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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

20.000 leguas de viaje submarino (32 page)

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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Pero la elevación del fondo se limitaba a unas cuantas toesas y pronto nos hallamos nuevamente en nuestro elemento. Pues creo tener ya el derecho de denominarlo así.

Apenas habrían pasado diez minutos, cuando el capitán Nemo se detuvo súbitamente. Creí que hacía alto para volver, pero no fue así.

Con un gesto nos ordenó que nos situáramos a su lado, en el fondo de una amplia anfractuosidad. Su mano nos indicó algo en la masa líquida. Miré atentamente y vi a unos cinco metros de distancia una sombra que descendía hacia el fondo. La inquietante idea de los tiburones volvió a pasar por mi mente. Pero me equivocaba, no teníamos que habérnoslas con esos monstruos del océano. Era un hombre, un hombre vivo, un indio, un negro, un pescador, un pobre diablo, sin duda, que venía a la rebusca antes de la cosecha. Vi la quilla de su bote a algunos pies por encima de su cabeza. El hombre se sumergía y ascendía sucesivamente. Una piedra entre los pies ligada a su bote por una cuerda constituía todo su equipamiento técnico para descender más rápidamente al fondo del mar. Una vez llegado al fondo, a unos cinco metros de profundidad, se precipitaba a coger, de rodillas, y a llenar su bolsa de todas las madreperlas que podía. Luego, se remontaba, vaciaba su bolsa y recomenzaba su operación, que no duraba más que treinta segundos.

No podía vernos el buceador por hurtarnos a sus miradas la sombra de la roca. Por otra parte, ¿cómo hubiera podido sospechar ese pobre indio que unos hombres, sus semejantes, pudiesen estar allí, bajo el agua espiando sus movimientos sin perder un detalle de su pesca?

No recogía más de una decena de madreperlas a cada inmersión, pues había que arrancarlas del banco al que se agarraban por su fuerte biso. ¡Y cuántas de aquellas ostras por las que arriesgaba su vida estaban privadas de perlas!

Yo le observaba con una profunda atención. Realizaba sus maniobras con gran regularidad desde hacía ya media hora, sin que ningún peligro pareciera amenazarle. Iba yo familiarizándome con el espectáculo de su actividad, cuando, de repente, en un momento en que se hallaba arrodillado en el suelo, le vi hacer un gesto de espanto, levantarse y tomar impulso para subir a la superficie.

La sombra gigantesca que apareció por encima del buceador me hizo comprender su espanto. Era la de un tiburón de gran envergadura que avanzaba diagonalmente, con la mirada encendida y las mandíbulas abiertas.

Me sentí sobrecogido de horror, incapaz de todo movimiento.

El voraz animal se lanzó hacia el indio, quien se echó a un lado y pudo evitar así la mordedura del tiburón pero no su coletazo, que le golpeó en el pecho y le derribó al suelo.

Apenas había durado unos segundos la terrible escena. El tiburón se revolvió y se disponía a cortar al indio en dos, cuando sentí al capitán Nemo erguirse a mi lado y avanzar directamente hacia el monstruo, puñal en mano, dispuesto a luchar cuerpo a cuerpo con él. En el momento en que iba a despedazar al desgraciado pescador, el escualo advirtió la presencia de su adversario y se dirigió derecho hacia él.

Aún estoy viendo la postura del capitán Nemo. Replegado en sí mismo, esperaba con extraordinaria sangre fría la acometida del formidable escualo. Cuando éste se precipitó contra él, el capitán se echó a un lado con una prodigiosa agilidad, evitó el choque y le hundió su puñal en el vientre. Pero con ese golpe no acabó sino que comenzó el combate. Un combate terrible.

