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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla

BOOK: Una voz en la niebla
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Algún día sucederán cosas terribles. A partir de entonces, nada volverá a ser como antes. Una misteriosa ciudad francesa cubierta por la niebla. Un comisario recién llegado. Un niño con poderes extrasensoriales. Una serie de enigmáticas muertes. Los ingredientes de una novela de intriga asombrosa con un toque fantástico que nos recuerda los mejores thrillers terrorífcos del gran Stephen King. Un thriller que combina lo mejor del género de intriga y la ficción fantástica, con personajes cuidados, complejos, que evolucionan con la trama y que confieren veracidad a la obra. Un ritmo vertiginoso, al más puro estilo de Hollywood.

La ciudad de Laville-Saint-Jour es un pequeño paraíso. A ella llega, desde París, el comisario Bertegui con su familia. A un lugar en el que hace años desaparecieron una serie de niños, donde sucedieron cosas terribles y que ahora parece sumergida en la normalidad, en la calma.

La muerte de una anciana, de un supuesto infarto, sorprende por el gesto de horror que muestra su rostro, y abre una serie de extraños hechos que parecen no tener conexión entre sí.

Un niño de doce años, que acaba de mudarse a Laville con sus padres, comienza a recibir extraños mensajes en su ordenador, firmados por su hermano pequeño, muerto en un trágico accidente.

Nadie llega a Laville-Saint-Jour porque sí, todo tiene un propósito. “Lo que la ciudad quiere, la ciudad lo obtiene. A cualquier precio. Y la ciudad sólo quiere una cosa: sangre. Es de la sangre de donde extrae su fuerza”.

Una densa niebla cubre la villa.

Y en ella aguarda un mal que nunca duerme.

Laurent Botti

Una voz en la niebla

ePUB v1.0

Sarah
29.06.12

Título original:
Un jour, des choses terribles…

Laurent Botti, 2009.

Traducción de Alfonso Sebastián Alegre

Ilustraciones interior: S.J.F.T.

Editor original: Sarah (v1.0)

ePub base v2.0

A Jean-Pierre Botti,

pintor de gran talento

y hombre de bien,

a quien echamos de menos.

PRIMERA PARTE

Algún día, Laville…

Prólogo

Algún día ya nada será como antes

E
l accidente de Jules fue el comienzo de todo. Sucedió una hermosa tarde de abril, uno de esos días que te pillan por sorpresa y te recuerdan que el verano y las vacaciones están a la vuelta de la esquina.

Unos días antes, Caroline Moreau recibió a su hijo Bastien, que volvía del colegio, con una rebanada de pan con Nutella y, colocado sobre un caballete en medio de la cocina, un nuevo lienzo.

—¿Qué opinas de él, tesoro?

A Bastien no le sorprendió. Desde que nació su hermano pequeño, dieciséis meses atrás, su madre trabajaba a media jornada y a menudo aprovechaba las tardes para pintar. Bastien sabía que había estudiado pintura justo antes de quedarse embarazada («Nuestros años artísticos», como decía junto a su amiga Olga, con quien había compartido esa época; la recordaban con frecuencia; a Bastien le gustaba escuchar cómo estallaba la risa blanca y cálida de su madre cuando Olga acudía a casa).

Apenas hubo tirado por ahí la cartera, con la rebanada de Nutella en la mano, se concentró unos momentos en la contemplación de la composición en violeta y amarillos que se hallaba en el caballete: una mancha borrosa, de contornos indefinidos y suaves, característica del estilo de Caroline Moreau (francamente raro a ojos de su hijo). No sin vacilar algo, pues no quería ofenderla e intuía vagamente que su reacción resultaría ambigua, respondió con una pregunta que le venía rondando desde hacía ya varios meses:

—¿Por qué no pintas gatos, o peces, o personas… como todo el mundo?

Caroline, que estaba al lado del cuadro, se apartó un poco para contemplar mejor su obra y sonrió con ese característico gesto que tan bien le conocía su hijo: parecía estar en la habitación, y al mismo tiempo, en otra parte, poseedora de secretos que solo ella conocía…

—Pero si es exactamente eso lo que pinto —respondió soñadora—. Gatos, o peces, o personas. Solo que es como las nubes: ves lo que quieres ver…

Es como las nubes: ves lo que quieres ver…

Esta frase impresionó a Bastien. Se quedó mucho rato mirando el cuadro fijamente y, de pronto, entrevió un árbol oculto en la mancha. Debía de tener colgado un columpio. O un neumático… Parecía que estuviera esperando a un niño.

—¿Adivinas algo? —le preguntó su madre.

Se volvió hacia ella con el rostro radiante:

—Sí, veo… Hay…

—Shhh. No tienes que decírmelo. Eso es para ti solo.

Y salió de la cocina, dejándolo maravillado ante esa verdad mágica: en todos los lienzos de su madre, se escondía otro, el que cada uno creaba al contemplarlo. Esa revelación le produjo una especie de euforia. De pronto, se sintió crecer varios centímetros en pocos minutos… Madurar uno o dos años, cuando se tienen nueve, es un montón.

Más tarde, cuando los cuadros hubieron ardido, cuando todo hubiera desaparecido, se acordaría siempre de ese momento con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos: el último recuerdo vivido de una época en que su vida aún era normal.

