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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Sangre (11 page)

BOOK: Ámbar y Sangre
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—¡Qué buena idea! -exclamó Beleño y empezó a subir escaleras arriba.

Rhys lo agarró y le obligó a dar media vuelta.

—Nos quedaremos con Mina —dijo y siguió caminando, llevando consigo a Beleño.

Volvieron a oírse más susurros a su espalda.

-Al señor no le va a gustar que bajemos ahí -oyó decir a Basalto.

—Tampoco le va a gustar que nos lo roben todo —replicó Caele.

Basalto agarró con fuerza a Caele por la muñeca.

-No seas idiota -dijo el enano y añadió algo en un lenguaje que Rhys no entendió.

Caele gruñó y tiró de la manga para volver a colocársela, pero a Rhys le dio tiempo a vislumbrar un resplandor metálico.

Rhys se volvió. Estaba claro que aquellos dos estaban tramando algo y suponía que tenía que ver con el Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio. Si estaban diciendo la verdad y Nuitari había encontrado la sala perdida, entonces lo que decía el semielfo de que valía un dineral era cierto. ¡Un dineral de dinerales! Se decía que los soldados del Príncipe de los Sacerdotes habían confiscado reliquias y pociones bendecidas por todos los dioses. Realmente sería un gran tesoro para cualquiera, incluso para dos seguidores de Nuitari.

Aquellos artefactos habían sido creados en la Era del Poder, cuando el dominio de los clérigos no tenía rival. Los sacerdotes de todos los dioses aceptarían cualquier precio con tal de conseguir poderosas reliquias sagradas que se creían perdidas desde hacía mucho tiempo. Los más apreciados de todos, los más anhelados, serían los artefactos bendecidos por Takhisis y Paladine. Aunque los dos dioses ya no se encontraran en el panteón, sus antiguos objetos podían seguir conservando su poder. La riqueza de naciones enteras no bastaría para pagar tal tesoro.

«Quiero llevar a Goldmoon un regalo...»

Rhys se detuvo bruscamente. Ésa era la razón por la que Mina había ido a la torre. Se dirigía a la Sala del Sacrilegio.

Beleño, al oír que se había detenido, giró la cabeza.

-Los peldaños están resbaladizos -dijo el kender-. Tienes que ir con cuidado. Tampoco es que importe si nos caemos y nos partimos la cabeza, ¡ya que todos vamos a ser devorados por un despiadado dragón marino! —exclamó, subiendo cada vez más la voz.

-¡No nos van a devorar! -gritó Mina. Subió la escalera dando saltitos-. El dragón no está.

-¡No está! —repitió Caele, sin aliento.

-¡Es nuestro! -exclamó Basalto entrecortadamente.

Los dos hechiceros pasaron junto a Rhys empujándolo y se lanzaron hacia el final de la escalera, dándose codazos entre sí.

9

Los hechiceros giraron en la siguiente vuelta de la escalera de caracol y desaparecieron. Rhys se apresuró detrás de ellos y superó a Beleño, que a duras penas lograba no quedarse atrás. Rhys encontró a Basalto y a Caele haciendo equilibrios en el último peldaño, mirando con expresión consternada.

Para mantener alejados a los ladrones de los valiosos objetos que guardaba la Sala del Sacrilegio, Nuitari había metido el Solio Febalas en una esfera enorme llena de agua del mar. La Sala estaba protegida por tiburones, pastinacas y otro tipo de seres marinos que resultaban letales, entre ellos una vieja hembra de Dragón del Mar.

Pero de aquella ingeniosa caja fuerte acuática de Nuitari no quedaban más que montículos de arena húmeda en los que brillaban los trozos del cristal roto.

La esfera se había hecho añicos durante el viaje de la torre. El agua del mar se había derramado y con ella se habían ido los monstruos marinos. Por lo visto Midori, arrancada bruscamente de su descanso por el golpe, había decidido que ya había tenido más que suficiente y se había ido a buscar un hogar un poco más estable. La destrucción llegaba hasta donde alcanzaba la vista.

