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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

Ana, la de Tejas Verdes (2 page)

BOOK: Ana, la de Tejas Verdes
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La señora Rachel se preciaba de decir siempre lo que pensaba; procedió a hacerlo ahora, habiendo ajustado su actitud mental ante estas noticias sorprendentes.

—Bien, Marilla, le diré claramente que pienso que está cometiendo un terrible error; una cosa arriesgada, eso es. No sabe usted lo que recibe. Trae a su casa y a su hogar a un niño extraño y no sabe nada sobre él, ni qué carácter tiene, ni qué padres tuvo, ni qué clase de persona resultará. Fíjese que sólo la semana pasada leí en el periódico que una pareja del oeste de la isla había adoptado un niño de un orfanato y éste pegó fuego a la casa la primera noche; adrede, Marilla, y casi los convirtió en cenizas cuando dormían. Y sé de otro caso de un muchacho adoptivo que acostumbraba sorber huevos; no pudieron conseguir que dejara de hacerlo. Si me hubieran pedido consejo sobre el asunto, les habría dicho que hicieran el favor de no pensar en tal cosa, eso es.

Este consuelo de Job no pareció ni alarmar ni ofender a Marilla, que siguió tejiendo tranquilamente.

—No niego que hay algo de verdad en lo que dice, Rachel. Yo misma he tenido algunos escrúpulos de conciencia. Pero Matthew estaba firmemente decidido; de manera que cedí. Es tan raro que Matthew se empecine en algo, que cuando lo hace, siempre siento que es mi deber ceder. Y en lo que se refiere al riesgo, lo hay en casi todo lo que uno hace en este mundo. Hay riesgos en los niños propios si llega el caso; no siempre resultan buenos. Y además, Nueva Escocia está cerca de la isla. No es como si viniera de Inglaterra o de los Estados Unidos. No puede ser muy distinto de nosotros.

—Bueno, espero que resulte bueno —dijo la señora Rachel, con un tono que indicaba claramente sus dudas—. Pero no diga que no la previne si quema «Tejas Verdes» o echa estricnina en el pozo; supe de un caso en Nueva Brunswick, donde uno del orfanato hizo eso, y toda la familia murió presa de horribles sufrimientos. Sólo que en ese caso era una niña.

—Bueno, no tendremos una niña —dijo Marilla, como si el envenenar los pozos fuera una tarea femenina y no hubiera nada que temer a ese respecto en el caso de un muchacho—. Ni soñaría en traer una niña para criarla. Me sorprende que la señora de Alexander Spencer lo haga. Pero ella no dudaría en adoptar todo el orfanato si se lo propusiera.

A la señora Rachel le hubiera gustado quedarse hasta que Matthew volviera a casa con su huérfano importado. Pero reflexionando que pasarían dos buenas horas hasta que llegara, decidió ir a lo de Robert Bell y contarle la novedad. Por cierto que causaría una primerísima sensación y a la señora Rachel le gustaba enormemente provocarlas. De manera que partió, para tranquilidad de Marilla, pues ésta sentía revivir sus dudas y temores bajo la influencia del pesimismo de la señora Rachel.

—¡Por todos los santos del cielo! —exclamó la señora Rachel cuando estuvo a salvo en el sendero—. Parece como si estuviera soñando. Lo siento por ese joven y no me equivoco. Matthew y Marilla no saben nada de niños y esperan que él sea más inteligente y juicioso que su abuelo, si es que alguna vez lo tuvo, cosa que es dudosa. Es espantoso imaginar un niño en «Tejas Verdes»; nunca hubo uno allí, pues Matthew y Marilla yaeran mayores cuando se construyó la nueva casa, si es que alguna vez
fueron
niños, cosa que es difícil de creer cuando se los mira. No quisiera por nada hallarme en el lugar del huérfano. Lo compadezco, así es.

