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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (10 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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—Nos vamos a popa —gritó Jorge.

La pareja bajó a la primera cubierta y se dirigió a popa.

—Preparo el pez —dijo Olga, que prefería estar activa.

Olga trabajó tan deprisa como las condiciones permitían. Pero ni las ráfagas de viento ni el cabeceo exagerado de la embarcación facilitaban la tarea. Se entretuvo casi media hora en poner a punto el side-scan-sonar, mientras Jorge comprobaba la posición una vez más. Durante aquel rato, con las piernas separadas, tratando de mantener el equilibrio, fueron mojados regularmente y sin clemencia por las salpicaduras de las olas. Aunque los trajes de aguas los aislaban de la humedad, Olga se sentía incómoda. El agua salada se le metía en los ojos y le dificultaba la visión. Claro que, para Jorge, todavía debía de resultar peor, por culpa de las gafas. Constantemente se las quitaba para... ¿secarlas?

¡Ojalá amaine el viento!, se dijo Olga, que odiaba estar en cubierta escasamente protegida y a merced de las olas. Además, estaba preocupada por si el mal tiempo complicaba o impedía la operación. Contempló a Jorge, que aguantó como pudo la fuerte sacudida de una ola sobre el barco.

—¿Lista? —le preguntó a gritos, dándose la vuelta hacia ella.

—Lista —contestó ella.

El geofísico hizo una señal al marinero, que los contemplaba desde la segunda cubierta. Olga sostenía el side-scan-sonar mientras el marinero soltaba cable. Era importante que descendiese verticalmente para que el radar pudiera entrar con suavidad en el agua sin tocar el casco de buque. Por fin, el side-scan-sonar se sumergió.

Al cabo de un momento, Jorge levantó los brazos por delante de su rostro y cruzó las manos.

—Basta —indicó al marinero.

—Vamos a comprobar si está bien situado —dijo Olga, dirigiéndose al laboratorio seguida de Jorge.

Maite los recibió de espaldas con la mano derecha levantada, el puño cerrado y el pulgar hacia arriba.

—Perfecto. Lo tenemos exactamente donde queríamos.

Jorge descolgó el teléfono interior para comunicarse con el puente.

—Posicionado —notificó.

El barco se puso en movimiento muy lentamente, a una velocidad de dos nudos, para evitar que el radar se levantara y la imagen fuera defectuosa.

Olga y Jorge salieron al exterior de nuevo. Al cabo de un rato, cuando Maite estuvo segura de que las distintas pasadas se efectuaban siempre sobre los transectos previstos, los avisó para que entrasen. Se quitaron los gorros, los guantes, las bufandas y las chaquetas de aguas, que chorreaban, y se instalaron frente a la pantalla.

Maite se ofreció a preparar café y bocadillos.

Jorge se había sentado en la punta de la silla. Su cuerpo formaba un ángulo obtuso con el suelo del laboratorio: la espalda inclinada, la cabeza apoyada en el respaldo, las piernas estiradas, los brazos doblados detrás de la nuca. Había cerrado los ojos. Olga le observó, quizás por primera vez, sin ningún disimulo. Entonces se sintió como si una de esas olas traicioneras la hubiera arrollado, empapándola de la cabeza a los pies de un deseo tan intenso y desconocido, que la dejó tetanizada. ¿Cómo era posible? ¿Sería que aún le quedaban aspectos de ella misma por conocer? ¡Vaya! Todavía a aquellas alturas de la vida sus propias reacciones emocionales podían sorprenderla. Aquello le recordaba... su baño bizantino.

Jorge abrió los ojos y la contempló fijamente. ¡Estupendo, Monegal! Pareces burra, te ha pillado con las manos en la masa ¡Qué bochorno! Porque, por supuesto —Olga no lo dudó ni un segundo—, él sabía con una precisión exasperante lo que ella experimentaba en ese momento. Casi se ahoga en las pupilas verdes de él, en esa mirada líquida. Apartó la vista. Supo que él no había hecho lo mismo. Inquieta e incómoda, se levantó fingiendo un súbito interés en el despertar del sol sobre el horizonte. Envueltos en las brumas matinales, los primeros rayos teñían levemente las aguas con sus reflejos.

—¿Querrás estar atenta a la pantalla? —preguntó Jorge, ahogando un bostezo.

—Sí, claro —respondió ella, todavía contemplando el espectáculo matinal.