-¡No! ¡Atta, para! -gritó Beleño mientras sujetaba a la perra por el pescuezo, justo cuando ya empezaba a adentrarse en la arena—. ¡Vas a destrozarte las patas! ¿Dónde está el Feble Solitario? -preguntó a Mina.

La niña señaló en silencio y con gesto sombrío al centro de aquel desastre.

—Vaya, bueno. Supongo que no podemos llegar allí -dijo Beleño de buen humor-. Oye, tengo una idea. Vamos a navegar hasta Flotsam. Conozco

una taberna donde te ponen un filete de ternera con patatas muy crujientes y unos guisantes verdes para acompañar con...

—Beleño —lo reprendió Rhys.

-¡No se lo he pedido a ella! -se defendió el kender en un susurro—. Sólo mencioné el filete de ternera por si da la casualidad de que tiene hambre.

—Era tan bonito —dijo Mina y se echó a llorar.

Basalto se había quedado mirando aquel desastre con expresión sombría.

—Me da igual lo que diga el señor —declaró el enano—. Yo no voy a limpiar todo esto. —Oyó reír a Caele por lo bajo y frunció el entrecejo—. ¿Qué te hace tanta gracia? ¡Esto es un desastre!

-Para nosotros no -repuso Caele con una sonrisa taimada.

Al ver que el monje estaba ocupado consolando a la niña llorosa, Caele se escabulló silenciosamente escaleras arriba, haciendo un gesto a Basalto para que se uniera a él.

—¿No te das cuenta de lo que significa esto? —susurró Caele cuando estaban lo suficientemente lejos para que los demás no pudieran oírlos—. ¡El dragón se ha ido! ¡La Sala del Sacrilegio ya no está vigilada! ¡Somos ricos!

—Si es que la Sala sigue aquí —replicó Basalto—. Y si sigue intacta, cosa que dudo. —Hizo un gesto hacia los restos de la esfera—. ¿Y cómo piensas llegar a ella? Casi sería mejor que el dragón siguiera aquí, porque esos trozos de cristal son más afilados que sus dientes e igual de letales.

—Si la Sala sobrevivió al Cataclismo, seguro que sobrevivió a esto. Ya lo verás. Y en cuanto a cómo llegar a ella, ya se me ha ocurrido algo.

-¿Qué hacemos con Mina y sus amigos? -preguntó Basalto.

Caele sonrió. Se subió la manga y dejó al descubierto un cuchillo que llevaba sujeto a la muñeca.

Basalto resopló.

-¿Te acuerdas de lo que pasó la última vez que intentaste matarla? ¡Acabaste prisionero en tu propia tumba!

- Tenía a ese cabrón de Chemosh de su lado —dijo Caele, ceñudo—. Esta vez lo único que tiene es un monje y un kender. Tú matas a esos dos y yo...

-¡A mí déjame al margen! -gruñó Basalto-. Ya estoy harto de tus complots y tus planes. ¡Lo único que me traen son problemas!

Caele empalideció de furia. Un rápido movimiento de muñeca después, tenía el cuchillo en la mano. Pero Basalto estaba preparado. Siempre había tenido claro que un día acabaría matando al semielfo y ese día bien podía haber llegado ya.

Empezó a recitar un hechizo. Caele entonó un contrahechizo. Los dos se miraron con odio.

Mina contemplaba las ruinas de la esfera de cristal con lóbrego asombro.

—Quería nadar otra vez en el agua del mar. Quería hablar con la hembra de dragón...

-Lo siento, Mina -dijo Rhys sin saber qué más podía decirle.

El monje tenía sus propias preocupaciones. Si realmente el Solio Febalas estaba en medio de todo aquel caos, debería encontrarlo, asegurarse de que estaba a salvo y su contenido seguro. Oía a los dos Túnicas Negras tramando algo y aunque no podía distinguir lo que decían, no le cabía ninguna duda de que estaban planeando cómo robar los objetos sagrados.

