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Authors: Alexander Kent

Tags: #Aventuras, histórico

Al Mando De Una Corbeta (45 page)

BOOK: Al Mando De Una Corbeta
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Ella dejó escapar el aire de su pecho muy despacio, con una mano apoyada con delicadeza bajo su corazón.

—Quédese unos minutos mientras voy a mi coche. No deseo ser vista aquí.

Bolitho elevó un brazo y lo dejó caer luego a su costado.

Estaba derrotado. Lo había estado durante más tiempo del que él podía comprender. Incluso bajo los rayos de sol que acuchillaban el polvo, sus ojos violeta mirándole desde la distancia, supo que si había algo que él pudiera hacer o decir para retenerla lo haría. Ella se dirigió a la puerta.

—Es usted un hombre extraño, pero no le veo futuro.

Entonces se fue, y el murmullo de sus zapatos se desvaneció por las escaleras hasta que se encontró solo. No recordó por cuando tiempo había permanecido en pie en la habitación vacía. ¿Minutos? ¿Una hora? Cuando al fin bajó las escaleras y se dirigió al jardín descuidado se dio cuenta de que hasta el destartalado carruaje se había marchado. Cruzó hasta el estanque y observó su propio reflejo.

Si ella se hubiera mostrado enfadada, o asustada, o cualquier cosa que él pudiera reconocer, puede que aún supiera qué hacer. Ni siquiera le había demostrado desprecio. Le había desechado sin dedicarle un pensamiento, como si estuviera rechazando a un criado innecesario.

—Unos pasos resonaron contra la piedra, y cuando se volvió vio, en ese mismo segundo, a cuatro figuras embozadas ocultas contra los desvaídos arbustos.

—¡Quieto, capitán! —uno de ellos portaba una espada, y vio que también los otros estaban bien armados—. No merece la pena luchar.

Bolitho retrocedió hasta el estanque, con los dedos ya en su sable.

—Sí, muy bien, capitán —rió uno de los hombres—. Nos ha encontrado ya un sitio para ocultar su cadáver cuando hayamos terminado con él. Muy considerado por su parte, ¿no, chicos?

Bolitho permaneció inmóvil. Sabía que resultaría inútil negociar con ellos. Tenían toda la pinta de ser criminales profesionales, hombres que trabajaran por dinero, sin importarles lo que les pudiera suponer. Se encontró de pronto muy tranquilo, como si su aparición le hubiera borrado la anterior desesperación como un viento frío.

Desenvainó su sable y esperó a que le atacaran. Dos de ellos llevaban pistolas, pero posiblemente hubiera patrullas militares en las cercanías y un disparo les atraería a toda prisa.

El acero chocó contra el otro acero, y vio cómo la sonrisa del que les guiaba se desvanecía hasta transformarse en un ceño concentrado cuando ambos cruzaron sus espadas. Inclinó la cabeza cuando el otro hombre trató de golpearle en el cuello, hizo girar su sable y le dio con él en la cara. Escuchó su alarido mientras el atacante retrocedía de nuevo hasta los arbustos.

—¡Maldito seas, bastardo del demonio! —otro de ellos se adelantó, con la espada dirigida bajo la guardia de Bolitho; pero chocó contra la hebilla de su cinto, y pudo deshacerse de él con la empuñadura, golpeándole en la mandíbula con tanta fuerza que casi desgajó el puño de su asidero.

El jardín se vio de pronto envuelto en una niebla de dolor cuando algo le alcanzó fuertemente en la frente, y descubrió que uno de ellos le había arrojado una piedra. Golpeó con el sable, pero lo sintió deslizarse en el aire. Alguien rió.

—¡Ahora! ¡Rápido! ¡En todas las tripas!

Se escuchó el ruido de los pasos a través de los arbustos, y alguien con una casaca azul le apartó.

—¡A él muchachos! —gritó ese alguien—. ¡Rajadlos a todos!

Bolitho se tambaleó sobre sus pies, comprendiendo de pronto que Heyward y Tyrrell conducían a los dos atacantes contra la casa, mientras Dalkeith permanecía en pie, vigilando, cerca, con sus hermosas pistolas brillando bajo la luz.

Heyward obligó al hombre con quien se enfrentaba a arrodillarse, y saltó hacia atrás para dejarle rodar silenciosamente boca abajo y quedarse inmóvil. El único superviviente arrojó su pesada espada.

—¡Me rindo! ¡Me rindo! —aulló.

Tyrrell se balanceó aviesamente sobre su pierna herida.

