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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (45 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Jenna soltó la canoa y caminó hacia el pequeño. Los movimientos del bosque cesaron, o quizá dejó de percibirlos. Sólo existían el niño y ella. Cuando llegó a una distancia a la que hubiera podido tocarlo, se arrodilló y lo miró con detenimiento. Sus ojos eran como relucientes guijarros, lo cual, se dijo Jenna, sólo lo volvía más bello. Rostro redondeado, piel morena y atezada. El corazón de Jenna dio un vuelco. Era la primera vez que lo veía desde el día en que le fuera arrebatado, y no podía creer a sus ojos.

—¿Bobby? —volvió a preguntar.

El niñito asintió con la cabeza.

—Hola, mami —dijo.

Jenna había creído que reaccionaría de otro modo. No lloró, como esperaba. Rio. Rio y rio, y tendió sus brazos y lo estrechó. Era real. Un niño. Que respiraba, se movía, hablaba. Y ella lo abrazaba. Con todas sus fuerzas para no perderlo.

—Viniste a mí —dijo Bobby.

—Sí, hijito, vine a por ti. Vine a ti.

Se apartó para contemplarlo. No pudo creer lo que veía. Lo bien que estaba, lo agradable que era su contacto. Volvía a ser suyo. Después de todo ese tiempo. Estaba con su hijo.

Él le tomó la mano y la condujo hacia el bosque.

—¿Dónde vamos?

—A casa —respondió él, apartando las ramas para entrar al mundo que era el bosque. Y Jenna, jurándose no soltar esa mano jamás, lo siguió.

36

E
l ruido del motor del avión hacía imposible que Robert oyera a Eddie. Y cuando fueron en la camioneta de Tom a casa de David, Eddie fue junto al conductor, mientras que Robert quedó relegado al asiento trasero. Así que cuando llegaron a casa de David, Robert sabía poco más que cuando salió de Wrangell. Y estaba furioso de verdad.

David los recibió en la puerta. Llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de mezclilla decorada con orlas de abalorios; tenía una manta de un vivo color rojo sobre los hombros. En la sala de estar, un gran fuego ardía en el hogar. Fuera, las hojas se estremecían con el viento.

—No puedo creer que no me diese cuenta —le dijo Eddie a David—. Todo ocurrió delante de mí. Pero sólo ahora lo entiendo. Él no me dejó ver sus ojos.

—Pueden ser muy persuasivos. Te nublan el entendimiento.

—Tendría que haberlo detenido.

—¿Me podrías decir dónde está mi esposa, si no es molestia? —interrumpió Robert, exasperado. Estaba harto de repetir una y otra vez la misma pregunta.

—¿No lo sabe? —le preguntó David a Eddie.

—Para empezar, estoy aquí, así que puedes hablarme directamente a mí —interrumpió Robert—. En segundo lugar, no sé una mierda. Y, tres, ¿quién eres tú, y qué hiciste con mi esposa?

—No hice nada con su mujer, señor Rosen. A su esposa se la llevaron los kushtaka.

—¿Y quiénes son estos kushtaka?

—Espíritus indios. Se llevaron al hijo de ustedes hace dos años.

Robert alzó los brazos al cielo.

—¡In-cre-í-ble! ¿No sabes en qué siglo estamos? Si esto fuese Borneo o algo por el estilo, sería comprensible que un chamán me dijese una cosa así. Pero ¡estamos en Estados Unidos! ¡Tenemos el mejor sistema de instrucción pública del mundo! No puedo creer que me diga semejante estupidez.

—Robert. —Eddie quería calmarlo—. Lo vi con mis propios ojos. Alguien que parecía David vino a casa anoche y se llevó a Jenna.

—Oye, Einstein, ¿no se te ocurrió que tal vez fuese David y que todo esto pudiera ser un engaño?

—No era yo, Robert. Yo estaba aquí, en casa. Los kushtaka se metamorfosean. Te leen la mente y adquieren la forma de alguien en quien confías. Por lo general, un familiar, a veces, un amigo. Si no confías en nadie, toman la forma de un desconocido.