Si hubiera estado solo, a Rhys no le habría importado arriesgar su propia vida tratando de encontrar un camino entre las esquirlas de cristal, pero no podía aventurarse por la arena y dejar a sus amigos y a la perra detrás. Esa opción quedaba descartada con los Predilectos agolpándose en el exterior de la torre, mantenidos a raya por sólo los dioses sabrían qué fuerza. Tampoco confiaba en los dos Túnicas Negras.

La preocupación principal de Rhys era Mina. Como diosa, podría haber caminado cientos de kilómetros entre afiladas cuchillas sin hacerse un rasguño. Pero era una diosa que no sabía que lo era. Temblaba de frío, lloraba cuando se enfadaba y sangraba si le arañaban la piel. No se atrevía a llevarla consigo y tampoco se atrevía a dejarla atrás.

—Mina —dijo Rhys—, creo que Beleño tiene razón. Deberíamos emprender el camino a casa. No puedes cruzar la arena sin herirte. Goldmoon lo entenderá...

—¡No voy a irme! —lo desafió Mina con arrogancia. Había dejado de llorar y sacaba el labio inferior, enfurruñada. Estaba de pie, dando patadas a la arena mojada con la punta del zapato—. Sin mi regalo no me voy.

-Mina...

-¡No es justo! -gritó, limpiándose la nariz con el dorso de la mano-, ¿Por qué tenía que pasar esto? Hice todo este camino...

Se quedó callada. Sin hacer caso de la advertencia de Rhys de que tuviera cuidado, se agachó y recogió un trozo pequeño de cristal.

—Esto no tenía que haber pasado.

Mina lanzó el cristal al aire y a él se unió un millón de trozos más, resplandecientes como gotas de lluvia bajo la luz del sol. Las esquirlas se fundieron unas en otras. El agua del mar, en vez de vaciarse, fluyó otra vez hacia el interior de la esfera.

Rhys se encontró de repente dentro de una esfera de cristal, sumergido en las profundidades verdes y azuladas del agua marina, y estaba ahogándose.

Aguantando la respiración, Rhys miró alrededor desesperado, intentando encontrar una forma de salir. Cerca de él estaba Beleño, agitando brazos y pies, con las mejillas hinchadas. Atta movía las patas sin control, con el pánico reflejado en sus ojos bien abiertos. Mina, inconsciente del aprieto en el que estaban, se alejaba nadando.

A Rhys no le quedaban más que unos momentos de vida. Atta ya había empezado a hundirse hacia el fondo. Rhys cortaba el agua con los brazos y movía los pies, intentando alcanzar a Mina.

Consiguió agarrarla por el tobillo. Mina giró sobre sí misma. Un intenso placer iluminaba su rostro. Estaba disfrutando de lo lindo. El placer se desvaneció en cuanto vio que sus amigos estaban en problemas. Los miró con impotencia, sin tener ni idea de lo que podía hacer. A Rhys iban a estallarle los pulmones. Veía unas estrellas borrosas y puntos azules y amarillos; ya no podía soportar el dolor. Abrió la boca, preparado para hundirse hacia la muerte.

Tragó agua salada y, aunque no era una sensación agradable, no murió. Se quedó perplejo al descubrir que estaba respirando en el agua con la misma facilidad con que antes respiraba en el aire. Beleño, boqueando y con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, ya no resistía más. Flotaba inerte en el agua.

Mina cogió a Atta, que ya había dejado de luchar. Acarició a la perra, la besó y la abrazó, y de repente Atta abrió los ojos. La perra miró alrededor frenéticamente, dominada por el pánico, hasta que encontró a Rhys. El monje se acercó a ella nadando y se les unió Beleño, que le agarró del brazo e intentó decir algo. Lo único que le salió de la boca fueron burbujas; pero a pesar de que Rhys no podía oírlo, entendió a grandes rasgos lo que el kender quería decir, que era algo así como: «¡Tienes que hacer algo! ¡Va a acabar matándonos a todos!»

