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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (2 page)

BOOK: 13 balas
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Los agentes del SWAT se comunicaron por signos. Uno de ellos pasó a la acción y apuntó a la nuca de Lares con el revólver para dispararle al tronco encefálico, un tradicional tiro de gracia. Estaba apuntando al sitio equivocado, aunque en aquel momento pensé que no importaba. El cuerpo de Lares no presentaba marcas de disparo visibles (debían de haber cicatrizado en el acto), pero no se movía. El agente se acercó y le dio un puntapié en la pierna, extremadamente musculosa.

Lares se revolvió hacia un lado de improviso, mucho más rápido de lo que puede moverse un ser humano. Hincó una rodilla en el suelo y se agarró al brazo del agente para ponerse en pie. No tuvo ningún problema en tocar las cruces. Finalmente el agente reaccionó, se llevó el MP5 al hombro y se agachó en posición de disparo. Lares le agarró el casco con las dos manos y lo desenroscó. La cabeza del policía se desprendió de su cuerpo junto con el casco.

El agente decapitado se mantuvo en perfecta posición de disparo durante un segundo. Del cuello cortado manaba un chorro de sangre en forma de arco, como si fuera una fuente. Lares se inclinó y empezó a beber de ella a lametones; la sangre le salpicó la cara y el pecho. Se estaba burlando de nosotros. Se estaba riendo de nosotros en nuestra puta cara.

—Tenemos una baja! ¡Repito, tenemos una baja! —empezó a exclamar el líder del SWAT, por la radio, pero Lares ya se había levantado y se dirigía hacia él. Se abrió camino entre el resto de agentes en un solo movimiento, desgarrando sus chalecos con los dedos, la boca devorando el cuello del líder. Aquellos dientes de tiburón desgarraron a mordiscos el collarín protector del mando del SWAT. También le hincó el diente a una cruz de madera y la hizo pedazos. Tomé nota mentalmente de que lo de las cruces era un mito.

Los agentes del SWAT caían uno tras otro y yo no podía hacer otra cosa que mirar. No podía hacer otra cosa que observar. Alcé el arma justo cuando Lares se daba la vuelta y se abalanzaba sobre nosotros. De no ser porque podría haberle dado a Webster, habría disparado. Lares fue muy rápido. Se agachó, se lanzó sobre Webster y lo agarró por la cintura. Mi compañero aún estaba intentando cargar el revólver.

Le arrancó una pierna de cuajo. Lo hizo con la boca. Había sangre por todas partes y Lares bebió toda la que le cupo entre pecho y espalda. Pasó un larguísimo y horrible segundo antes de que Webster empezara a gritar. Le dio tiempo a mirarme, y en su rostro vi tan sólo una expresión de sorpresa.

Cuando Lares terminó de comer, se irguió y me dedicó una sonrisa. Su cuerpo medio desnudo estaba embadurnado de sangre. Tenía los ojos enrojecidos y de pronto sus mejillas sonrosadas irradiaban salud. Se inclinó sobre mí. Medía por lo menos dos metros, y era mucho más alto que yo. Se agachó y me puso las manos sobre los hombros.

Me clavó la mirada y yo no pude apartar los ojos. Me fallaron los músculos de la mano con la que sujetaba el revólver y éste se me quedó colgando de un dedo. Lares me estaba debilitando, no sé cómo pero me dejaba sin fuerzas. Sentí un hormigueo en el cerebro. Me estaba hipnotizando o algo así, no sé. Podía matarme en cualquier momento. ¿Por qué perdía el tiempo hipnotizándome?

Por encima de nuestras cabezas el helicóptero cruzaba el aire con estruendo. El foco iluminaba a Lares por la espalda y hacía brillar su pelo. Lares entrecerró los ojos como si la luz lo dañara levemente. Me agarró por la cintura y me colocó sobre un hombro, como un saco. Apenas podía moverme. Intenté soltarle un puntapié, golpearle y luchar, pero Lares me apretó con más fuerza, hasta que sentí cómo las costillas me estallaban como una traca. Ya sólo podía respirar.