—Dos palabras —dijo Robert, levantando dos dedos—. Pura mierda.

David se quitó la manta de los hombros y la metió en su mochila, que ya estaba llena a rebosar de provisiones.

—No le pido que crea nada, señor Rosen —añadió David mientras se dirigía a la puerta—. Su mujer y su hijo están con los kushtaka. Puede escoger creer o no, ello no cambiará la realidad de las cosas. Si tengo suerte, regresaré. Si tengo mucha suerte, volveré con Jenna.

Abrió la puerta vidriera y se volvió a Eddie.

—Es importante que mantengas encendido ese fuego, ocurra lo que ocurra. Ese fuego es mi faro. Sin él, no podré regresar.

Eddie asintió con la cabeza.

—Aquí no corréis peligro. Pero ambos debéis permanecer dentro hasta mi retorno. Si no he vuelto de aquí a ocho días, llamad a mi esposa, que está en Vancouver. Ahí dejé el número. Ella sabrá lo que hay que hacer.

David salió y cruzó el claro en dirección a los árboles que se veían a lo lejos.

***

¿Ocho días? Las palabras resonaban en la cabeza de Robert. Por algún motivo, le resultaba difícil digerir el concepto. Ocho días. Es decir, una semana más un día. Ciento sesenta horas más treinta y dos horas son ciento noventa y dos horas. ¿Cómo era posible que Livingstone se marchara durante tanto tiempo? ¿Y cómo pretendía que Robert pasara todo ese tiempo bajo el mismo techo que Eddie?

Robert y Eddie permanecieron sentados en silencio durante casi una hora. Es decir, que todavía faltaban ciento noventa y una. Y durante esa hora, todo lo que hizo Eddie le produjo repelús a Robert. Como el chirrido de unas uñas sobre una pizarra. Eddie, de pie frente al fuego, hurgando metódicamente con el atizador para que las llamas devorasen la madera. Inclinándose sobre las ascuas para soplar y darles vida. Acomodando con delicadeza un leño encima de los otros. Qué irritante se puede ser.

Se preguntó qué sería exactamente lo que Jenna encontraba atractivo en Eddie. Probablemente, su brutalidad. Su mentalidad de hombre de los bosques. Quizá el hecho de que supiera ocuparse de un fuego. Hacía años que Robert no encendía el hogar de su casa. Lo ahumaba todo y ensuciaba el suelo. Sí, tal vez todo se redujese a lo de hacer fuegos. Hacía un tiempo, Robert había sugerido poner un sistema de gas en el hogar de la casa, pero Jenna lo rechazó de plano. Robert tendría que haberse dado cuenta de que se trataba de una advertencia.

Si hubiese algo con qué distraerse. Una televisión, para ver el canal del tiempo o lo que fuere. Cualquier cosa. Una vieja cinta de vídeo de Blade Runner para verla una y otra vez. Se volvería loco si tenía que pasar otras ciento noventa horas sentado en aquella sala con Cocodrilo Dundee.

Al fin, preguntó:

—¿No hay una tele aquí?

—Lo dudo —dijo Eddie, meneando la cabeza—. Estamos bastante lejos de todo.

—Podrían aprovechar una de esas ofertas de antenas individuales. Ya sabes, las que captan novecientos canales.

Eddie se limitó a asentir en silencio mientras miraba el fuego. Robert se preguntó si seguiría algún deporte. Al menos, el fútbol debía de existir en Alaska. O el baloncesto. ¿No había leído algún artículo que decía que el baloncesto era todo un culto en Alaska? Equipos de escuela secundaria recorrían todo el estado, participando en torneos.

—¿Qué te pasó en el brazo? —preguntó.

—Un accidente de pesca.

Robert asintió con la cabeza.

—¿Eres pescador?

—Sí.

—¿Es verdad que todos los pescadores son alcohólicos?