Eso dijo la señora Rachel a las rosas silvestres, de todo corazón; pero si hubiera podido ver a la criatura que esperaba pacientemente en la estación de Bright River en ese mismo momento, su piedad hubiera sido aún más profunda

CAPÍTULO DOS
Matthew Cuthbert se lleva una sorpresa

Matthew Cuthbert y la yegua alazana recorrieron lentamente los doce kilómetros que había hasta Bright River. Era un bonito camino que corría entre bien dispuestas granjas, bosquecillos de pino y una hondonada llena de flores de los cerezos silvestres. El aire estaba perfumado por varios manzanos y los prados se extendían en la distancia hasta las brumas perlas y púrpuras del horizonte, mientras

Los pajarillos cantaban como si fuera

el único día de verano de todo el año.

Por su manera de ser, Matthew gozaba del paseo, excepto cuando se cruzaba con mujeres y tenía que saludarlas con un movimiento de cabeza, pues en la isla del Príncipe Eduardo se supone que hay que saludar así a quienquiera se encuentre en el camino, tanto si se le conoce como si no.

Matthew sentía terror por todas las mujeres, exceptuando a Marilla y Rachel; sentía la incómoda sensación de que aquellas misteriosas criaturas se estaban riendo de él. Hubiera estado bastante acertado en pensarlo, pues era un extraño personaje, de desmañada figura, largos cabellos gris ferroso que llegaban hasta sus encorvados hombros y castaña y poblada barba que llevaba desde que cumpliera los veinte años. Es verdad, a los veinte tenía casi el mismo aspecto que a los sesenta, salvo el poquito de gris en los cabellos.

Cuando llegó a Bright River no había signo de tren alguno; pensó que era demasiado temprano, de manera que ató el caballo en el patio del pequeño hotel del lugar y fue a la estación. El largo andén habría estado desierto, a no ser por una niña sentada sobre un montón de vigas en el extremo más lejano.

Matthew, notando apenas que
era
una niña, cruzó frente a ella tan rápido como pudo, sin mirarla. De haberlo hecho, no hubiera podido dejar de percibir la tensa rigidez y ansiedad de su actitud y expresión. Estaba allí sentada, esperando algo o a alguien y, ya que sentarse y esperar era lo único que podía hacer, se había puesto a hacerlo con todos sus sentidos.

Matthew encontró al jefe de estación cerrando la taquilla, preparándose para ir a cenar a su casa, y le preguntó si llegaría pronto el tren de las cinco y treinta.

—El tren de las cinco y treinta ha llegado y ha partido hace media hora —contestó el rudo funcionario—. Pero ha dejado un pasajero; una niña. Está sentada allí en las vigas. Le pedí que fuera a la sala de espera para damas, pero me informó gravemente que prefería quedarse afuera. «Hay más campo para la imaginación», dijo. Yo diría que es un caso.

—No estoy esperando a una niña —dijo Matthew inexpresivamente—. He venido por un muchacho. Debía estar aquí. La señora de Alexander Spencer debía traérmelo de Nueva Escocia.

El jefe de estación lanzó un silbido.

—Sospecho que hay algún error —dijo—. La señora Spencer bajó del tren con esa muchacha y la dejó a mi cargo. Dijo que usted y su hermana la iban a acoger y que usted llegaría a su debido tiempo a buscarla. Eso es cuanto sé a ese respecto; y no tengo más huérfanos ocultos por aquí.

—No comprendo —dijo Matthew desvalidamente, deseando que Marilla estuviese a mano para hacerse cargo de la situación.

—Bueno, mejor pregunte a la muchacha —dijo descuidadamente el jefe de estación—. Me atrevería a decir que podrá explicarlo; tiene su propio idioma, eso es cierto. Quizá se les habían acabado los muchachos de la clase que ustedes querían.

Se marchó corriendo, pues tenía hambre, y el pobre Matthew quedó para hacer algo más difícil para él que buscar a un león en su guarida: caminar hasta una muchacha, una extraña, una huérfana, y preguntarle por qué no era un muchacho. Matthew gimió para sus adentros mientras se volvía y recorría lentamente el andén.

