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Authors: Beryl Markham

Al Oeste Con La Noche (22 page)

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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¡Galopa, Wrack! Lo más deprisa que puedas, lo más fuerte que puedas. Mi propio Wrack -mi testarudo Wrack- a seis cuerpos por detrás.

Pero, ¿durante cuánto tiempo? Wise Childe sigue pegada a la barrera, una pequeña sombra contra la barrera, se mueve como una sombra, rápida como una sombra, decidida, tranquila, firme.

Mis prismáticos están sobre ella. Miles de ojos están sobre ella cuando se tambalea.

Se tambalea y el rugido de la multitud absorbe el mío. La potra se tambalea desde la barrera y vacila. Las patas se van, la velocidad se va, la carrera se va.

El jockey de Wrack la ve. Wrack la ve. Le escuece la fusta contra los ijares, pero no necesita fusta. Se acerca rápido, reduce la distancia paso a paso.

-¡Vamos, Wrack! -ahora el grito es casi bárbaro y llega de un centenar de lugares.

¡Grita, chilla! ¡Anímala! ¿No ves que las patas de la potra se van? ¿No ves que sólo corre con el corazón? Déjalo que gane la carrera. No la empujes, Sonny. No la toques, Sonny...

-Eric. . .

Pero se ha ido. Ha saltado el box y ha corrido hacia la barrera. Yo no me puedo mover. Existo dentro de una caldera de gritos, vítores y brazos en movimiento. Wrack y la potra están ya en la última recta y él está junto a ella, la pasa, la sobrepasa, la avergüenza... mientras ella se rompe.

Los prismáticos quedan colgados de la correa. Me doblo sobre el borde del box, y agarro con los dedos el antepecho de madera. No puedo gritar, ni pensar. Sé que esto es sólo una carrera de caballos. Mañana será igual que ayer pierda quien pierda. Sé que al mundo no se le moverá un pelo gane quien gane. Pero parece tan difícil de creer.

Por un momento imagino que estoy en trance. Mis ojos ven todo, pero no captan nada. Ni un ruido, el silencio repentino de la multitud me devuelve la consciencia. ¿Cuánto dura un instante?

¿Puede durar tanto como éste?

Veo lo que sucede, con claridad, con brusquedad, como debe verse a través de una cámara. Me siento tan fría y tan exangüe... Y tan rígida, creo...

Veo que Wise Child titubea una vez más y después se endereza. La veo transformada de la sombra anterior en una llama de valor, pequeña y rápida, que me arroja la duda a la boca. La veo menospreciar la amenaza de Wrack y las gargantas de sus seguidores abarrotarse otra vez de vítores. La veo barrer el último estadio con las patas hinchadas, avanzando con rapidez, haciendo comer al potro el polvo de sus cascos.

Y oigo a la multitud que recupera la voz y lanza un rugido ilimitado a modo de tributo cuando pasa la línea de meta.

Y entonces, todo termina. Entonces, silencio, como si alguien cerrara la puerta sobre Babel.

Voy despacio hacia el recinto donde se desensillan los caballos. Una masa gris de gente se pega a la barrera -una jungla de brazos, cabezas y hombros, brumosa pero articulada, que rodea al ganador- cantando, murmurando, desplazándose. Miran fijamente pero creo que no ven nada. Ven sólo una potra boya, silenciosa y con los ojos tranquilos, y eso no es nada. Eso es normal; en cualquier parte puede verse a una potra boya que ha ganado una carrera.

La multitud disminuye a medida que hablo con Eric, con Sonny, con Arab Ruta, y acaricio el cuello todavía sudoroso de Wise Child. El movimiento de mi mano es mecánico, casi inconsciente.

-No sólo ha ganado -dice Eric-; ha batido el récord de la Leger.

Asiento sin decir nada y Eric me mira con una impaciencia cariñosa.

El pesaje de los jockeys acaba; todo termina y las últimas notas de la orquesta han gimoteado hasta quedar en silencio. Todo el mundo se apresura hacia las puertas, los emblemas de su fiesta ensucian el hipódromo o corretean en una danza indiferente ante el viento. La mitad de la tribuna queda a la sombra y la otra mitad está iluminada por el sol. Es como una vaina vacía de semillas.

Eric me coge del brazo y empujamos hacia la salida con el resto.

-Ha batido el récord ¡y con esas patas! -dice Eric.

-Ya lo sé. Ya me lo has dicho.

-Yo también -camina arañando el suelo y se rasca la barbilla, con un esfuerzo masculino por no parecer sentimental, un esfuerzo inútil pero que al menos puede inyectar una nota de brusquedad en su voz.

-Quizá sea una tontería -dice-, pero tú estarás de acuerdo conmigo en que, sin tener en cuenta el dinero que podríamos ganar con Wise Child, no se merece volver a correr.

Y nunca ha vuelto a hacerlo.

XIV

VAGABUNDOS DEL VIENTO

El patio de entrada a Nairobi cae en las llanuras de Athi. Una noche me encontraba allí y observé cómo un aeroplano invadía la fortaleza de las estrellas. Volaba alto y ocultaba algunas de ellas; sus llamas temblaban como una mano avanzando con un manojo de velas.