Eddie alzó la vista para mirar a Robert, que estaba sentado frente a la mesa, en el otro extremo de la habitación. No pudo dilucidar si quería mostrarse antipático o si sólo tenía un sentido del humor ácido.

—No —respondió. Volvió a mirar al fuego.

Robert se levantó y se le acercó. Tomó asiento en el sofá que había frente al hogar.

—Disculpa, ¿te ofendí? No fue mi intención.

—No me ofendiste —dijo Eddie.

Robert miró cómo Eddie hurgaba el fuego con el atizador. Recordó que era posible que también hubiese hurgado a Jenna. Lo había negado, sí, pero Robert no estaba convencido. Robert sospechaba que Jenna y Eddie estaban compinchados contra él. Quizá todo aquello fuese un elaborado engaño para traerlo a ese lugar remoto y matarlo. Quizá lo que hacía Eddie era calentar al atizador hasta que estuviese al rojo, para después clavárselo.

Sintió una repentina oleada de asco y decidió que quería una respuesta franca. Que todos mostraran sus cartas. No es justo ocultar nada si vas a pasar ocho días a solas con alguien. Mostrémoslo todo. Ya veremos los resultados.

—Dime, Eddie, ¿te follaste a mi mujer?

Sorprendido, Eddie se volvió y alzó las cejas.

—¿Cómo dices?

—¿Te follaste a mi mujer?

Eddie se levantó y se sacudió un poco de ceniza de los tejanos.

—No me parece que la cuestión sea ésa. —No sabía cómo responder.

—Joder, pues sí que lo es. Hombre, anoche en tu casa lo hiciste muy bien. Eso de negarlo todo. Por un rato te creí. Ya sabes, lo de que Jenna vino aquí para alejarse por un tiempo y tener ocasión de ordenar sus pensamientos…

—Es verdad. Por eso vino.

—Lo creo. Sí, lo creo. Pero, claro, cuando os llevasteis el perro ese en la camioneta, me llamó la atención la forma en que Jenna se sentó a tu lado. Demasiado cerca, ¿entiendes? Prácticamente encima de ti. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que me habías mentido.

Robert jugueteaba con la cremallera de su chaqueta. Procuraba mostrarse tranquilo, serenar la furia que lo invadía.

—Así que, con franqueza, de hombre a hombre. ¿Te follaste a mi esposa?

Eddie no quería responder a esa pregunta. No era que le importara si Robert lo sabía o no. Pero la forma en que había sido formulada lo incomodaba. Follar. No es que se hubiese follado a Jenna. Es que se habían acercado tanto que parte de él había entrado en ella. Así era como lo explicaban en la clase de educación sexual de séptimo curso. El hombre y la mujer se aman tanto que una parte de él entra en ella.

—No comprendo —dijo Robert con una risa forzada—. ¿Por qué no puedes responder?

Eddie lo miró. Vio ira y confusión en sus ojos. Y, de hombre a hombre, sintió la necesidad de decírselo.

—Nos acostamos una vez.

Robert no tuvo una reacción visible. Su rostro permaneció inmóvil, con la mirada fija en Eddie. Pero ardía por dentro.

—¿Te gustó?

Eddie suspiró y meneó la cabeza. Se sentó en el borde de ladrillos del hogar y se frotó la frente.

—No entiendes. No se trata de eso.

—¿Estuviste casado alguna vez?

—No.

—Entonces, ¿cómo puedes saber de qué se trata?

Eddie se sentía muy mal, como la mierda. Todo lo que ocurría era una equivocación. Si no hubiese sido codicioso y no se hubiera apuntado para la temporada adicional de pesca del lenguado, no se habría herido el brazo y no hubiese conocido a Jenna y no estaría teniendo aquella conversación.

—Señor Rosen…

—Llámame Robert. Al fin y al cabo, puede decirse que somos hermanos.

—De acuerdo, Robert…

—Hermanos de coño. Así dice un amigo mío. Hermanos de coño. ¿Entiendes?