—¡Un cuerno te vas a rendir! —dijo con voz profunda.

La espada le alcanzó en el pecho, y lo inmovilizó por un momento que pareció eterno contra la pared, antes de permitirle que cayera junto a sus compañeros.

Tyrrell limpió la hoja y cojeó hasta Bolitho.

—¿Todo bien, comandante? —Se apoyó en él para estabilizarse—. Parece que hemos llegado justo a tiempo.

Heyward caminó sobre los cadáveres.

—Alguien quiere verle muerto, comandante.

Bolitho miró primero a uno y luego a otro, y la emoción le invadió, mezclándose con la comprensión de los hechos. Tyrrell sonrió.

—Al final tenía yo razón, ya ves.

Bolitho asintió pesadamente. Alguien quiere verle muerto; pero lo peor de todo era saber que ella se había dado cuenta del peligro que corría, y que no había hecho nada por alertarle. Echó una ojeada al cuerpo tendido en el estanque.

—¿Qué puedo decir? ¿Qué palabras puedo emplear?

—Digamos que esto ha sido también en memoria de Rupert Majendie —murmuró Dalkeith.

Tyrrell deslizó su brazo sobre el esbelto hombro de Heyward para sostenerse.

—Sí, no es mala idea —dirigió sus ojos a Bolitho y le sostuvo la mirada—. Has hecho mucho por nosotros. ¡Y los del
Sparrow
cuidamos de los nuestros!

Entonces salieron juntos al camino, hacia el mar.

XVII
Confusión de identidad

Bolitho se reclinó en su silla y contempló, aburrido, el cuaderno de bitácora abierto. Estaba desnudo de cintura para arriba, pero no sentía ningún alivio en la cabina recalentada. Se llevó la pluma a la boca, preguntándose lo que podía escribir cuando no había nada qué contar. En torno a él, y sobre su cabeza, el barco se balanceaba y se sumergía en una suave brisa del sureste, y sintió pena por la guardia que aún continuaba en cubierta, sudando un día más bajo el brillo inclemente del sol y el fiero resplandor. Incluso el
Sparrow
parecía protestar. Las cuadernas rechinaban y crujían con el movimiento, resecas por la sal y el calor, y a través de las ventanas abiertas vio que las volutas talladas en el alféizar se estaban abriendo, y que la pintura se desconchaba para mostrar la madera desnuda.

Una vez en su situación, al norte del banco de la Pequeña Bahama, había imaginado que le llamarían para una actividad más interesante en unas pocas semanas, pero, como la mayoría de sus hombres, hacía tiempo que había abandonado esa esperanza. Las semanas se sucedieron, y el
Sparrow
y su corbeta auxiliar, el
Heron
, llevaron a cabo su patrulla sin tropiezos durante julio, con cada aurora alzándose sobre un horizonte solitario, y cada hora estrechando el cerco en su existencia menuda y retirada.

Y ya había llegado agosto. Quizá Christie había insistido en que se llevaran tres meses de provisiones porque no tenía intención de llamar al
Sparrow
hasta pasado ese período de tiempo. Quizá se habían olvidado de ellos, o tal vez la guerra hubiera terminado. Parecía como si toda el área que debían patrullar se encontrara ajena a todo movimiento. Al contrario que en su última visita al banco de las Bahamas, cuando habían atrapado varias presas, o habían cotilleado con barcos mercantes respetuosos de la ley, no habían avistado nada. Su rutina variaba muy poco. Habitualmente mantenían los juanetes del
Heron
a la vista, en el horizonte, y recorrían en una ruta paralela los vericuetos que encontraban, evitando arrecifes y bancos de arena. Los vigías en el calcés de las dos corbetas se veían perfectamente entre sí, y era posible abarcar un área de unas sesenta millas, a menos que el tiempo se volviera en su contra. Incluso acogerían con satisfacción una tormenta de las de verdad, porque el aburrimiento, y la monotonía se hacían notar en todos, y él no era una excepción.

Se escuchó un golpe en la puerta, y Dalkeith entró, con su cara redonda brillante por el sudor. La guardia de la mañana había llegado casi a su mitad, y Bolitho había considerado necesario reunirse con el cirujano todos los días a esa hora, cuando había finalizado su visita a los enfermos. Le indicó una silla.

—¿Y bien?

Dalkeith gruñó, y resguardó cuidadosamente su calva para evitar el resplandor de la lumbrera abierta.

—Hoy han caído dos más, señor. Los tengo abajo. Una par de días de descanso les quitarán las penas.

