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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (30 page)

BOOK: Agua del limonero
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Pero no. Gabriel Hinestrosa no era capaz de entonar ni siquiera aquella vez el mea culpa. Prefirió desacreditar a Greta con aquel cuento del apaño secreto. Con la mentira del incendio y la historia que pensaba inventarse para Clara y relatarle, con su voz de roble viejo y whisky escocés, esa misma tarde delante del fuego, sobre lo que supuestamente descubrió en Baviera, qué curiosidad, qué pena no quedarse a escucharlo.

Tal vez por eso no le había extrañado encontrar el documento clavado en la pared. No había sentido sorpresa, sino rabia. Y un cariño repentino hacia aquella mujer, Greta Bouvier, que había pasado de pronto de verdugo a víctima; de piedra a carne y hueso, de dueña del mundo a esclava, refugiada, maltratada, extorsionada y que, a pesar de todo,

había sabido cargar con las culpas de los demás, pulida por los golpes de las olas y el subir y bajar de gentes por el pasamanos.

—¿Desde cuándo la chantajea Gabriel Hinestrosa? —le preguntaría en cuanto se volvieran a ver.

Y luego quemarían entre las dos aquel maldito papel y Greta von Schónborn no habría existido jamás.

Capítulo 13

I

Oskar Waffen tenía veintinueve años cuando fue condenado a prisión por violar a una menor en su ciudad natal, Würzburg. Las pruebas en su contra fueron aplastantes: la niña lo señaló con el dedo y se hizo pis de miedo en el estrado el día en que testificó en su contra. En aquel momento, él se juró solemnemente que no volvería a dejar a ninguna de sus futuras víctimas con vida. Y lo cumplió.

En mil novecientos treinta y nueve, un antiguo compañero de juegos, ahora alto cargo del partido nacionalsocialista, intermedió a su favor y logró que lo dejaran en libertad. Poco después, Waffen, al mando de una unidad militar compuesta en su mayoría por criminales convictos que, como él, habían obtenido una segunda oportunidad gracias a la guerra, hacía su entrada triunfal en Polonia dejando tras de sí un reguero de unos trece mil civiles asesinados a sangre fría. Aquella matanza le valió la Cruz de Hierro y los tres días de permiso que utilizó para casarse con su novia, Angela Berger, y concebir a la mayor de sus dos hijos, Frida, una niña tímida y asustadiza que se escondía detrás de las faldas de su madre cada vez que veía a un hombre de uniforme, no fuera a ser el bestia de su padre. Un año después, al tiempo que le era concedida la Cruz de Oro, Oskar Waffen presumía orgulloso de su segundo hijo, Hansel, un magnífico exponente de la raza aria: rubio, de ojos claros, con la misma frente ancha y la barbilla tan cuadrada como la de su padre. Sólo le faltaba el bigotito bajo la prominente nariz para que la criatura fuera un calco exacto de su progenitor.

A principios de mil novecientos cuarenta y cuatro, la familia Waffen se instaló en una casa de tres alturas que estaba rodeada por un viñedo muy frondoso. Un caminillo de tierra cruzaba los cultivos y llegaba hasta el río, donde habían construido un pequeño embarcadero. En las calurosas tardes de verano, Angela y los niños disfrutaban de bucólicos paseos en un botecito de remos, meriendas a la sombra de los álamos y la música de un flautín que siempre llevaba consigo el barquero.

Se llamaba Bartek el espigado muchacho que se ocupaba de hacerle la vida más cómoda a la señora Waffen. Era fuerte, ágil, amable y dicharachero, aunque tenía algo en las profundidades de sus ojos azules que contagiaba un frío extraño a quien los contemplaba con detenimiento. Había cumplido veintiún años cuando Angela lo contrató y, a pesar de las continuas alusiones que le lanzaba el oficial Waffen a su reciente mayoría de edad —«¿Cuándo piensa alistarse, joven?»—, daba la impresión de que a Bartek Solidej la guerra europea le traía sin cuidado.