—Sí, mira, Robert, comprendo que estés furioso. Pero tienes que entender que el problema no soy yo. Jenna está muy alterada y se siente muy sola.

—Dime, ¿sería mucha molestia que me hicieras el grandísimo favor de no explicarme más nada sobre mi esposa? —A Robert le temblaba la voz. Trataba de no hacer movimientos repentinos, de no soltar los cojines del sofá para que Eddie no notara que le temblaban las manos. Pero estaba muy alterado—. Quiero decir que…, disculpa si me meto en algo que no me atañe, pero ¿os acabáis de conocer o esto ocurre a mis espaldas desde hace años?

—Nos acabamos de conocer.

—Muy bien, os acabáis de conocer. Pues te diré una cosa. Ella y yo nos conocemos desde hace diez putos años. Así que, por favor, no me expliques cuáles son los problemas de Jenna. ¿De acuerdo? Creo que tengo una idea bastante clara de ellos.

Eddie se encogió de hombros y miró al fuego. Robert trató de bajar la frecuencia de los latidos de su corazón. No había querido perder los estribos, pero no pudo evitarlo.

Que ese miserable seductor de esposas pretendiera explicarle a él quién era Jenna y qué le ocurría. Increíble. Hacía casi diez años que Robert pasaba casi cada día con ella, dormía cada noche con ella. Y ahora, este tío quería explicarle quién era ella. No había palabras para expresarlo. Era frustrante. Agraviante. Enfurecedor.

Robert se puso de pie con brusquedad y se dirigió a la puerta trasera. Salió y caminó hacia el mar. Necesitaba serenarse, controlarse. Faltaban ciento ochenta y nueve horas. Tenía que tomárselo con calma si pretendía sobrevivir durante todo ese tiempo.

***

David caminaba por el bosque, concentrándose en mantener la mente despejada. Debía estar vacío. No tenía que ser más conspicuo que una hoja en un árbol. Así se mueve un chamán. Refleja aquello que lo rodea, no lo comenta. En el mundo del chamán, no hay lugar para interpretaciones. Las cosas existen, nada más. Nada lo sorprende, nada lo sobresalta. Para un chamán, un oso que habla es algo tan normal como una hoja que cae de un árbol. Puede que transcurran cinco minutos entre el amanecer y la puesta de sol, y que el fenómeno se repita enseguida. Es sólo que la naturaleza se le revela al chamán bajo otro aspecto. No hay por qué alarmarse.

Pero el mundo espera antes de revelarse al chamán. Nunca ocurre en el primer día. El chamán debe ayunar. El chamán no recurre a su energía terrenal para ver, recurre a su energía interior. Y por eso, debe privarse de alimento hasta que lo único que lo impulse sea su espíritu. Cuando ese espíritu interior queda al descubierto, puede que la naturaleza decida revelarse.

Puede llevar un día, o hasta ocho. Si no ocurrió al octavo día, el chamán comprende que el mundo espiritual no lo ha encontrado digno y le ha negado la entrada. Cuando ello ocurre, algunos chamanes prefieren seguir ayunando hasta morir antes que aceptar la humillación de la derrota. Otros regresan a su pueblo fingiendo que han obtenido el poder. Por lo general, los espíritus los castigan y sufren un fin miserable.

David ayunó por primera vez a los dieciocho años. Lo hizo durante ocho días. Al sexto día, creía que no podría soportarlo más. Yacía en el suelo. Los calambres atenazaban su estómago encogido. Tenía las piernas tan debilitadas que le era imposible moverse. Tirado en el suelo bajo el sol, el dolor lo atormentaba. Cuando el sol se puso, David casi había decidido terminar con su búsqueda y regresar junto a su padre para reconocer ante él que había fracasado. Entonces, un espíritu acudió a él. El espíritu de la nutria. El kushtaka. El más poderoso de los espíritus, el que los chamanes más codician.

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