirme:

—Ahí viene la muchacha con su séquito. Por lo visto almorzarán en la fonda. No podemos tardar en devolverle el sombrero. Pero no importa. El caso es lo bastante serio para justificar una visita
a La Escollera
.

Se levantó gallardamente, cruzó con rapidez la estancia, y con una inclinación entregó el sombrero a la muchacha, que en aquel momento iba a sentarse a la mesa, al lado de sus amigos.

Era un cuarteto compuesto de Esa Buckleys, el comandante Challenger y de otra pareja. No podíamos verlos bien; pero de cuando en cuando nos llegaba la rumorosa risa del oficial de la Marina. Éste me parecía un alma sencilla y amable, un individuo simpático.

Poirot permaneció taciturno y distraído todo el tiempo de la comida. Se entretenía con las migas, hablaba a medias palabras y no dejaba en su sitio los platos ni los cubiertos sobre la mesa. Después de intentar yo varias veces reanudar la conversación, acabé por renunciar a ella. Hércules se quedó sentado largo rato después de tomados los postres. Se levantó en cuanto los otros dejaron el comedor y los siguió a la galería. Antes que se acomodaran alrededor de una mesa, los alcanzó y preguntó a miss Esa:

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