El tamborileo de los motores estaba tan lejos como el tamborileo de un tam-tam. A diferencia del tam-tam cambiaba su sonido; se acercó hasta que llenó el cielo con una canción jactanciosa.

Había hoyos y reinaba la oscuridad. Había un millar de animales que paseaban por la senda de un aeroplano a la búsqueda del cielo; eran como troncos en un puerto sin luz.

Pero el intruso dio una vuelta y bajó balanceándose con una urgencia articulada. De vez en cuando daba una vuelta y volvía a bajar y su voz decía: Sé dónde estoy. Dejadme aterrizar.

Eso era nuevo. Por aquel entonces el resto del mundo podía sentirse satisfecho de los aviones que vuelan por la noche, pero los cielos de nuestro mundo son áridos. El nuestro era un mundo joven, ávido de regalos, y éste era uno.

Creo que estábamos allí cuatro personas mirando atentamente hacia arriba, observando cómo la sombra rígida giraba y volvía. Encendimos hogueras e hicimos teas. Las llamas calentaban los agujeros en la oscuridad y cuando llegaron a una altura máxima, el avión descendió, pero no pudo aterrizar.

Los ñúes y las cebras se apartaban de sus respectivas manadas como voluntarios de un ejército popular, y se movían bajo las alas que bajaban en picado.

El avión descendió balanceándose y subió otra vez, pregonaba su frustración. Pero volvió con una furia vengativa, destruyó el frente de las legiones de animales e hizo la primera conquista de su antiguo santuario.

Había llegado más gente de la ciudad atraída por la nueva romanza de una hélice rugiente, sonido que me resultaba como una luz blanca atravesando unos ojos cerrados. Perturbaba un sopor que yo no deseaba fuese perturbado; era el sopor del conformismo -conformismo de un esquema de vida rudimentario y gastado-, sopor alimentado durante mucho tiempo por un país ancho y silencioso, con un sol fácil e infructuoso, y cuyos sueños eran la estructura de su historia. Me causaba curiosidad, pero en ella había rencor. Y ninguna de éstas podía traducirse en razón.

Salieron una docena de manos para ayudar al piloto a bajar de su monoplano, un híbrido mecánico con las alas altas y un fuselaje del cual se habría burlado la más vulgar de las cotorras.

Dos coches se colocaron en posición, ofrecieron a la visita poco menos que una aureola celestial de acceso, y el piloto descendió, sin afeitar, sin sonreír y al parecer sin lavar desde hacía tiempo.

Con el movimiento de una mano despachó las preguntas típicas del recibimiento; con la otra sostenía una lata de galletas corriente, como un Galahad falso y sucio que protege un Grial fraudulento.

Me acerqué y lo miré con atención a la cara. Una parte quedaba iluminada por una tea de petróleo y la otra por la luz de un coche. Incluso así, podían leerse unos rasgos obstinadamente presuntuosos. La última vez que lo vi, la mano que sujetaba la lata de galletas blandía unos alicates y su carrera, un poco más terrena que ésta, no tenía una aspiración más interesada que coger la carretera de Molo a una velocidad respetable.

El chapucero feliz había conseguido su aeroplano. Pero o la emoción de poseerlo ya se había apagado, o había aceptado lo que a mí me pareció un triunfo importante que nadie más podría aceptar: la tediosa formalidad del amanecer.

Saludó a la media docena de personas agrupadas en torno a él, bostezó como si antes nunca hubiera bostezado y pidió dos cosas: un cigarrillo y una ambulancia.

-Hay un hombre herido en la cabina... ¿alguien puede llevarlo al hospital?

Un coche salió enseguida con el zumbido de sus engranajes elevándose hasta el grado de histeria heroica, y la gente se retiró del avión como si la Muerte hubiera enganchado el dedo en su carlinga.

Con la lata de galletas todavía en la mano, Tom Black, antiguo alumno de Molo, de Eldama Ravine y de otros lugares cuyos nombres no había tenido la temeridad de preguntar, atendió las necesidades de su máquina, dio unas chupadas a su cigarrillo y guardó un silencio pensativo. Era un silencio preocupado que nadie intentó perturbar.

Cuando llegó la ambulancia sacaron al pasajero herido enfundado en un capullo de mantas.

Llegaron aún más espectadores. Los animales, concediendo un armisticio, aunque no la paz, habían vuelto en grupos cautelosos, con los ojos encendidos como las linternas de un sueño pobremente iluminado.

Incluso las teas persistían, todavía con la esperanza de hacer bajar los ojos a la noche. Pero la noche había empezado a refunfuñar. Hubo un trueno y las estrellas se pusieron a cubierto.

Llevaron al hombre herido en silencio mientras que los ñúes, los avestruces y las cebras rodeaban la ceremonia, las hienas infelices gimoteaban su frustración y el visionario cuyas visiones se convirtieron en realidad dirigía la disposición del bulto semirrígido, como un sacerdote de Baal ofreciendo un sacrificio.

