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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (31 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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Besé a mi madre. Después, viendo sus ojos sobre mí y alegre entonces por no haber olvidado mi deber, lo abracé antes de irme. Lo sentí extraño al contacto, huesudo y rígido. Creo que no lo había abrazado desde que murió mi abuelo, excepto en el muelle cuando partió hacia Sicilia.

Tuvimos que patrullar duramente, y así pasaron algunos días. El calor era abrumador, los cerros estaban resecos y las moscas que llenaban el campamento no dejaban de atormentar a los caballos. Protegimos un valle en el que había dos o tres granjas; pero en la lucha el joven Gorgias fue muerto. Resultó duro verle, a él que siempre había sido bromista, morir retorciéndose de dolor, y asombrado de que hubiera algo ante lo cual no podía reír. Lisias, cuyo destino era siempre llevar tales noticias a los padres de los jóvenes muertos, parecía más apenado que comúnmente. A causa del calor no nos fue posible conducir el cuerpo y tuvimos que quemarlo en la ladera de un collado. Hacia tanto calor que nadie podía ver las llamas, sino sólo un aire ondulado y el cuerpo humeando y crepitando. Mientras ardía, Lisias me preguntó:

—¿Tenía amante?

Le dije que no, sólo una querida, una muchachita flautista.

—Le llevaré algún recuerdo suyo —observé—. Estoy seguro de que le gustará.

—¿Por qué? —replicó Lisias—. Que se conforme con lo que ya ha tenido.

Cuando regresamos, vino a presentar sus respetos a mi padre, y ambos hablaron sobre la guerra. Después mi padre dijo:

—Supongo que Alcibíades se encuentra aún entre los espartanos. A estas alturas, ha debido acostumbrarse ya a la vida dura.

—No, señor —respondió Lisias—. Ahora está en Persia.

Habíamos recibido esa noticia hacía algunos meses, pero yo no la había mencionado. Mirándole fijamente, mi padre preguntó:

—¿En Persia? ¿Cómo es posible? ¿Qué hacía, para caer en manos de los bárbaros?

—Bien —respondió Lisias, sonriendo—, cayó como un gato cae en la escudilla de leche. Esparta empezaba a ser demasiado peligrosa para él. El rey Agis había ordenado su muerte. Se dice que Tisafemes, el sátrapa, le tiene en gran estima y que él hace a los príncipes persas parecer insignificantes como pollos junto a faisanes.

—¿De veras? —observó mi padre.

Y comenzó a hablar de otras cosas.

Aquella noche, cuando pasé por el patio, él se hallaba allí arrojando al pozo algunas onzas rotas. Cuando un poco más tarde volví allí casualmente, vi un pequeño tiesto sobre el brocal del pozo. La pintura parecía tan delicada que lo tomé entre mis manos. Había una liebre galopando y una mano extendida. Era un pedazo de la copa de Baquio.

Aun cuando había adivinado que en adelante las cosas no serían fáciles en casa, intenté no pensar en ello, sorprendido por la bajeza que representaba pensar mal de alguien que había sufrido tanto. Pero mi buena disposición no duró mucho tiempo. La primera complicación la causó la pequeña Charis. Si sólo hubiera contado un año o dos más se habría podido razonar con ella. Pero tenía la mente llena de historias concernientes a la belleza y las heroicas hazañas de su padre. Muy a menudo la había visto señalar a algún héroe pintado en un jarrón o en una pared, o incluso a un dios, y decir: «Padre».