El domingo siguiente a aquella revelación, Caroline asomó la cabeza por la habitación de su hijo poco después de comer:

—¿Y si nos vamos de paseo hoy, que hace un sol tan bueno?

La proposición de su madre le sorprendió. A veces, los domingos. Bastien salía a patinar con su padre, pero tales momentos escaseaban desde el nacimiento de Jules: Caroline Moreau aprovechaba la presencia de su marido para confiarle al pequeño y encerrarse con lienzos y pinceles en la cocina. De hecho, la mayor parte del tiempo, Bastien pasaba sus fines de semana con Patoche, que vivía dos pisos más arriba, elegido oficialmente su «mejor amigo». Jugaban al Risk, con las cartas Magic o, según el día que hiciera, al ping-pong en la plazoleta que había al pie del blanco y coqueto complejo residencial Les Feuillades, donde se encontraba su piso.

Pero ese domingo, Patoche había salido con su madre (acontecimiento totalmente excepcional, pues «la señora Patoche» se pasaba todo el día repantigada, con una bata rosa inmemorial, pegada a la tele) y Daniel Moreau, que se dedicaba a promocionar antidepresivos entre los médicos por cuenta de un gran laboratorio, se había ido a un seminario de representantes de laboratorios en algún lugar al sol. Por eso, Bastien ya se había resignado, a pesar del tiempo radiante que hacía, a quedarse solo con sus cartas Magic, la tele, la Xbox…

No le había dado apenas tiempo de responder cuando su madre volvió a insistir:

—Podrás probar los patines nuevos que te compró tu padre…

Unos minutos después, se lanzaba a saborear la libertad de deslizarse con unos patines nuevos de sonido liso, puro, metálico, sobre el asfalto. Detrás de él, su madre paseaba a Jules en un nuevo cochecito «sport» adquirido al mismo tiempo que los patines («Así, podremos llevarlo con nosotros los domingos a los
quais
[1]
había aclarado su padre).

Por el camino, Bastien intentó hacer algunas figuras, dio vueltas alrededor de su madre y de Jules —que pataleaba alterado, visiblemente impaciente por imitar a su hermano—, se cayó, se levantó, retomó sus piruetas para tratar de impresionarla, a ella y a los paseantes con que se cruzaba.

A pocos metros del parque de las Buttes-Chaumont, se detuvieron a petición de Bastien ante un quiosco pintado todo de blanco y rosa, donde vendían crepes, helados y algodón dulce.

El hombre del quiosco, vestido de blanco de pies a cabeza como si fuera un panadero, le guiñó el ojo:

—Vaya, vaya, tienes una mamá guapa de verdad, ¿eh? No es habitual tener una mamá así, ¿eh?

Bastien guardó silencio. Sabía que entre esas palabras siempre se deslizaba algo más que un simple piropo… Como sabía que su madre era guapa… pero no solo como lo creen todos los niños pequeños, sino también porque lo había oído siempre y en todas partes: «Qué guapa es tu madre…», «¡Oh! Qué guapa es Caroline…».

—¿Sabes a quién se parece tu mamá? —le preguntó alargándole el cucurucho—. A una actriz. ¿Se lo ha dicho ya alguien, señora?

Bastien cogió el helado, alzó los ojos hacia su madre… Se había ruborizado y metía la cabeza en el bolso para rebuscar algo de dinero suelto.

De pronto, alguien gritó:

—Pero ¿adónde ha echado a correr ese? ¡Eh! ¡Cuidado!

Bastien y su madre se giraron a la vez para descubrir a Jules, que se había escapado de su carrito y trotaba, escabulléndose como una lagartija. Hacia la calzada.

Caroline Moreau lanzó un grito. Soltó su bolso, desparramándose por la hierba las mil cosas que atesoraba en él, y se lanzó a la carrera. Bastien se quedó clavado en el sitio, petrificado, con los patines calzados, y rodeado de barras de labios y papeles, y pensó: «A Jules lo arrastra su propio peso; y es eso mismo lo que lo va a salvar. En un segundo, se caerá. Justo antes de la carretera… Se va a hacer daño, va a llorar, pero se caerá justo antes de la carretera».

Y eso fue casi lo que sucedió. La calle estaba un poco en pendiente y a Jules se le acabó la acera. Rodó casi un metro antes de detenerse finalmente. Más allá de la alcantarilla. En la calzada.

Y Jules no tuvo tiempo de echarse a llorar. Ni tampoco Bastien de respirar. Porque entonces apareció.

No sabía de dónde había salido. Según la curva que había trazado, sin duda, del otro lado de la calle. Un Mercedes azul noche, brillante, que debía de proceder de un garaje, enorme, embalado a toda velocidad.

Caroline Moreau había recorrido la mitad del camino cuando vio el coche. Entonces sucedió lo increíble: el coche aceleró. Dio un volantazo en dirección al bebé. La gente chilló y Caroline se lanzó directa hacia su hijo. Cayó como un saco, alargó el brazo para agarrar a Jules: sus dedos se cerraron en el vacío, a unos veinte centímetros de la camisetita azul.

Sorprendentemente, Bastien se vio asaltado por este fugaz pensamiento, que pasó por su mente como un relámpago sin que apenas se diera cuenta: «Si fuera Harry Potter, haría levitar el coche. O a Jules… O me montaría en una escoba y lo rescataría al vuelo…».

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