Una hora más tarde, supongo que en conmemoración de nuestro primer encuentro, Tom Black y yo nos sentábamos en el único café de Nairobi abierto toda la noche y yo me rendí a la curiosidad; hice preguntas.

Algo de aquel artefacto irreverente de tela, cables y ruido que bramaba a través del ruedo casto de la noche, había agitado el rumbo de mis pensamientos en remolinos incansables.

¿Dónde había estado? ¿Por qué había venido?

Se encogió de hombros, me miró a los ojos y por primera vez observé en los suyos una claridad perturbadora. Eran azules y parecían disolver todas las preguntas y todas las respuestas en su interior. Y reían cuando debían ser serios. Eran ojos que podrían haber seguido la trayectoria de un gato muerto a través de la ventana de una capilla con más diversión que horror, pero al mismo tiempo expresar compasión por el destino del gato.

Vine en el avión desde Londres -explicó- y aterricé en Kisumu. Eso fue ayer. Antes de poder despegar de nuevo hacia Nairobi, me llegó un mensaje de un safari cerca de Musoma. Lo mismo de siempre, alguien demostrando lo fatídico que resulta ser tonto. Leones, rifles y estupidez. Puedes imaginarte el resto.

Casi podía, pero prefería escuchar. Miré alrededor del pequeño quiosco de café donde estábamos sentados. En el mostrador, a unas cuantas yardas de distancia, había un cabo del K.A.R. y un oficinista indio que comía con seriedad, como si cada uno de ellos fuera a ser colgado al amanecer. No había nadie más. Nosotros cuatro éramos los únicos acólitos en el andrajoso altar de la medianoche, nosotros cuatro y su
mullah
silencioso que se movía entre platos y cacerolas, con una vestimenta blanca y sin brillo.

Gracias a mi insistencia, reforzada por un café transparente como el té, obtuve los detalles de lo que supongo sólo fue un incidente, pero el cual demuestra de algún modo que África es capaz de una sonrisa sardónica y acepta las cosas nuevas, pero no permite que escapen a su bautismo.

Tom Black había recorrido seis mil millas con un avión nuevo y una idea nueva. A su sueño le habían brotado alas y ruedas. Tenía una voz auténtica con la que esperaba despertar a otros soñadores y acallar los sonidos somnolientos de una tierra despierta pero aún demasiado perezosa.

Si las ciudades y pueblos de Kenia carecían de carreteras de enlace, como los hilos de una red, había al menos tierra suficiente para las ruedas de los aviones, cielo suficiente para sus alas y tiempo suficiente para que sus hélices derribaran las barreras de duda contra las cuales volaban.

En cualquier parte del mundo, primero habían llegado las autopistas y después las pistas de aterrizaje. Únicamente aquí no, porque gran parte del futuro de Kenia era ya el pasado de otros lugares. Las cosas nuevas que brillaban con la ingenuidad de los tiempos modernos estaban superimpuestas en un orden antiguo, y contrastaban con él como un reloj cromado contrasta con un escudo de cuero verde. La era de la mecánica se cernía sobre un horizonte no hostil, sino silenciosamente indiferente.

Tom Black había volado con su avión a este horizonte. Un día llevaría correo, como pretendía hacer. Se elevaría sobre los viejos senderos apisonados por los pies de los mensajeros nativos; surcaría las huellas del viento.

Pero primero, en homenaje a su antigua anfitriona, ya había hecho un recado; había transportado un mensaje, un cargamento de dolor y un navío de muerte a través de la noche africana.

Leones, rifles y estupidez. Una historia simple, como había dicho él; y lo era: Ninguno de los personajes implicados en ella era distinguido, ni siquiera el león.

Era un león viejo, preparado desde su nacimiento para perder la vida en vez de jugársela a cualquier precio. Pero tenía la dignidad de todas las criaturas libres y por eso se le permitió disfrutar de su momento. Apenas fue un momento glorioso.

Los hombres que dispararon sobre él eran indiferentes, como son los hombres ahora o quizá menos. Lo dispararon sin llegar a matarlo y después dirigieron el ojo poco escrupuloso de una cámara sobre su agonía. Era un crimen mínimo, estúpido, pero insensible.

Cuando Tom Black, sacrificando una llegada triunfal a Nairobi, aterrizó en el campamento cercano a Musoma, un hombre yacía muerto y otro, destrozado y desvalido, vivía sólo por un capricho de la suerte. Un tercer hombre blanco y una pareja de
boys
nativos rodeaban el catre de lona, haciendo encantamientos muy poco convincentes e intentando brujería contra la gangrena con vendas, yodo y agua. La cámara era una masa de cristal y metal en ruinas, el león estaba muerto, aunque algún tipo de retribución elemental le había dotado de la fuerza para el último golpe. Había un cadáver humano del que hacerse cargo y una vida que salvar si fuera posible.

Desde Kisumu se enviaron mensajes con un mensajero y por telégrafo. Y los mensajes se recibieron. Se pidió que el muerto fuera incinerado y sus cenizas traídas a Nairobi.

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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