No me mató. Sus brazos tenían una fuerza tan descomunal que habría podido liquidarme con facilidad, podría haberme estrujado hasta que los intestinos me salieran por la boca. Y, sin embargo, me dejó vivo; supuse que como rehén.

Empezó a correr. Mi cuerpo se balanceaba y rebotaba contra el suyo. Tan sólo podía ver lo que había detrás de nosotros. Lares corría hacia el Strip District, en dirección al río. Cuando planifiqué la misión convencí al Departamento de Tráfico de Pittsburgh para que cerraran el acceso a un gran sector de la ciudad, de modo que las calles quedaran vacías. Quería que el enfrentamiento discurriera en un entorno seguro. Lares debió de haber notado la insólita serenidad de las calles. Abandonó rápidamente el perímetro de seguridad y se mezcló con el tráfico. Los coches hacían eslalon a nuestro alrededor y el vapor de la lluvia emergía de sus focos, como el aliento de un toro embravecido. Las bocinas sonaban sin cesar, me entró el pánico y me encomendé a Dios; si uno de aquellos coches nos atropellaba probablemente Lares sólo sentiría un cosquilleo, pero yo quedaría aplastado, destrozado, machacado.

El dolor, los ojos humedecidos y los deslumbrantes faros de los coches me impedían ver con claridad. Apenas pude tomar conciencia de que Lares había salido corriendo hacia el puente de la calle 16. Sentía el helicóptero encima de mí, me estaba siguiendo, las aspas latiendo en la oscuridad. Noté que Lares flexionaba las rodillas y de repente... nos precipitamos al vacío. El muy cabrón se había arrojado del puente.

Impactamos contra el agua helada del río Allegheny con tata fuerza y a tanta velocidad que debí de fracturarme media docena de huesos. El frío me atravesó de parte a parte, sentí como si me estuvieran apuñalando con estalactitas por todo el cuerpo. Mi corazón empezó a agitarse dentro del pecho y noté cómo se paralizaba mi sistema circulatorio. Lares me arrastró hacia abajo, hacia las oscuras profundidades. Apenas podía ver su rostro blanquísimo, lívido, enmarcado por su oscura melena, que flotaba como un alga muerta. Expulsé todo el aire de los pulmones y a continuación empecé a tragar agua.

Debimos de estar sumergidos tan sólo unos segundos. No habría sobrevivido ni un momento más. Aún recuerdo a Lares pataleando, agitando las piernas bajo el agua. Recuerdo el reflector del helicóptero perdido en la oscuridad: se alejó, se acercó un instante y volvió a alejarse definitivamente... y me quedé a ciegas. Una ráfaga de aire me golpeó en la cara y sentí como si me clavaran una máscara de hielo en el cráneo, pero por lo menos ya podía respirar. Inspiré una enorme bocanada de aire y el frío me atravesó el cuerpo hasta quemarlo. Lares me subió a rastras hasta el interior de una embarcación, que se balanceaba y se inclinaba ruidosamente por nuestro peso. Estaba medio muerto pero aún noté el borde de fibra de vidrio bajo la espalda cuando Lares me arrastró hasta la cubierta.

CAPÍTULO 3

Informe policial elaborado por el Agente especial Jameson Arkeley. 4/ 10/ 83

Lenta y dolorosamente, fui recuperando el calor en los dedos de las manos y de los pies. Al principio la cabeza me daba vueltas y no sabía ni dónde estaba. Me silbaban los oídos. Tenía la sensación de haber estado un paso de la muerte.

Lares se inclinó hacia mí y me palpó las orejas y la boca con los dedos. Me rasgó la camisa por la parte del cuello y el hombro, me examinó las venas y las masajeó para avivar la circulación. Entonces me dejó allí, sin atar y olvidado. No pronunció ni una sola palabra. De pronto me di cuenta de que no me había capturado como rehén. Iba a ser su tentempié de medianoche. Yo le había causado ya bastantes problemas y ahora sentía que tenía que regresar a su territorio, refugiarse. Pero eso no significaba que estuviese hambriento.

Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad casi absoluta de la bodega del barco y empecé a distinguir algunos detalles. Me encontraba en un espacio diminuto que olía a gasóleo y moho. Hacía frío, no tanto como en el río, pero se trataba igualmente de un frío glacial. Supongo que si estás muerto no necesitas calefacción central. En casi todos los rincones había los objetos que suelen encontrarse en un barco: chalecos salvavidas que parecían caramelos de naranja gigantes, un par de remos de aluminio, una lona doblada y trozos de vela. Había cinco ataúdes, apoyados contra la estantería y las cuadernas y tumbados en el suelo. Eran las típicas cajas de madera oscura, alargadas y de seis lados, que le hacen pensara uno en la palabra "ataúd" nada más verlas, aunque no creo que nadie haya fabricado un ataúd de ésos en los últimos cincuenta años. Tenían asas de latón y estaban todos abiertos, de modo que pude ver el tapizado de satén. Uno de ellos estaba vacío. Era el mayor, y a simple vista parecía ser del tamaño perfecto para Lares. Los otros cuatro estaban ocupados.

(Frase incompleta en la fuente original —Error de OCR N.del Conversor) que era imposible reconocerlos. Eran básicamente un montón de huesos unidos por muy poca carne. En algunos aún había antiguas manchas marrones donde se había derramado sangre anterioridad. Uno de ellos tenía una melena blanca y larga como de algodón arrebujado. Otro conservaba un solo ojo, aunque estaba arrugado y seco como una pasa. Aquellos cráneos no parecían humanos. Sus mandíbulas eran fuertes, un hueso macizo lleno de dientes rotos. Bastaba una mirada a aquellas dentaduras para adivinar que se trataba de vampiros. Quizá fueran la familia de Lares, en un sentido perverso. Quizá había una estirpe al completo durmiendo en aquella pequeña y estrecha bodega.

Tenían algo que me ponía la piel de gallina. Tardé mucho tiempo en identificar de qué se trataba: los huesos que había en aquellos ataúdes no estaban muertos. Se movían. Muy poco, de forma casi imperceptible, pero los esqueletos extendían las manos. Los cuellos se alargaban hacia delante. Querían algo. Lo que deseaban desesperadamente y estiraban sus resecos tendones para conseguirlo. Por muy descompuestos y arrasados que estuvieran, aquellos cuerpos aún no estaban muertos y seguían conscientes. Se suponía, si nadie los mataba, los vampiros vivían para siempre. Supongo que eso no significa que tuvieran que conservarse jóvenes. A lo mejor eso era demasiado pedir.

Lares empezó a merodear por el diminuto espacio y su aspecto me llamó la atención. Estaba distinto. Me fijé mejor y me di cuenta de que su pelo rizado debía de ser una peluca; pues ya no lo llevaba y tenía la cabeza tan blanca y redonda como la luna. A ambos lados asomaban unas orejas triangulares; no eran humanas. Por fin veía que aspecto tenía realmente un vampiro.

Y no era agradable.

Lares se arrodilló junto a uno de los ataúdes y apoyó las manos en el borde de madera. Se inclinó encima del esqueleto y le empezó a temblar el torso. No me perdió de vista en ningún momento. Con una sonora arcada vomitó un cuarto de litro de sangre dentro del ataúd, justo encima de la cara del cadáver. Se llevó las manos al estómago y regurgitó de nuevo una y otra vez, hasta que el cráneo quedó bañado en sangre coagulada.

La sangre estaba caliente y la fría bodega se llenó de vapor, que envolvió el cráneo y la caja torácica del cadáver. El vapor se arremolinó alrededor de los huesos como una luz semilíquida y cubrió los restos del vampiro con carne y piel ilusorias. El cuerpo se hinchó y a medida que la sangre caía gota a gota dentro de la boca del cadáver, éste empezó a adoptar una forma vagamente humana.