Rhys pensó que era más que probable, pero no tenía la menor idea de lo que podía hacer para evitarlo. Cuando una niña de seis años normal se portaba mal, se le podía dar un azote o mandarla a la cama sin cenar. La idea de dar un azote a Mina, quien, como Beleño había dicho, podía lanzarles una montaña a la cabeza, resultaba ridicula. Y la verdad era que Mina no se había portado mal. No había intentado ahogarlos deliberadamente. Sencillamente, había cometido un error. Como ella podía respirar tanto agua como aire, había dado por hecho que ellos también podían.

Mina nadaba bajo el agua como si hubiera nacido con branquias en vez de pulmones y se movía de un lado a otro como una flecha, apremiándolos todo el tiempo para que se dieran prisa. Rhys había aprendido a nadar en el monasterio, pero lo entorpecían la túnica y el cayado, que no quería abandonar, así como su preocupación por Beleño.

El kender no sabía nadar. En realidad, nunca había querido aprender. Pero en ese momento, ya que nadie le había dado a elegir, se agitaba sin control, sin avanzar en ninguna dirección. Estaba a punto de abandonar, cuando Atta pasó a su lado, impulsándose con las patas delanteras. Beleño observó a la perra y decidió imitarla. En vez de patas, utilizó las manos y los brazos como remos y poco después ya podía seguir el ritmo de los demás.

Mina avanzaba con entusiasmo y no dejaba de hacerles gestos para que se apresuraran. Cuando la alcanzaron, estaba esperándolos suspendida en el agua, moviendo las manos lentamente en círculo, flotando sobre lo que parecía un castillo de arena hecho por un niño.

El diseño del castillo era muy sencillo; constaba de cuatro paredes de metro y medio de altura y los mismos metros de longitud y en cada esquina se alzaba una torre alta. No había ventanas y únicamente se abría una puerta, pero esa puerta era una verdadera maravilla.

La entrada tenía pocos menos de un metro de alto y no era demasiado ancha. Estaba cerrada por una puerta hecha con un sinfín de perlas que brillaban con una luz rosácea. En el centro fulguraba un único carácter antiguo tallado en una gran esmeralda.

Mina hizo una seña a Rhys, mientras éste nadaba torpemente a su lado, poniendo por delante de sí el cayado. Señaló hacia el castillo de arena y asintió con entusiasmo.

«La Sala del Sacrilegio», dijo en silencio la niña, para que le leyera los labios.

Rhys la observó atónito.

La infame Sala del Sacrilegio era un castillo de arena hecho por un niño. Rhys sacudió la cabeza. Mina lo miró con el entrecejo fruncido, extendió un brazo, y agarró el cayado. Señaló la letra tallada en la gema incrustada en la puerta. Rhys se acercó nadando y tomó una bocanada de agua por el asombro. En la esmeralda estaba esculpida la figura de un ocho tumbado, un símbolo sin principio ni final, el símbolo de la eternidad.

Rhys se impulsó hacia detrás. Mina lo observaba perpleja. Señaló la puerta una vez más.

«¡Abrela!», ordenó, con un borboteo de burbujas.

Rhys negó con la cabeza. Allí estaba el Solio Febalas, custodio de algunos de los objetos más sagrados que dioses y hombres crearan jamás, y la puerta estaba cerrada y sellada. El no debía entrar. Ningún mortal debía entrar. Tal vez ni siquiera los dioses debían entrar.

Mina tironeó de él para indicarle que se diera prisa. Rhys sacudió la cabeza con decisión y se apartó. Ojalá pudiera explicárselo, pero no podía. Se volvió y empezó a nadar en dirección contraria.

Mina nadó detrás de él y volvió a agarrarlo. Con la cabezonería propia de los niños, no pararía hasta conseguir lo que quería. Rhys imaginó que, si estuvieran en tierra firme, la pequeña habría dado una patada en el suelo.

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