Al cabo de unos minutos, Olga se volvió y lanzó una rápida mirada a Jorge. Éste había cerrado los ojos de nuevo. Ella se aplicó a observarle, ahora con interés entomológico más que con lujuria. ¿Qué tenía aquel hombre capaz de provocar en ella una reacción tan desmesurada y tan nueva? Por lo menos tan nueva en los últimos ¿veinte? años; desde que se convenció sin ninguna posibilidad de fisura de tres cuestiones fundamentales. La primera, que el hombre con el que se había casado era exactamente el tipo con el que quería compartir su vida. La segunda, que para permanecer a su lado debía matizar muchísimo su afición al sexo con él. La tercera, que, si estaba interesada en tejer una relación de auténtico respeto y complicidad con Alberto, no podía andarse con distracciones fuera de su pareja. Comprobar lo primero resultó casi una obviedad. Cuando lo eligió, cuando decidió que, pese a que no se llevaba lo de pasar por la iglesia, sólo por complacer a Alberto, que a su vez quería complacer a su madre, se casaría no de blanco —¡eso, jamás!—, pero por lo menos en la basílica de Santa María del Mar, ya sabía que no se había equivocado. Constatar lo segundo no resultó una obviedad, pero tampoco una sorpresa. Antes de casarse, cada vez que se habían acostado había resultado algo precipitado, bastante menos mágico de lo que ella imaginaba a priori, bastante desprovisto de pasión, aunque —eso sí— cargado de cariño. Ella lo había atribuido a la precariedad de los lugares que frecuentaban o a la fugacidad de sus citas. Al poco de vivir juntos, ya sabía que el desapasionamiento era una característica de Alberto independiente de las circuntancias externas. Él era así. El sexo le interesaba poco. Al año, Olga decidió enterrar para siempre la quimera de que un día él, presa de una excitación incontrolable, la inmovilizase entre la puerta de la cocina y la mesita de los desayunos, en plan aquí te pillo, aquí te mato. Determinar lo tercero fue lo lógico, considerando que Olga no se sentía capaz de funcionar con compartimentos estancos, sino que resultaba una unidad, donde todas sus emociones se mezclaban. Durante el segundo año, pues, se dedicó a domesticar su propio deseo con la voluntad y la constancia que le eran propias. Tomó la decisión de apañárselas sin mucho sexo, que, si bien le resultaba importante, no le parecía primordial. Al revés que Teresa, que parecía copiar el infausto modelo familiar de sus padres, Olga lo tenía claro: quería a su lado a un compañero de verdad, no a un incorregible donjuán que la arrastrase una y otra vez por las mentiras de sus conquistas, que la hiciera naufragar en la estela de sus amores tan pronto nacientes como a los pocos días agonizantes, amores hechos de deseo que, una vez satisfecho, se apagaba en un soplo. Y ella iba a ser una compañera también de verdad. De modo que, según se burlaba Susana cuando abordaban la cuestión, se había aplicado a sublimar su vida sexual. Y ahora, de pronto, sentía ese deseo tantos años agazapado —que no anulado, como ella había creído—, despertar con vigor, sin ninguna resaca, y conmover su cuerpo.

Jorge se había dormido. Olga le observó más abiertamente aún, sin olvidarse de controlar, de vez en cuando, la labor del side-scan-sonar. El pelo peinado hacia atrás. Unas entradas muy pronunciadas. Una nariz de base ancha. Gafas. Eso era lo único en lo que coincidían él y Alberto. Por lo demás, muy poco. Las gafas de Jorge eran de montura metálica. Llevaba el pelo bastante largo, algo despeinado, un poco como era él: alborotado. Sin embargo, eso no le daba un aspecto descuidado, como tampoco el hecho de que siempre vistiera pantalones vaqueros y gruesas camisas de franela. Su piel, curtida por el sol, de un tono dorado oscuro, acusaba con arrugas más o menos pronunciadas tanto trabajo al aire libre.

—¡Los bocatas! —anunció Maite entrando con una bandeja.

Jorge se despertó sobresaltado, y Olga tuvo tiempo de fingir una atención muy profesional en la pantalla y en las trayectorias efectuadas por el escáner.

El geofísico se desperezó y se disculpó:

—Lo siento. Me he quedado frito.

—Bueno, un café te sentará bien —dijo Maite acercándole una taza llena.

Olga examinaba los bocadillos con tanta atención como si fueran parte del experimento. Temía el momento en que los ojos de ambos se cruzarían. Pronto se distrajo, olvidó su propósito y miró al frente topando con las pupilas brillantes de él. Le pareció que decían lo mismo que las suyas.

—Vamos fuera a subir el pez y, luego, nos ponemos en marcha con la draga —avisó Jorge, dejando su taza, ya vacía.

El viento había amainado. El mar había recuperado parte de su frágil serenidad. El buque, otra vez parado a la deriva, se mecía ahora en un movimiento de menor recorrido. Jorge permaneció en popa recuperando lentamente el side-scan-sonar.

Olga y Maite se dirigieron al púlpito, un balcón escamoteable que se abría en el lado de estribor. Cuando el mar estaba agitado, el púlpito resultaba alcanzado de lleno por las olas; sin embargo, ahora, apenas estaba húmedo. Olga desabrochó su chaqueta impermeable, contenta de no tener que soportar más las salpicaduras del mar. El sol había conseguido desgarrar la niebla. Las aguas eran un espejo.

Olga y Maite prepararon la draga, pero tuvieron que esperar la ayuda de Jorge para engancharla al grillete, levantarla del suelo y trasladarla en volandas hasta el púlpito. A partir de entonces, el marinero fue soltando cable.