Lares pasó al siguiente cadáver. Comenzó a toser y los labios le quedaron salpicados de sangre. Como si fuera un pájaro alimentando a sus crías, tosió hasta que le vino un acceso y gruesos hilos de sangre le quedaron colgando de la boca. Allí donde el cadáver entraba en contacto con la sangre, se formaba vapor y de pronto empezó una segunda transformación. La piel, como un papel viejo y mohoso, crujía al tensarse a medida que recubría los despojos del segundo cadáver; era una piel oscura y repleta de cicatrices. El cadáver tenía un tatuaje en el bíceps que rezaba "SPQR" en letras irregulares y chapuceras.

El tono sonrosado que había visto antes en las mejillas de Lares había desaparecido. Éste volvía a estar pálido como la nieve. Si pretendía alimentar a todos sus antepasados iba a necesitar otro donante de sangre, y muy pronto.

La situación pintaba muy negra para mí.

Lares se las arregló para regurgitar sangre por encima de un tercer cadáver tan sólo con la que aún le quedaba. Estaba vomitando muerte. La difunta camarera del restaurante. Los agentes del SWAT que ingenuamente habíamos creído a salvo bajo diez quilos de cruces. Y también estaba vomitando pedazos de Webster, el poli; vomitaba partes de su cuerpo.

Lares se dio la vuelta para mirarme a los ojos. Tiritaba de pies a cabeza. Temblaba y se estremecía. Alimentar a sus abuelos lo había dejado en las últimas. ¿Temblaba tanto antes de saciarse con la sangre de la camarera en el restaurante? Buscó mis ojos, pero yo no dejé que me hipnotizara de nuevo.

Mantuve la cabeza gacha, la mirada fija en mi mano derecha. Aún llevaba el revólver. No me explicaba cómo no se me había caído, mientras Lares me llevaba colgando del hombro, cuando impactamos contra el agua del río cuando el vampiro me había arrastrado hasta el interior de la embarcación. El frío debía de haberme helado la mano hasta el punto de convertirla en una garra maciza alrededor del revólver.

Lares se me acercó tambaleándose. Había perdido la rapidez y sus movimientos eran más bien torpes. Con todo, aún era un vampiro a prueba de balas.

Sabía que no tenía nada que hacer contra él. Los agentes del SWAT lo habían alcanzado en la parte izquierda del tronco con fuego de ametralladora, pero las balas no le habían hecho ni un rasguño. Ni siquiera le habían rozado el corazón, su único órgano vulnerable. A pesar de ello, en aquel momento no podía hacer nada mejor que disparar hasta la última bala que me quedaba.

Descargué el revólver contra el pecho de Lares. Le disparé una y otra vez hasta que el ruido me ensordeció y el destello de los disparos me cegó. Me quedan tres balas en el revólver y se las hundí todas en el pecho. Los proyectiles de punta hueco lo destrozaron y su piel pálida y lívida se esparció en pedazos por toda la bodega. Intentó reírse, pero apenas logró articular un leve siseo, como el aire que se escapa de un neumático pinchado.

Vi su caja torácica abierta por la mitad, al descubierto, despellejada. Le vi los pulmones, fláccidos y exánimes, en el interior del pecho. Se me acercó más. Y entonces lo tuve lo bastante cerca. Extendí el brazo izquierdo y agarré el músculo oscuro y retorcido que en su día había sido su corazón.

Soltó un grito de dolor. Yo también grité. Su cuerpo estaba reparando ya el daño que le había causado, sus células se regeneraban alrededor de las heridas de bala. Las costillas le volvieron a crecer y, como las hojas de unas tijeras, me trituraron los huesos más frágiles de la muñeca. La mano me quedó atrapada dentro de su cuerpo. Su piel se regeneró alrededor de mi brazo y me arrastró hacia él.

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