La muchacha le había estado observando desde que se cruzara con ella y le miraba ahora fijamente. Matthew no la miraba y tampoco habría visto cómo era en realidad de haberlo hecho; pero un observador ordinario hubiera percibido lo siguiente:

Una chiquilla de unos once años, con un vestido de lana amarillo grisáceo muy corto, muy ajustado y muy feo. Llevaba un sombrero de marinero de un desteñido color castaño bajo el que, extendiéndose por sus espaldas, asomaban dos trenzas de un cabello muy grueso, de un vivo color rojo. Su cara era pequeña, delgada y blanca, muy pecosa; la boca grande y también sus ojos, que según la luz parecían verdes, o de un gris extraño. Eso, para un observador ordinario. Uno extraordinario hubiera notado que la barbilla era muy pronunciada; que los grandes ojos estaban llenos de vivacidad; que la boca era expresiva y los labios dulces; en suma, nuestro observador perspicaz hubiera deducido que no era un alma vulgar la que habitaba el cuerpo de aquella niña descarriada, de quien estaba tan ridículamente temeroso el tímido Matthew Cuthbert.

Éste, sin embargo, se libró de la prueba de tener que hablar primero, pues tan pronto ella dedujo que venía en su busca, se puso de pie, tomando con una mano el asa de la desvencijada y vieja maleta y extendiéndole la otra.

—Supongo que usted es Matthew Cuthbert, de «Tejas Verdes» —dijo con voz dulce y extrañamente clara—. Me alegro de verle. Estaba empezando a temer que no viniera por mí e imaginando lo que no se lo habría permitido. Había decidido que si usted no venía a buscarme esta noche, iría por el camino hasta aquel cerezo silvestre y me subiría a él para pasar la noche. No tendría ni pizca de miedo y sería hermoso dormir en un cerezo silvestre lleno de capullos blancos a la luz de la luna, ¿no le parece? Uno podría imaginarse que pasea por salones de mármol, ¿no es cierto? Y estaba segura que si no lo hacía esta noche, usted vendría por mí por la mañana.

Matthew había tomado desmañadamente en la suya la huesosa manecita y en ese mismo momento decidió qué hacer. No podía decir a esta criatura de ojos brillantes que había habido un error; la llevaría a casa y dejaría esa tarea para Marilla. No importa qué error se había cometido, no la podía dejar en Bright River, de manera que todas las preguntas y explicaciones podían ser relegadas hasta estar de regreso a salvo en «Tejas Verdes».

—Siento mucho haber llegado tarde —dijo con timidez—. Vamos, el caballo está en el patio. Dame la maleta.

—Oh, puedo llevarla —contestó alegremente la niña—. No es pesada. Tengo en ella todos mis bienes terrenales, pero no es pesada. Y si no se la lleva de cierta forma, el asa se sale, de manera que será mejor que me quede con ella, pues conozco el secreto. Es una maleta muy vieja. Oh, estoy contenta de que haya venido, aunque me hubiera encantado dormir en un cerezo silvestre. Tenemos que recorrer un largo trecho, ¿no es así? La señora Spencer dijo que serían doce kilómetros. Estoy contenta porque me gusta ir en coche. Oh, parece algo maravilloso que yo vaya a vivir con ustedes y ser de la familia. Nunca he tenido familia de verdad. Pero el asilo fue lo peor. No he estado allí más que cuatro meses, pero ha sido suficiente. No creo que usted haya sido nunca un huérfano en un asilo, de manera que no puede en manera alguna imaginarse cómo es. Es peor de lo que pueda imaginarse. La señora Spencer dice que hago muy mal al hablar así, pero no tengo mala intención. Es tan fácil hacer mal sin darse cuenta, ¿no es cierto? Era buena, ¿sabe?, la gente del asilo. ¡Pero hay tan poco campo para la imaginación en un asilo!…; sólo están los demás asilados.
Era
algo muy interesante imaginar cosas respecto a ellos; imaginar que la niña que estaba a mi lado era en verdad la hija de un conde, robada a sus padres en la infancia por una niñera cruel, que muriera antes de poder confesar. Y acostumbraba estar despierta por las noches, imaginando cosas así, porque no tenía tiempo durante el día. Sospecho que es por eso que estoy tan delgada;
soy
horriblemente flaca, ¿no es así? No hay carne en mis huesos. Me gusta imaginarme que soy bonita y gorda, con hoyuelos en los codos.