El muchacho estaba mucho más interesado en cortejar a la joven niñera de la familia, una delicada criatura, descendiente de una de las dinastías de mayor abolengo de la ciudad, que se había visto en la necesidad de buscarse un trabajo — cualquiera— para poder llevar a su casa algo de dinero.

—Son tiempos difíciles, señora Waffen —le había explicado la chica a su jefa con lágrimas en los ojos—. Mi padre y mis hermanos están en el frente y mi madre no sabe qué hacer para salir adelante.

—¿Puedo ver su diploma?

—Claro, señora Waffen. Enfermera diplomada. Ahí lo pone.

—¿Experiencia?

—Tengo cuatro hermanas pequeñas. Me vuelven loca los niños.

Pero ahora eran los niños grandes los que realmente la estaban desquiciando. No había día que salieran a pasear por la orilla del río que no recibiera algún piropo de alguno de sus admiradores. Y ella, zalamera, los encajaba con una satisfacción mal disimulada y un falso rubor que se pintaba en ambas mejillas con polvos del desierto.

Era linda Greta von Schónborn. Tenía dieciocho años, una melena rubia y ondulada, un cuerpo hecho a mano, las piernas firmes, los ojos de almendra y la piel de melocotón. A Bartek le entraba un hambre atroz sólo con verla.

La espiaba a todas horas. Ella notaba sus ojos rondándole como abejorros desde detrás de un seto, o escondidos entre las parras, o vigilantes en lo alto de las ramas de los abetos. A veces, cuando estaba en la nursery atendiendo a los niños, percibía claramente que alguien escuchaba los cuentos que ella relataba, tarareaba las canciones que cantaba y reía las gracias de Frida y Hansel con la misma frescura que la de su propia boca.

Llevaba un uniforme gris con delantal y cofia, el pelo recogido en un moño bajo, las piernas contenidas por unas medias blancas, los pies dentro de unos zuecos que sonaban como castañuelas al caminar y las caderas como dos maracas que se agitaban de un lado a otro con cada paso que daba.

La pequeña Frida la quería más que a su propia madre. Reclamaba sus brazos y sus caricias como un cachorrito abandonado ávido de cariño y atenciones, ya que las diferencias que los Waffen habían establecido entre sus dos hijos eran muy notables. Mientras que a Hansel se le aplaudían todas sus ocurrencias —era un bebé encantador que a los diez meses ya gateaba y nada más cumplir un año había echado a andar—, a Frida se la trataba como si fuera parte del mobiliario de la casa. Por las mañanas, Greta la vestía con unos delicados delantalillos tiroleses y le hacía dos trencitas muy tiesas, la embadurnaba de polvos de talco y colonia y le llenaba la cara de besos. Luego la acompañaba al comedor, donde Oskar y Angela tomaban el desayuno.

—La princesa Frida ya está lista —solía decir Greta con intención—, vean qué bonita está hoy.

Pero ellos apenas levantaban la vista del periódico o del café para mirar a la niña de arriba abajo con aprobación y luego preguntar por Hansel.

La verdad es que el bebé era precioso: redondito y simpático, con grandes hoyuelos en los mofletes y en las rodillas, con las piernas tan blanditas que daban ganas de mordérselas, con unos pies que parecían bizcochos de azúcar, y unas manitas regordetas, y unos ojillos traviesos, y una risa contagiosa, y una ternura que se desparramaba en cuanto se quedaba dormido en los brazos de Greta.

Ella se ocupaba de bañarlo, vestirlo, alimentarlo y pasearlo. Era muy estricta con las horas, la higiene, la dieta y la disciplina. Verdaderamente era una suerte para los Waffen haber dado con una chica tan eficaz y cariñosa como la joven Von Schónborn, porque, además de discreta, responsable y educada, Greta era incuestionablemente alemana.