Y entonces, en lugar de aquello, le ofrecíamos aquel feo y severo anciano. No creo que después volviera a confiar completamente en la gente. Sé que catorce años más tarde, cuando arreglé su compromiso matrimonial con una excelente persona, escuchó sin conmoverse mis detalles sobre él y no quedó conforme hasta verle con sus propios ojos. Casi me sentí furioso con ella, hasta que recordé lo sucedido años antes. Mi padre, que parecía no poner en duda que su carta se hubiera perdido, creo que habría llegado a aceptarla con agrado a no ser porque diariamente se sentía herido por su aversión. Esto en sí era ya bastante malo, pero aún era peor la forma que tenía de venir corriendo a refugiarse en mí. No podía nunca decidirse a llamarle padre, lo cual era muy perceptible porque a mí me llamaba Lala desde que aprendió a hablar. Intenté quitarle esa costumbre, y pronto me di cuenta de que mi madre hacía otro tanto.

Comparado con ella, me sabía feliz. Cualquiera hubiera podido suponer que después de tantas necesidades y afanes, las simples comodidades debieran haber sido una bendición para él; pero no podía soportar el menor cambio en nuestros viejos hábitos. Ella le explicaba la causa y las razones de que nos entregáramos al trabajo, y él asentía, pero no se reconciliaba con esa necesidad. Mi madre no se lamentaba ante mí, y sólo una vez mencionó ese asunto. Fue cuando me suplicó que no le dijera que mientras él se encontraba ausente yo le había enseñado a leer. Había sido una alumna muy inteligente. Aquellas lecciones fueron para mí una felicidad, y creo que también para ella. Incluso podía leer poesía si era fácil, y yo había empezado a enseñarle a escribir. Entonces raramente nos era posible hablar, pues mi padre odiaba tenerla fuera de su vida, y siempre la llamaba cuando su ausencia era larga.

Mis pensamientos se detenían en eso lo menos posible, pues era penoso para mí, en forma tal que no siempre ejercía un dominio sobre ellos. Al cabo de un tiempo comprendí que no me agradaba verla curarle los pies, lo cual era la última cosa que hacía antes que se retiraran a descansar. Yo solía salir, y paseaba por las calles.

Ni siquiera a Lisias podía decirle mucho. Y no era sólo que me diese cuenta de lo muy confusos que podían llegar a parecerle mis sentimientos. Había otra causa. Últimamente las cosas no se desarrollaban entre nosotros tan bien como antes. Que él se sintiera desalentado después de los Juegos era algo que no lograba comprender; pero cuando me percaté de que se volvía celoso, me sentí perplejo. Era demasiado joven para haber aprendido a comprender eso. Sólo sabía que no le había dado motivo alguno ni siquiera en lo más profundo de mi mente. Que sospechara en mí la bajeza de alegrarme por su descalabro, me producía un infinito dolor; y, sin embargo, reprochárselo me parecía aún más bajo. En otros tiempos nadie había sabido perder mejor al ser derrotado por un hombre mejor, de modo que yo no alcanzaba a comprender por qué se sentía tan profundamente abatido por haber sido vencido por uno peor. Sólo sentía mis propios pesares, como un estúpido campesino que, cuando se desploma el techo del templo, se lamenta de su olla rota.

Si hubiera ido a Sócrates con esos problemas, no sólo me habría él ayudado, sino que se hubiera mostrado dispuesto a ayudar también a Lisias. Pero en mi mente había un gran revoltijo de cosas de las que no podía hablar a nadie.

Mientras yo me hallaba de patrulla Estrimón hizo su primera visita a mi padre. Desde que alcancé la mayoría de edad nos había molestado muy poco, de manera que le había alejado de mi mente.

El daño que entonces nos hacia sólo fue apareciendo gradualmente.

Mi padre revisó los documentos de la granja, y en ellos no encontró sino equivocaciones. Era evidente dónde había adquirido sus falsas informaciones, y pronto lo aclaré todo. Sin embargo, me di cuenta de que su resentimiento no se había desvanecido. De nuevo supe que Estrimón le había visitado mientras me encontraba en la Ciudad, y poco después mi padre me acusó de frecuentar malas compañías. Apenas el nombre de Fedón fue mencionado, supe a quién tenía que darle las gracias.