Con esas palabras, la compañera de Matthew cesó su charla, en parte porque se le había acabado la respiración y en parte porque habían llegado a la calesa. No dijo otra palabra hasta que hubieron dejado el pueblo y bajaban una colina empinada, en la que el camino había sido trazado tan profundamente, que los terraplenes, cubiertos de cerezos silvestres en flor y abedules, se alzaban muy arriba sobre sus cabezas.

La niña sacó la mano y rompió una rama de ciruelo silvestre que rozaba el costado del carricoche.

—¿No es hermoso? ¿En qué le hace pensar ese árbol que sobresale blanco y lleno de flores? —preguntó.

—Bueno… no sé… —dijo Matthew.

—En una novia, desde luego; una novia toda de blanco con un hermoso velo vaporoso. Nunca he visto una, pero puedo imaginar cómo puede ser. Yo no espero ser nunca novia. Soy tan fea, que nadie querrá jamás casarse conmigo, a menos que sea un misionero. Supongo que un misionero no tiene muchas aspiraciones. Pero espero que algún día tendré un vestido blanco. Ése es mi ideal de felicidad terrenal. Me gusta la ropa bonita y nunca la he tenido en mi vida, en lo que puedo acordarme; pero, desde luego, es lo máximo que se puede ansiar, ¿no es así? Y entonces me imagino que estoy vestida de forma deslumbrante. Esta mañana, al dejar el asilo, estaba terriblemente avergonzada porque tenía que llevar este horrible vestido viejo de lana. Todas las huérfanas lo llevan, ¿sabe? Un comerciante de Hopetown donó el último invierno trescientos metros de esta tela al asilo. Algunos dijeron que era porque no la pudo vender, pero yo creo que fue por bondad, ¿no le parece? Cuando subimos al tren, sentí como si todos me estuvieran mirando y apiadándose de mí. Pero me puse a soñar e imaginé que tenía el más hermoso vestido de seda celeste —cuando uno se pone a imaginar, hay que hacerlo con algo que valga la pena— y un gran sombrero todo flores y plumas, y un reloj de oro y guantes de cabritilla y botas. Me sentí inmediatamente alegre y disfruté con todas mis ganas del viaje a la isla. No me mareé al venir en el buque, ni tampoco la señora Spencer, aunque suele hacerlo. Me dijo que cuidando de que no me cayera por la borda no tuvo tiempo de sentirse mal. Dijo que nunca vio a nadie que me ganara a ser inquieta. Pero si así evité que se mareara, es una suerte que sea inquieta, ¿no es cierto? Yo quería mirar cuanto se puede ver en un buque, porque no sabía si tendría otra oportunidad para ello. ¡Oh, ahí hay más cerezos en flor! Esta isla es el lugar con más flores del mundo. Ya me gusta y estoy muy contenta de venir a vivir aquí. Siempre he oído que la isla del Príncipe Eduardo era el lugar más hermoso de la tierra, y acostumbraba imaginar que vivía aquí, pero nunca esperé que se convirtiera en realidad, ¿no es así? Pero esos caminos rojos son tan cómicos… Cuando subimos al tren en Charlottetown y los caminos rojos empezaron a pasar, le pregunté a la señora Spencer qué los hacía tan rojos, y ella dijo que no lo sabía y que por amor de Dios no le hiciera más preguntas. Dijo que le había ya hecho mil. Supongo que tenía razón, pero ¿cómo se han de saber las cosas si no se preguntan? Y ¿
qué
hace rojos a esos caminos?

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