Bolitho asintió. Comenzaba a ser un asunto serio. Hacía demasiado calor, y no tenían suficiente comida fresca, ni fruta. Lock acababa de abrir su último barril de limones. Y después de eso…

Dalkeith llevaba con él un vaso de agua que había posado sobre la mesa. Era del color del jugo de tabaco. Sin hacer ningún comentario, sacó una petaca de su bolsillo y miró a Bolitho, como pidiéndole permiso para servirse un vasito de ron.

Esa era otra de sus rutinas diarias. Para Bolitho aún resultaba un misterio cómo podría el rollizo cirujano soportar el ron con ese calor. Dalkeith chasqueó los labios.

—Es mejor esta agua —frunció el ceño—. Si no podemos aprovisionarnos pronto de agua potable, no me hago responsable de las consecuencias, señor.

—Hago todo lo que puedo. Quizá nos topemos con alguna islita y encontramos un arroyo, pero no albergo demasiadas esperanzas. ¿Eso es todo?

Dalkeith dudó.

—Se supone que debía callarme, pero la amistad y el deber coinciden en raras ocasiones. Se trata del primer teniente.

—¿El señor Tyrrell? —Bolitho se puso en tensión—. ¿Qué le pasa?

—Su pierna. Intenta fingir que está bien, pero no estoy muy satisfecho con ella —cerró los ojos—. Aún más, me estoy poniendo nervioso.

—Ya veo —se había dado cuenta de que la cojera de Tyrrell se había agravado, pero cada vez que se lo había mencionado, él había replicado: Pasará. No hay que prestarle atención—. ¿Cual es su consejo?

Dalkeith suspiró.

—Puedo abrirle para buscar más astillas, pero si eso fracasa… —tomó otro sorbo de ron a palo seco—. Puede que deba cortársela.

—Oh, Dios mío.

Bolitho caminó hasta la ventana y se asomó sobre el travesaño. Bajo él el mar parecía transparente, y podía ver pequeños peces que brillaban ante el avance imparable del timón. A sus espaldas escuchó la firme voz de Dalkeith.

—Podría hacerlo, por supuesto, pero tendría que ser cuando aún se encuentre fuerte, antes de que el dolor y este maldito calor le abatan, como a los otros.

Bolitho se volvió, y sintió el sol contra su espalda desnuda.

—No tengo la menor duda sobre su pericia. Lo ha demostrado más que de sobra.

—Trabajé en un buen hospital en Londres antes de abandonar Inglaterra, señor —dijo Dalkeith, seriamente—. Practicábamos con los pobres y trabajábamos para los ricos. Era un campo de trabajo muy duro, pero tremendamente útil.

—¿Piensa regresar cuando termine la guerra? —intentó no pensar en Tyrrell tendido sobre una mesa, con la sierra posada sobre su pierna.

Dalkeith movió la cabeza.

—No. Me instalaré por aquí, en algún sitio. Puede que en América ¿Quién sabe? —esbozó una sonrisa tímida—. Me temo que hube de abandonar Inglaterra con un poco de prisa. Una cuestión de honor, algo relacionado con una dama.

—Durante estos años me he preguntado alguna vez de dónde proviene su habilidad con las pistolas.

Dalkeith asintió.

—Por desgracia, disparé al hombre inadecuado. Su muerte supuso para todos una pérdida mayor de lo que hubiera sido la mía, de modo que embarqué en Dover y, al final, dos años más tarde, llegué a las Indias.

—Gracias por contármelo —Bolitho se frotó el estómago con la palma de una mano—. Veré lo que puedo hacer para conseguirle un camarote en otro barco, siempre y cuando nos envíen a casa.

El cirujano se tambaleó.

—Se lo agradecería mucho —miró a Bolitho, lleno de dudas—. ¿Qué hacemos con Tyrrell?

—Hablaré con él —se volvió—. En el nombre de Dios, ¿Qué puedo decirle? ¿Cómo me sentiría yo si estuviera en su lugar?

Dalkeith posó su mano sobre el vaso hasta que el
Sparrow
se estabilizó de nuevo.

—No sé la respuesta. Sólo soy un cirujano.

—Sí —Bolitho le miró gravemente—. Y yo sólo soy un comandante.

El guardiamarina Bethune atravesó la cámara de oficiales y paró ante la cabina.

—Con los saludos del señor Graves, señor. El
Heron
ha enviado señales diciendo que ha avistado una vela desconocida al este.

—Muy bien. Ahora subo.

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