El tiburón había rugido, si se puede decir así. Salía a oleadas la sangre de su herida. El mar se tiñó de rojo y no vi nada más a través de ese líquido opaco. Nada más hasta que, en el momento en que se aclaró algo el agua, hallamos al audaz capitán agarrado a una de las aletas del animal, luchando cuerpo a cuerpo, asestándole una serie de puñaladas al vientre, pero sin poder darle el golpe definitivo, es decir, alcanzarle en pleno corazón. Al debatirse, el escualo agitaba furiosamente el agua y las trombas que producía estuvieron a punto de derribarme.

Yo hubiera querido socorrer al capitán, pero el espanto me clavaba al suelo. Miraba despavorido y veía modificarse las fases de la lucha. Derribado por la fuerza inmensa de aquella masa, el capitán cayó al suelo. Las mandíbulas del tiburón se abrieron desmesuradamente como una guillotina, y en ellas hubiera acabado el capitán si, rápido como el rayo, Ned Land, arpón en mano, no hubiera golpeado con él al tiburón.

El agua se ahogó en una masa de sangre agitada con un indescriptible furor por los movimientos del escualo. Ned Land no había fallado el golpe. Eran los estertores del monstruo. Golpeado en el corazón, se debatía en unos espasmos espantosos que convulsionaban el agua con una violencia tal que Conseil cayó al suelo.

Mientras tanto, Ned Land ayudaba a incorporarse al capitán, que estaba indemne. El capitán Nemo se dirigió inmediatamente hacia el indio, cortó la cuerda que le ataba a la piedra, lo tomó en sus brazos y de un vigoroso golpe de talón ascendió a la superficie del mar, seguido de nosotros tres. En algunos instantes, milagrosamente salvados, alcanzamos la barca del pescador.

El primer cuidado del capitán Nemo fue el de reanimar al infortunado pescador. No sabía yo si lo lograría, aunque así lo esperaba porque su inmersión no había sido demasiado larga. Pero el coletazo del tiburón podía haberle herido de muerte.

Afortunadamente, vi como poco a poco iba reanimándose bajo las vigorosas fricciones de Conseil y del capitán. El hombre abrió los ojos. ¡Cuán grande debió ser su sorpresa, incluso su espanto, al ver las cuatro cabezas de cobre que se inclinaban sobre él! ¿Y qué pudo pensar cuando el capitán Nemo le puso en la mano un saquito de perlas que había sacado de un bolsillo de su traje? El pobre indio de Ceilán aceptó con una mano temblorosa la magnífica limosna del hombre de las aguas. Sus ojos desencajados indicaban que no sabían a qué seres sobrehumanos debía a la vez la fortuna y la vida.

A una señal del capitán, nos sumergimos nuevamente y, siguiendo el camino ya recorrido, al cabo de media hora de marcha encontramos el ancla que fijaba al suelo la canoa del
Nautilus
.

Una vez embarcados, nos desembarazamos de nuestras escafandras con la ayuda de los marineros.

Las primeras palabras del capitán Nemo fueron para el canadiense.

—Gracias, señor Land.

—Es mi desquite, capitán —respondió Ned Land—. Se lo debía.

Un asomo de sonrisa afloró a los labios del capitán. Eso fue todo.

—Al
Nautilus
—ordenó.

La embarcación se deslizaba rápidamente. Algunos minutos después, vimos el cadáver del tiburón flotando sobre el agua. Por el color negro de la extremidad de sus aletas reconocí al terrible melanóptero del mar de las Indias, de la especie de los tiburones propiamente dichos. Su longitud sobrepasaba los veinticinco pies; su enorme boca ocupaba el tercio de su cuerpo. Era un adulto, como se veía por las seis hileras de dientes en forma de triángulos isósceles sobre la mandíbula superior.

Conseil le miraba con un interés científico, y estoy seguro de que lo clasificaba, no sin razón, en la clase de los cartilaginosos, orden de los condropterigios de branquias fijas, familia de los selacios, género de los escualos.

Mientras miraba yo aquella masa inerte, una docena de esos voraces melanópteros apareció de repente en torno a nuestra embarcación. Pero sin preocuparse de nosotros, se lanzaron sobre el cadáver y se disputaron sus pedazos y hasta sus jirones.