La draga cayó con las fauces abiertas bajo el agua y, todavía cerca de la superficie, su sombra oscura resultaba visible para Olga y los otros dos científicos. Sin embargo, cuando descendió más, la perdieron de vista. El cable que la sujetaba seguía tenso porque aún no había terminado su recorrido. Cuando así fuera, la draga cerraría sus fauces sobre el lecho del mar y aprisionaría las muestras.

—¡Ya! —gritó Maite señalando la flacidez repentina.

Le hicieron una señal al marinero, que estaba al quite y había accionado el torno sin esperar su aviso. Empezó la operación inversa.

Cuando tuvieron la draga en el púlpito, la aguantaron hasta colocarla sobre una cubeta. Olga tiró de uno de los brazos mientras Maite hacía lo mismo con el otro. La gran boca de hierro vomitó el contenido: un enorme bloque de sedimentos.

 

 

Olga... He ido a la peluquería... A cortarme el pelo. Como verás, te hago caso. Bueno, oye, llegaré sobre las ocho y media. Te recojo y nos vamos a casa de Teresa y Carlos... Ah, y dejo el móvil apagado; aquí hay demasiado ruido. Hasta luego. Un beso.

¡Las ocho y media! Disponía de tiempo de sobra. Comprobó que la cena para los niños estuviera preparada en la cocina, y les escribió una nota dándoles instrucciones y despidiéndose con unos cuantos besos.

Se sentó en el sofá. Distraídamente cogió el último número de
Mujer Diez
del revistero y leyó los titulares. Dosier anti-edad, cómo frenar el desgaste de los años. Desde luego... Susana, siempre convencida de que los potingues contribuían a alargar la juventud. ¿O el artículo estaba allí sólo por una cuestión de mercado? No; no sólo. Susana creía firmemente que se podía ayudar a la naturaleza. Bueno, más que una posibilidad, lo consideraba una obligación. Según su doctrina, cada persona tenía que sacar el mejor partido posible al juego que le había tocado en suerte. En lo físico, en lo emocional, en lo intelectual... Susana pensaba que, al nacer, cada persona disponía, por ejemplo, de un determinado capital de salud, listo para ser dilapidado o mantenido indemne el máximo número de años. Eso último requería disciplina, por supuesto. Disciplina en los hábitos de alimentación, para comer los nutrientes necesarios en las cantidades consideradas adecuadas; disciplina en evitar los hábitos nocivos —aunque, debía reconocerlo, sus propias teorías se estrellaban ante su adicción al tabaco—; disciplina en realizar ejercicio físico para que el cuerpo no se anquilosara... En fin, las ideas de Susana al respecto se podían resumir en estas palabras: capital inicial y disciplina. Lo del capital inicial y las posibles maneras de incrementarlo o dilapidarlo no provocaban un sentimiento de adhesión absoluta por parte de Olga ni de Teresa. ¿Se olvidaba Susana de que aun con una dieta equilibrada, practicando deporte y no habiendo fumado nunca había personas que resultaban sorprendidas por un tumor maligno en plena juventud? ¿Y las gentes que, a pesar de poner todo su empeño en llevar adelante una relación amorosa, veían frustrado su esfuerzo por el escaso interés de la parte contraria? En cambio, en lo que coincidían las tres era en la importancia de la disciplina. Bien era verdad que cada una de ellas tenía una motivación distinta para actuar esforzadamente. Susana la excesiva, por su inmenso amor a la vida, por su imperiosa necesidad de subirse a todos los trenes, por su desbordante curiosidad vital, necesitaba ordenarse con mano firme para que le alcanzara el tiempo para tantas y tantas cosas, y para preservar sus capitales al máximo con la intención de exprimir la existencia hasta la última gota. Pero no sólo por esas razones, también para no perder el control y acabar siendo adicta a cualquier sustancia —nicotina aparte—, cualquier actividad —sexo aparte— o cualquier persona —su adorado Jean-Claude aparte—. Teresa era igualmente de una autodisciplina férrea por otros motivos. Ella era la perfección, la elegancia, la belleza. Todo debía hacerse con la máxima dedicación para obtener el mejor resultado. De ese modo, preservaba la belleza, la armonía del universo —¡su universo!—. Con seguridad, gran parte de su estabilidad emocional la debía a ese fluir elegante y mesuradamente cadencioso de todo en su vida, si se descontaba su relación de pareja, que no era en absoluto hermosa, ni simétrica, ni recíproca, ni equitativa. Por último, Olga se aplicaba con disciplina a su trabajo, a su pareja, a sus hijos, a sus lecturas, a sus sesiones de yoga, a cualquier persona o actividad de su interés, por puro sentido del deber: las cosas, o se hacían a fondo o mejor olvidarse de ellas. ¿Por qué actuaba de ese modo? Probablemente porque era lo que había aprendido en su casa y porque comportarse así siempre le había resultado rentable. La tranquilizaba saber que todo en su vida transcurría dentro de unos cauces, a salvo de nuevas costumbres, sacudidas y descalabros.

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