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Authors: Beryl Markham

Al Oeste Con La Noche (30 page)

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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-En tu opinión, ¿qué tamaño alcanzaba aquel macho? -Winston mira a Blix y después a mí.

Blix se encoge de hombros.

-¿El de Yatta? Muy grande.

-¿Colmillos de más de cien?

-Cerca de doscientos -dice Blix-. Era muy grande.

-Bueno, es endiabladamente raro que no viéramos ni siquiera su rastro.

Winston vuelve al silencio y mira con fijeza la noche como si su elefante pudiera estar allí, balanceando su inmensa trompa de un lado a otro con una burla silenciosa. Arriba en la meseta, el lugar de reunión del griego, y el griego espera sin que haya griegos a mano.

Vuelvo a mi lista de cosas necesarias, pero no por mucho tiempo. Me pregunto si debería cambiar -un año en Europa esta vez- algo nuevo, algo mejor quizá. Una vida ha de moverse o se estanca. Incluso esta vida, creo yo.

No es bueno decirte a ti mismo que un día desearás no haber hecho ese cambio; no es bueno anticiparse a los lamentos. Ningún mañana debería parecerse a ningún ayer.

Sin embargo, miro mi ayer de los meses pasados y veo que son tan buenos como muchos ayeres que cualquiera pudiera desear. Me siento a la luz de la hoguera y veo todos.

Las horas que los hicieron ser buenos, y también los momentos que formaron las horas. Tengo responsabilidades y trabajo, peligros y placer, buenos amigos y un mundo sin barreras en donde vivir. Me recuerdo a mí misma que estas cosas que todavía tengo las tendré hasta abandonarlas.

Asiento estúpidamente a algo que dice Blix y contribuyo a la hoguera con una ramita.

-¿Te estás durmiendo?

-¿Durmiendo? No. No, sólo estoy pensando.

Y yo también. Paso tanto tiempo sola que ese silencio se ha convertido en costumbre.

Con frecuencia, exceptuando a Ruta y Farah, estoy sola en el cuartel general de los safaris día tras día noche tras noche, mientras los cazadores, tras una manada que he descubierto o a la espera de que encuentre una, están acampados a varias millas de distancia. Al amanecer esperan el sonido de mi Avian, y siempre llega.

En tales ocasiones me despierto mucho antes del alba y siempre encuentro a Ruta preparado con mi taza de té caliente; la bebo y miro cómo se apagan las estrellas encerradas en el triángulo de mi tienda abierta.

Siempre hay neblina cuando Ruta y yo retiramos las cubiertas de lona del motor, la hélice y la carlinga. Cada día húmedo en el trópico es un recién nacido y no respira, por muy preñada que esté la noche que le dio vida. Despego en el aire muerto con los accesorios de mi singular profesión colocados en su sitio.

Están las sacas de los mensajes amontonadas en dos cajas especiales de teca, a los dos lados en el suelo de la cabina. Las sacas son bonitas a su manera. Puedo llevar una docena, bolsas pequeñas y marrones apoyadas y ajustadas con serpentinas largas de seda azul y oro para la visibilidad. El azul y el oro fueron mis colores hípicos; ahora son los colores aéreos.

Está mi bloc de notas enganchado a un tablero y colgado con correas atadas a mi muslo y la aljaba de lápices que llevo con él. Ese bloc y esos lápices son cómplices de tantos garabatos frenéticos...

Y también mi frasco de morfina. Lo guardo en el bolsillo de mi chaqueta de vuelo como un fetiche, porque el médico militar de Nairobi me dijo que lo guardase y masculló algo sobre los aterrizajes forzosos en eriales inaccesibles y caídas en lo más profundo de los bosques a donde los hombres apenas pueden llegar... a tiempo. Insistió en que tomase esta precaución, haciéndome devolver el frasco cerrado cada cierto tiempo para cambiarlo por otro nuevo. Nunca se sabe, dice siempre, ¡nunca se sabe!.