A las ocho y media estábamos ya de regreso a bordo del
Nautilus
.

Allí pude reflexionar ya con calma sobre los incidentes de nuestra excursión al banco de Manaar. Dos conclusiones se derivaban inevitablemente de esos incidentes: la demostración por el capitán Nemo de su audacia sin igual, por una parte, y, por otra, la de su abnegación por un ser humano, por uno de los representantes de la especie de la que él huía bajo los mares. Dijera lo que dijese, ese hombre extraño no había conseguido matar en él sus sentimientos, su humanidad.

Al hacerle esta observación, él me respondió con estas palabras no exentas de una cierta emoción:

—Ese indio, señor profesor, es un habitante del país de los oprimidos, y yo soy aún, y lo seré hasta mi muerte, de ese país.

4. El mar Rojo

Durante la jornada del 29 de enero, la isla de Ceilán desapareció del horizonte, y el
Nautilus
, a una velocidad de veinte millas por hora, se deslizó por el laberinto de canales que separan las Maldivas de las Laquedivas. Costeó la isla de Kittan, tierra de origen madrepórico descubierta en 1499 por Vasco de Gama, una de las principales islas del archipiélago de las Laquedivas, situado entre 10° y 14° 30' de latitud septentrional y 69° y 50° 72' de longitud oriental.

Habíamos recorrido en ese momento dieciséis mil doscientas veinte millas o siete mil quinientas leguas desde nuestro punto de partida en los mares del Japón.

Al día siguiente, 30 de enero, no había ninguna tierra a la vista cuando el
Nautilus
emergió a la superficie, en su ruta Norte-Noroeste hacia el mar de Omán, que se extiende entre las penínsulas arábiga e indostánica y sirve de desembocadura al Golfo Pérsico.

¿Hacia qué nos conducía esa ruta sin salida? ¿Adónde nos llevaba el capitán Nemo? No lo sabía, y eso no satisfizo nada al canadiense.

—Vamos, Ned, a donde nos lleve el capricho del capitán.

—Pero ese capricho no puede llevarnos lejos —respondió el canadiense—. El Golfo Pérsico no tiene salida y si nos adentramos en él no tardaremos en volver sobre nuestros pasos.

—Pues bien, volveremos, y si después del Golfo Pérsico el
Nautilus
quiere visitar el mar Rojo, ahí está el estrecho de Bab el Mandeb para abrirle paso.

—No le enseñaré nada, señor, si le digo que el mar Rojo no está menos cerrado que el golfo, puesto que el istmo de Suez no está aún horadado, y que aunque lo estuviese ya un barco misterioso como el nuestro no se arriesgaría en sus canales cortados por las esclusas. Luego el mar Rojo no puede ser todavía el camino que nos lleve a Europa.

—Yo no he dicho que volvamos a Europa.

—Entonces ¿qué es lo que usted supone?

—Yo supongo que tras haber visitado estos curiosos parajes de Arabia y Egipto, el
Nautilus
volverá a descender por el océano Indico, quizá a través del canal de Mozambique, quizá a lo largo de las Mascareñas, hacia el cabo de Buena Esperanza.

—¿Y una vez en el cabo de Buena Esperanza? —preguntó el canadiense con una insistencia muy particular.

—Bien, entonces penetraremos por vez primera en el Atlántico. Pero, dígame, amigo Ned, ¿es que está cansado ya de este viaje submarino? ¿Acaso le hastía el espectáculo siempre cambiante de estas maravillas submarinas? En cuanto a mí, debo decirle que me disgustaría ahora dar por terminado un viaje que a tan pocos hombres les ha sido dado poder hacer.

—Pero ¿se da usted cuenta, señor Aronnax, que hace ya tres meses que estamos aprisionados a bordo de este
Nautilus
?