—Señor —dije—, Fedón es melino. Tú sabes mejor que yo que no pudo elegir. Su casta es tan buena como la nuestra, y ahora vive como le corresponde. Supongo que no juzgarás a un prisionero por la suerte que la guerra ha echado sobre sus hombros.

Mis palabras le afectaron de un modo demasiado personal. Se enfureció y, nombrando a Sócrates, dijo de él lo que yo, por respeto a los muertos, no citaré aquí, a pesar de haber transcurrido tantos años. Algo después, encontré a mi madre llorando en su telar. Como no había nadie allí, le supliqué me contara su pesar. Ella sacudió la cabeza, y no contestó. Me acerqué hasta que nuestros vestidos se tocaron, y sentí contra la cara el roce de su cabello. Mi propósito era abrazarla, pero la confusión se apoderó de mí. Contuve con fuerza el aliento, y quedé quieto. Ella mantenía vuelta la cabeza, intentando ocultar las lágrimas. Por fin, dije:

—Madre, ¿qué vamos a hacer?

Ella movió de nuevo la cabeza y, volviéndose hacia mí un poco, puso la mano sobre mi pecho. La cubrí con mis dos manos, y a través de ella pude sentir los latidos de mi corazón. Mi madre empezó a apartar de mí suavemente su mano, hasta que de pronto, con un movimiento rápido y violento, me separó de su lado. Entonces también yo oí el ruido que hacía afuera el bastón de mi padre. Permanecí allí como ofuscado, sin resolverme a quedarme ni a huir, hasta que oí su voz mandándome a un encargo en cierta parte de la casa.

Cuando me iba, le oí preguntarle a ella ásperamente qué la apenaba.

Después de eso con frecuencia solía ver sus ojos sobre mí, siguiéndome mientras me movía por la habitación. Era evidente que pensaba que ambos nos lamentábamos contra él. En la casa no había sino desdicha, y por eso la mayor parte del tiempo lo pasaba en la Ciudad. Mientras paseaba por la columnata, encontré a Carmides. Yo estaba entonces tan lejos de ser un inexperto joven, que en su conversación podía experimentar la complacencia de un hombre, pues sus frívolas maneras ocultaban una mente muy desarrollada. Dimos juntos dos o tres vueltas, mientras él me decía que Sócrates le había reprochado que malgastara sus dones en ociosa charla, cuando hubiera podido aplicarlos útilmente en los asuntos de la política.

Tenía bastante de ella en casa. El pie de mi padre había curado, y empezaba a salir de nuevo a la Ciudad, para reunirse con sus viejos amigos, junto con algunos nuevos que me causaban muy mala impresión. Toda su moderación había desaparecido. A menudo le oía expresarse contra los demócratas con una aspereza como hasta entonces raramente había oído en nuestra casa.

Durante un período de paz entre nosotros, le hice participe de mis preocupaciones a Lisias.

—No hagas caso —repuso— ¿Te maravillas de que sólo el pasado le parezca bueno? Un hombre que se vuelve viejo no se da cuenta de que el dulce sabor que recuerda es el sabor de su juventud y su fuerza.

—Pero si aún no ha cumplido cuarenta y cinco años.

—No hagas caso. No le queda otra elección que la de ser amargo sabiendo en qué forma se perdió el ejército. El vulgo dejó que Alcibíades lo lanzara a una aventura en la que sólo él tenía alguna probabilidad de salir con bien. Después las gentes, atemorizadas por sus enemigos, transfirieron el mando. Aún sigo creyendo que eso constituyó una lección para el pueblo; pero admito que no ha pagado el mismo precio que tu padre.

Aquel día fuimos felices, y nos mostramos más que comúnmente tiernos el uno hacia el otro, como solía ocurrir cuando nos reconciliábamos entre dos querellas.

Pero en casa las nubes siempre eran negras después de la lluvia.