Y equipada de esta manera le digo
kwaheri
a Ruta todos los días a la luz legañosa de la mañana, vuelo hasta ver el humo del campamento de los cazadores e inclino las alas a modo de saludo. Después salgo hacia el océano agitado de matorrales a buscar la presa para ellos y, cuando la encuentro, ¡qué escalofrío, qué momento tan satisfactorio!

A veces vuelo en círculo durante casi una hora, sobre una manada, e intento determinar el tamaño del macho mayor. Si al final decido que lleva suficiente marfil empieza mi trabajo. He de trazar la ruta de la manada hasta el campamento de los cazadores, invertir la ruta, apuntarla en el cuaderno, considerar la distancia, dar detalles del terreno, informar de los animales que haya por los alrededores, apuntar los charcos e indicar cuál es la forma más segura de aproximación.

Debo encontrar de nuevo la señal de humo, vigilar la brújula, tener una mano libre para escribir y el calculador del rumbo y de la distancia preparado por si lo necesito. Me siento triunfante cuando puedo lanzar una nota como la que Blix me ha devuelto y sigue doblada en mi diario:

Un macho muy grande -colmillos también- que calculo de unas 180 libras. En una manada de unos quinientos. Otros dos machos y muchas crías en el rebaño pacen tranquilamente. Vegetación densa, árboles altos, dos charcas, una casi a media milla de distancia de la manada NNE. Otra a una dos millas ONO. Terreno bastante despejado entre tú y el rebaño, con un claro abierto a medio camino. Muchos senderos. Gran manada de búfalos al SO de los elefantes. No se divisan rinocerontes. Su rumbo 220 grados. Distancia aproximada de diez millas. Volveré dentro de una hora. Trabaja mucho, confía en Dios y mantén los tres ojos abiertos -Oliver Cromwell.

Bueno, Cromwell lo decía y sigue teniendo sentido.

Todo tiene sentido -el humo, la caza, la diversión, el peligro. ¿Qué pasaría si saliera una mañana y no volviera? ¿Qué pasaría si me fallara la Avian? Muchas veces vuelo demasiado bajo por necesidad para divisar un lugar donde aterrizar (suponiendo que haya un lugar donde aterrizar) si llega el caso. No, si el motor me falla o si una tormenta rápida me introduce en la breña y en la sansevieria, bueno, ése es el riesgo y ése es el trabajo. De cualquier manera, Blix les ha dicho a Farah y a Ruta lo que han de hacer si alguna vez tardo más tiempo del que se supone me ha de durar la gasolina: ir hasta un telégrafo a pie o en camión y mandar un telegrama a Nairobi. Tal vez alguien como Woody empezaría la búsqueda.

Mientras tanto ¿no tengo dos cuartos de agua, una libra de cecina y el sueño del doctor en un frasco (si me quedara fuera de combate y las Siafu estuvieran hambrientas esa noche)? En realidad lo tengo y además no estoy indefensa. Tengo un Lüger en el casillero, una escopeta que Tom insistió en que llevara, y la cual puede utilizarse como un rifle corto sólo con ajustarle la culata de emergencia. ¿Qué podría estar mejor? Yo misma soy una expedición, que se completa con raciones, un arma y un libro para leer:
Navegación Aérea, de Weems
.

Todo esto ¡y también descontenta! Por otra parte, ¿por qué estoy aquí sentada soñando con Inglaterra? ¿Por qué estoy contemplando el fuego como un alma perdida que busca una esperanza cuando tengo todo lo que quiero a mi alcance? Porque soy curiosa. Porque ahora soy incorregiblemente nómada.

-¡Beryl, despierta! -ruge Blix. Winston se mueve y algo corre asustado por la breña.

-Te he dicho que no estoy dormida. Estoy pensando.

-¿En Inglaterra?

-Sí, en Inglaterra.

-Está bien... -Blix se levanta, bosteza y se estira, de manera que las sombras de sus brazos ante la luz de la hoguera abarcan todo el África que abarcan sus ojos.

-Está bien -repite-, ¿cuándo nos vamos?