En cambio, aquel Solidej que tenía nombre de infiel era un elemento de dudosa procedencia. Aunque sus referencias eran intachables y su partida de nacimiento lo certificaba como natural de Munich, su acento, sus modos y su falta de inclinación hacia el noble arte de la guerra le hacían antipático a los ojos de Oskar Waffen, que sólo lo mantenía a su servicio por la insistencia de su mujer.

—Es muy atento. Los niños lo adoran, Oskar. Me hace mucha falta —solía decirle Angela a su esposo cuando venía a casa de permiso—. Además, con los tiempos que corren, es bueno contar con un hombre joven en la casa. Tú siempre estás fuera y a veces tengo miedo de quedarme sola, sin nadie que nos defienda si ocurre cualquier cosa.

—Puedo hacer venir a un regimiento si tú quieres —le respondía él.

Y ella reía a carcajadas, aunque, en el fondo de su corazón, sabía que Oskar lo decía de veras, que, con sólo levantar el dedo índice, su marido podía desencadenar otra guerra, otra matanza, otra debacle, pero ¿qué más le daba a ella si su vida en Würzburg era tan bucólica que parecía un cuadro de Van Eyck? ¿Cómo pensar en lo que había más allá del marco de oro?

Entonces, Oskar Waffen cayó herido de gravedad en el campo de batalla y aquella escena pastoril se rasgó de arriba abajo en un abrir y cerrar de ojos.

El quince de febrero de mil novecientos cuarenta y cinco, el oficial Waffen fue enviado a la retaguardia con una pierna carcomida por la metralla, un vendaje que le daba la vuelta a la cabeza y una crisis nerviosa que le hacía estallar de ira cada vez que en su casa se cerraba una puerta de golpe. Aunque él jamás lo habría reconocido, el motivo de su desánimo no era otro que la pésima marcha de la guerra. El ejército alemán estaba siendo derrotado en la gélida Siberia, los aliados se defendían con uñas y dientes, y los norteamericanos, quién les habría dado vela en este entierro, vaya usted a saber, se habían implicado hasta el cuello en este juego sangriento. Para colmo, a él, a Oskar Waffen, pieza fundamental en todo el asunto, no le quedaba más remedio que quedarse en casa, inválido y cada día más decepcionado.

Desplegó un mapa de Europa sobre la mesa del comedor y lo llenó de chinchetas de colores. Se obsesionó con la radio, los telex, las frecuentes llamadas de teléfono y los telegramas que recibía constantemente de Berlín. Iba apuntando en el plano, como si se tratara del tablero del Risk, hasta el más mínimo movimiento de tropas y artillería, hoy un poquito más adelante, mañana un pasito atrás, y se mesaba la barba, que dejó de recortarse, y se retorcía el uniforme, que jamás se quitaba, porque se le había adherido al cuerpo como una segunda piel. De serpiente.

Cuando llevaba más o menos un mes en el loquero en el que había convertido su casa, se le empezaron a torcer los ojos. Con el derecho miraba al techo y con el izquierdo a la puerta, como un camaleón vestido de camuflaje. Decía que había espías por todas partes. Pero también, a veces, se le iban los dos detrás de Greta, de sus andares suaves y su atuendo de enfermera.

—Venga a curarme la pierna, señorita Von Schónborn —le exigía con una autoridad en la voz que nadie se atrevía a discutirle.

Y ella, solícita, se tragaba las náuseas como podía cuando le cambiaba los vendajes.

Hasta que una mañana la llamó a gritos desde el comedor. Greta acudió a toda prisa, creyendo que algo terrible le había ocurrido a alguno de los niños, pero cuando entró en aquel lugar, supo que Hansel y Frida estaban a salvo. La única que corría un peligro atroz era ella misma.

Oskar Waffen había perdido los papeles. Los había lanzado al techo y ahora caían como una lluvia seca sobre su cabeza revuelta. El suelo estaba cubierto de chinchetas, los cristales rotos, las ventanas desencajadas y la lámpara se columpiaba de lado a lado, como un péndulo tejido de cristales de Bohemia.