—No, Ned, no quiero darme cuenta, yo no cuento los días ni las horas.

—¿Y cuándo va a acabar esta situación?

—La conclusión vendrá a su tiempo. Además, no podemos hacer nada, y estamos discutiendo inútilmente. Si viniera usted a decirme: «Se nos ofrece una oportunidad de evasión», la discutiría con usted. Pero no es éste el caso, y para hablarle con toda franqueza, no creo que el capitán Nemo se aventure nunca por los mares europeos.

Tan breve diálogo hará ver que, fanático del
Nautilus
, había llegado yo a encarnarme en la piel de su comandante.

Ned Land terminó esa conversación rezongando estas palabras que se decía a sí mismo:

—Todo eso está muy bien, pero para mí, donde hay coerción, no hay placer posible.

Durante cuatro días, hasta el 3 de febrero, el
Nautilus
visitó el mar de Omán, a diversas velocidades y a diferentes profundidades. Parecía navegar al azar, como si dudara de la ruta a seguir, pero no sobrepasó el trópico de Cáncer.

Al abandonar el mar de Omán avistamos por un instante Mascate, la más importante ciudad del país de Omán. Me admiró su extraño aspecto en medio de las negras rocas que la rodean en contraste con sus blancas casas y sus fuertes. Vi las cúpulas redondeadas de sus mezquitas, la punta elegante de sus alminares, sus frescas y verdes terrazas. Pero no fue más que una rápida visión, tras la cual el
Nautilus
se sumergió nuevamente en las aguas oscuras de esos parajes.

Navegó luego a una distancia de seis millas a lo largo de las costas arábigas de Mahrah y de Hadramaut, con su línea ondulada de montañas en las que se veían algunas antiguas ruinas.

El 5 de febrero entrábamos en el golfo de Aden, verdadero embudo introducido en ese cuello de botella que es el estrecho de Bab el Mandeb por el que pasan las aguas del Indico al mar Rojo.

El 6 de febrero, el
Nautilus
se hallaba a la vista de Aden, situada en lo alto de un promontorio que un estrecho istmo une al continente. Aden es una especie de Gibraltar inaccesible, con sus fortificaciones que han restaurado los ingleses tras su conquista en 1839. Pude entrever los alminares octogonales de esta ciudad que fue antiguamente, según el historiador Edrisi, el centro comercial más rico de la costa.

Llegados a tal punto, yo creí que el capitán Nemo iba a retroceder, pero me equivocaba y, con gran sorpresa por mi parte, no lo hizo.

Al día siguiente, 7 de febrero, embocábamos el estrecho de Bab el Mandeb, nombre que en lengua árabe significa ‘la puerta de las lágrimas’. De veinte millas de anchura, su longitud no excede de cincuenta y dos kilómetros. Para el
Nautilus
, lanzado a toda velocidad, su travesía fue apenas asunto de una hora. Pero no pude ver nada, ni tan siquiera la isla de Perim, fortificada por el gobierno británico para mejor proteger Aden. Eran demasiados los vapores ingleses o franceses, de las líneas de Suez a Bombay, a Calcuta, a Melbourne, a Bourbon y a Mauricio, que surcaban aquel estrecho paso, para que el
Nautilus
tratara de mostrarse. Ello hizo que se mantuviera prudentemente entre dos aguas. A mediodía estábamos ya surcando las aguas del mar Rojo.

El mar Rojo, lago célebre de tradiciones bíblicas, no refrescado apenas por las lluvias ni regado por ningún río importante, está sometido a una excesiva evaporación que le hace perder anualmente una masa líquida de metro y medio de altura. Singular golfo este, que, cerrado, en las condiciones de un lago, quedaría tal vez enteramente desecado. Tiene menos recursos a este respecto que sus vecinos, el Caspio y el mar Muerto, cuyos niveles han descendido solamente hasta el punto en que su evaporación ha igualado el caudal de las aguas que reciben.

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