-Primero me voy a Elburgon -digo- a ver a mi padre. Después, si de verdad quieres venir, salimos.

Elburgon no es una ciudad; es sólo una estación del Ferrocarril de Uganda, uno de los muchos accesos a un país amplio y familiar. Allí, como en Njoro, mi casa da al valle Rongai y, como en Njoro, el bosque de Mau se cierne con un silencio resignado, rondando los bordes de campos recién robados a sus viejos árboles. Voy galopando hacia donde mi padre todavía amaestra sus caballos y donde puedo aterrizar con mi avioneta. Se ha hecho todo -todo lo material- para dar a este lugar un aspecto favorable, de amistad de tolerancia y convivencia, pero el carácter de morada, como el de un hombre, se crea lentamente.

Las paredes de mi casa no tienen recuerdos, ni secretos, ni risas. No se ha respirado suficiente vida en ella, su calor es artificial; muy pocas manos han cerrado los picaportes de las ventanas, muy pocos pies han pisado los umbrales. Las tablas del suelo cohibidas como la juventud o falsamente orgullosas como los nuevos ricos no son todavía lo bastante ágiles como para expresar un solo crujido cordial. Con el tiempo podrán hacerlo, pero no para mí.

Mi padre me coge del brazo, abandonamos el mirador, las sombras del sol poniente avanzan por el valle y entramos a la gran sala cuya chimenea de piedra nativa no está desgastada ni manchada de ceniza. En este ambiente no será tan difícil decir adiós como lo fue en Njoro en cierta ocasión.

Mi padre se apoya en la repisa de la chimenea y empieza a llenar su pipa de tabaco. Su aroma confiere la presencia de treinta años desvanecidos. El aroma y el olor del humo son para mí la quintaesencia del recuerdo.

Pero el recuerdo es una droga. El recuerdo puede retenerle contra tu fuerza y contra tu voluntad, y mi padre lo sabe. Ahora tiene sesenta y cuatro años y se merece las sillas amplias, los cuidados, los sueños entre el tabaco y los amiguetes criticones, si los quiere tener. Podría decir con toda la razón: Ya soy viejo. Me he ganado el descanso.

Pero no lo hace. Dice:

-Sabes, me gusta África del Sur. Me gusta Durban. Me voy allí a empezar a amaestrar caballos.

Las carreteras son buenas y las apuestas fuertes. Creo que es una buena oportunidad. Anuncia su intención con la esperanza optimista de un colegial.

-Así que cuando vuelvas -dice- estaré allí.

No me da opción a la duda, ni al remordimiento del momento, ni al lujo de sentirme joven, ni él se permite el dolor sensiblero de sentirse viejo.

Nos sentamos juntos en la noche y comentamos las cosas que hemos reservado para que el otro las oiga. Hablamos de Pegaso, y de cómo murió una noche en su establo sin que nadie pudiera encontrar un motivo para ello.

-Tal vez una serpiente -dice mi padre-. Las mambas amarillas son mortales.

Puede que fuera una mamba, o quizá no. Sin embargo, fuera lo que fuese, Pegaso -bautizado así con tanta ilusión hace tanto tiempo- ya se fue y rindió sus alas etéreas para el logro de otras de madera y acero que vuelan a la misma altura y más, pero a pesar de todo no tienen tanto empuje ni son capaces de llevar tal cargamento de esperanza.

Así pues hablamos de eso y de otras cosas, de la próxima subasta de mi Avian, de Arab Ruta y de Tom, quien junto con Charles Scott había ganado la mayor carrera aérea jamás organizada -de Inglaterra a Australia- contra los mejores pilotos del mundo reunidos.

-¡Qué extraño es -dice mi padre- que un viejo amigo y vecino nuestro haya hecho algo tan maravilloso! ¡Más de once mil millas en setenta y unas horas!

Me parece maravilloso, pero no extraño. Hay hombres cuyos fracasos no sorprenden a nadie y otros cuyos triunfos pueden preverse fácilmente. Tom era uno de ésos.