El oficial tenía el uniforme hecho jirones, la mirada perdida, la risa floja, las uñas largas. La agarró por la cintura y la atrajo con fuerza hacia su boca. Greta intentó zafarse y gritar, pero la lengua de él, áspera como la lija, la estaba ahogando entre babas y lametazos. Sus manos se escurrieron hacia el centro de sus piernas, sus dedos agarrotados le rasgaron la falda, le agujerearon las medias blancas, se le clavaron en la piel y dibujaron caminos de dolor por toda su geografía.

Greta comenzó a llorar porque no supo qué otra cosa hacer. Su cuerpo había dejado de pertenecerle. Ahora era un saco de arena y Waffen un boxeador que lo golpeaba a placer, por placer.

Entonces ocurrió algo que le devolvió el color al mundo.

Bartek Solidej, armado con un remo de madera, entró por una de las ventanas rotas, se situó tras el agresor, levantó ambos brazos por encima de la cabeza y descargó toda la fuerza de sus veinte años sobre los hombros de Oskar Waffen, oficial de la SS, Cruz de Hierro, Cruz de Oro, Cruz Gamada, sin importarle las consecuencias de sus actos ni la suerte de aquel loco a quien la guerra, qué ironía, había transformado en un héroe nacional.

Cayó el violador sobre los cristales y las chinchetas con la clavícula rota y los pantalones mojados.

Bartek tomó a Greta en brazos y la sacó de allí por la misma ventana por la que había entrado. No la dejó en el suelo hasta que ya los viñedos se perdieron en el horizonte como un mal sueño, lejos, muy lejos del cuadro de Van Eyck; más bien, al otro lado del marco.

Después de aquello, los bosques que rodeaban la ciudad se convirtieron por un tiempo en el escondite perfecto para los dos jóvenes. Sabían que su situación se había vuelto delicada. Ahora eran dos forajidos que sólo se tenían el uno al otro. Mano sobre mano, piel con piel, las estrellas y los árboles.

Pero Greta era una chica decente. Cuando Bartek le declaró su amor, la misma noche del rescate, y le prometió un mundo hecho a su medida, de almendras y miel, de noches claras, de horizontes anchos y de paz, sobre todo de paz, ella aceptó el compromiso sin pensárselo dos veces. Además, no hubiera sido correcto compartir techo con un hombre soltero sin la bendición del cielo, aunque no hubiera más que sol, luna y nubes sobre sus cabezas.

Bajaron al centro a la hora de misa, se colaron por la puerta de la sacristía de la Marienkapelle y le rogaron al párroco que los casara allí mismo, con lo puesto y cuatro testigos que resultaron ser las dos mujeres que ayudaban en las tareas de limpieza de la iglesia, el capellán y un mendigo. A ninguno le extrañó demasiado aquel negocio. La guerra es tiempo de prodigios.

Después, Bartek cobijó a su esposa en sus brazos y la llevó de vuelta al monte.

—No desesperes, mi amor, que no estaremos aquí durante mucho tiempo —le aseguró, misterioso.

Cuando al día siguiente comenzó el bombardeo, Greta recordó esta frase y en el fondo de su corazón, inevitablemente, anidó para siempre la sospecha de que Bartek le había mencionado aquello con conocimiento de causa.

II

El dieciséis de marzo de mil novecientos cuarenta y cinco, nada más amanecer, el cielo se cubrió de pronto de sombras. Hacía un frío extraño, no físico, sino de almas. Un frío espectral. Una sirena comenzó a sonar, en la calle mayor y algunas personas salieron de sus casas con los pijamas desabrochados y los pies descalzos en busca de un refugio seguro. Los que no alcanzaron a tiempo el bunker se cobijaron en la iglesia. Las campanas doblaron, rogaron, «tengan ustedes piedad, aquí hay niños y ancianos, familias enteras, gentes de paz». Pero no las escuchó ni la niebla.

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