Yo, que había dormido profundamente incluso la noche anterior a los Juegos, entonces permanecía despierto, temeroso de no sé qué, sabiendo tan sólo que la tranquilidad no duraría y que las cosas no ofrecían aspecto de mejorar. No lo comprendía. Una vez, tras haber tenido una discusión con Lisias, fui a un prostíbulo, lo que no había hecho nunca excepto aquella vez en Corinto. Pero aquello me produjo enorme repugnancia.

Un día, algo después de la hora de la cena, oí a mi padre llamar a Sostias, y no percibí contestación alguna. El corazón me dio un vuelco. Me deslicé fuera de la casa para ir a buscarlo, sabiendo dónde podría encontrarle. Naturalmente, Sostias estaba borracho en la bodega. Lo sacudí y maldije, pero no conseguí hacerle recobrar el reconocimiento. Desde que había envejecido, aquello sucedía una vez cada mes, o cada dos meses. Por supuesto, le azotaba siempre, pero quizá no tan fuertemente como hubiera debido. Era un hombre lleno de buena voluntad, y nos quería a todos. Yo ignoraba que últimamente, mientras me encontraba en la guerra, se embriagara muy a menudo. Mi padre lo tenía atemorizado, y con eso su torpeza se había hecho peor que nunca. Supongo que bebía para tratar de levantar el ánimo. Mientras estaba haciendo esfuerzos para ponerlo de pie, mi padre nos sorprendió.

—Ya te había advertido lo que te esperaba si volvía a encontrarte borracho otra vez. Te lo has buscado tú mismo —le dijo.

Azotó a Sostias con más fuerza de la que yo sospechaba en él, y después lo encerró en el vacío almacén junto al establo. Cuando llegó la noche le pedí que lo dejara salir.

—No —contestó mi padre—. Correríamos el riesgo de que huyera. Mañana lo venderé al dueño de una mina, como le advertí la última vez que lo sorprendí borracho.

Me hallaba demasiado sorprendido para contestar. Sostias se encontraba entre nosotros desde que yo tenía uso de razón. Ninguno de nosotros sabía que alguna vez hubiera sido vendido a Laurio un esclavo doméstico, excepto cuando cometía algún acto verdaderamente imperdonable. Al fin dije:

—Ya no es joven, señor. En una mina de plata, no vivirá mucho.

—Eso depende del material de que esté hecho —replicó mi padre.

Después, en el silencio de la noche, oí a mi madre dirigirle ruegos. Él contestó con cólera, y ella calló. La noche era cálida y cerrada. Yacía inquieto en la cama, pensando en los días no muy lejanos, cuando nuestras pequeñas carreras de relevo eran una broma en la que también Sostias participaba. Asimismo recordé mi niñez, y aquel día en que él me ocultó de la mujer de Rodas cuando ella quería pegarme. Por último, no pude soportarlo más. Me levanté suavemente, y fui a la despensa a buscar comida. Mientras me dirigía a la puerta del almacén, oí adentro unos extraños ruidos. Abrí. La luz de la luna, penetrando a través de un ventanuco enrejado, me mostró a Sostias, que se volvió para mirarme con fijeza. En las manos sostenía una cuerda que había estado lanzando a la viga.

Entonces se produjo una breve y penosa escena, durante la cual ambos derramamos lágrimas. No estoy seguro de lo que me había propuesto al principio; quizá sólo darle algo para cenar, y después decirle adiós.

—Sostias —dije—, si al irme me olvido de cerrar la puerta, tú sabrás adónde ir. Posiblemente encontrarás a algún jinete en los collados. Ocúltate hasta que los oigas hablar. Si se expresan en dórico, diles lo que has hecho. Podrás conseguir trabajo en Megara o en Tebas.

Se arrodilló, y lloró sobre mis manos.

—Amo, ¿qué te hará tu padre por haberme ayudado a escapar?

—No importa lo que haga. En todo caso, no podrá venderme a Laurio. Procura despejarte, y buena suerte.

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