Me levanto de la silla y mi padre mira el reloj. Es hora de dormir. Saldré por la mañana, pero no hemos mencionado el adiós. Hemos aprendido a ser frugales incluso en esto.

Por la mañana entro en la avioneta, miro la longitud del trozo de tierra que utilizo de pista y agito la mano a mi padre. Yo sonrío y él sonríe, y también me agita la mano. Sólo tengo una parada en Nairobi (para Blix) y la siguiente parada nocturna será en Juba, en el Sudán Angloegipcio.

El avión avanza, saludo otra vez y dejo a mi padre de pie en la tierra en donde ha permanecido durante tanto tiempo y con tanta firmeza. Doy una vuelta e inclino las alas, creo que la Avian hace voluntariamente su última reverencia, la última, por lo menos para él.

No vuelve a saludar. Se queda allí con la mano como visera sobre los ojos mirando hacia arriba. Y yo me sitúo en trayectoria horizontal, fijo el rumbo y me alejo.

XX

KWAHERI SIGNIFICA ADIÓS

Un mapa en manos de un piloto es un testimonio de la fe de un hombre en otros hombres; es un símbolo de seguridad y de confianza. No es como una página impresa que sólo contiene meras palabras ambiguas o ingeniosas, a la que su lector más creyente -incluso su autor- debe conceder el beneficio de la duda.

Un mapa te dice: Léeme con atención, sígueme con cuidado, no dudes de mí. Dice: Soy la tierra en la palma de tu mano. Sin mí estás solo y perdido.

Y verdaderamente lo estás. Si bajo la dirección de alguna mano malévola se destruyeran y desaparecieran todos los mapas de este mundo, todo hombre volvería a estar a ciegas, toda ciudad se convertiría en extraña para las demás, todo cartel indicador se transformaría en una señal de tráfico sin sentido apuntando hacia la nada.

Sin embargo, al mirarlo, al sentirlo, al pasar un dedo por sus rayas, un mapa es algo frío, sin gracia y monótono, que nació de un compás y del tablero de un delineante. Esa línea costera ahí, ese garabato desigual de tinta escarlata, no presenta arena, ni mar, ni rocas; no habla de ningún marino que desplegando erróneamente todas las velas en mares dormidos lega un garabato inestimable para la posteridad en la piel de una oveja o en un trozo de madera. Esa mancha marrón que señala una montaña no tiene ningún significado para quien la mira al azar, aunque veinte hombres, o diez, o uno solo puedan haber malgastado su vida para escalarla. Aquí hay un valle, allí una ciénaga y allí un desierto; y aquí hay un río que algún alma curiosa y valiente, como un lápiz en manos de Dios, trazó por vez primera con los pies ensangrentados.

Aquí está tu mapa. Despliégalo, síguelo, después tíralo si quieres. Es sólo un papel. Sólo un papel y tinta, pero si piensas un poco, si te detienes un momento, verás que muy pocas veces se han unido estas dos cosas para hacer un documento tan modesto y, sin embargo, tan lleno de historias de esperanza o sagas de conquista.

Jamás he perdido ni tirado ninguno de los mapas con los que he volado; tengo un baúl que contiene continentes. Tengo los mapas que siempre utilicé para ir a Inglaterra y volver. Tengo el diario de mi vuelo con Blix.

No fue un vuelo récord, ni en velocidad ni en duración; nos tomamos el tiempo necesario y evitamos las paradas innecesarias; pero no fue un vuelo aburrido. Incluso en marzo de 1936, hacia el final de ese innoble bandidaje que los eufemistas italianos del momento llamaban la conquista de Etiopía, seguía siendo un hecho nada normal el volar de Nairobi a Londres. Había aeropuertos a lo largo de todo el camino, pero el terreno entre ellos -o al menos gran parte del mismo- poseía las mismas características de lejanía y aspecto poco fiable que la superficie de la luna vista a través de una lente. Se diferenciaba de ésta en que su acceso resultaba siniestro y se parecía en que su aspecto era igualmente impresionante.

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