Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (14 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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Suenan tiros en toda San Petersburgo. Cae la fortaleza zarista, la dictadura se desmorona. Nacen los poderes paralelos, la Duma liberal y burguesa, los soviets de obreros y soldados. ¿Es eso la revolución? Esas asambleas de hombres armados que se quedan dormidos de agotamiento a mitad de una frase; esos personajes salidos de la nada, que adquieren popularidad en un día cuando se revela que tras sus seudónimos se esconde el mito subterráneo que sólo la Ojranka y los enterados saben, aquel que es miembro del Comité Central de los socialdemócratas mencheviques desde 1908, aquel que fue miembro de la dirección del soviet de 1905, aquel que insurreccionó a los obreros del mítico barrio de Viborg.

Y Larisa reencuentra el poder de la palabra. Escribe sobre los clubes obreros y sus debates, sobre la cultura fabril, sobre los torpes intentos de construir teatros en las fábricas, sobre las fuerzas que la revolución ha liberado.

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Létopis
de Gorki, y luego rompe con él a causa de un violento artículo contra Kerenski. Se vincula a lo más duro y rasposo de la izquierda armada, a los grupos de los marinos de Kronstadt, y allí establece un círculo de estudios.

Descubre a los bolcheviques y se acerca a ellos. Sus amigos de la socialdemocracia moderada y culta la miran sorprendidos. ¿Qué haces con esos tipos? Son una secta. Son unos aventureros.

La Revolución Rusa ya no tiene encanto a fines de este milenio, cuando escribo sobre esta jovencita, este personaje del idealismo de acero. La Revolución Rusa en términos de mito ha sido devorada por su autoritarismo, destruida por el monstruo del estalinismo cuyos ecos justamente suenan a antropofagia, tiros en la nuca en sótanos helados, campos de concentración siberianos y abuso en el reino del doble lenguaje de apariencia igualitaria y de realidad autocrática. Su triste destino al ser vomitada en un acto final por la burocracia travesti yeltsiniana no ayuda demasiado, tomará tiempo a la historia volver a ser historia. Ya no hay magia, sino una sombra de duda en evocar al terco N. Lenin y al brillante León Trotski. Pero Larisa sigue allí y camina por la Perspectiva Nevski con sus ajados cuadernillos y folletos rumbo al tranvía que la llevará a la base naval a trabajar con marinos y fogoneros, y a descubrir el método infalible para pensar la revolución.

Larisa no escribió su versión de la Revolución de Octubre, lamentablemente no narró aquel par de semanas, y su libro inexistente no está en mi estantería acompañando a Reed, a Trotski, a Volin, y tapando los manuales de la Academia de Ciencias de la URSS.

Años más tarde una imagen quedará fijada y aparecerá en otras de sus crónicas, la manera como sonaban las campanas del carrillón de la fortaleza de San Pedro y San Pablo; esas campanas suenan dentro de Larisa para darle una de sus claves a la Revolución bolchevique.

III

Larisa trabaja en el Departamento de Bienes Culturales, organiza la protección de los museos, cataloga tesoros, recupera el patrimonio artístico que tratan de sacar de Rusia, defiende ante el descuido, la violencia o la barbarie las obras de arte del viejo régimen.

Liev Sosnovski cuenta: «En los círculos de nuestro partido, que había salido de la organización clandestina medio raído, rasgado y poco versado en las elementales convenciones de la vida civilizada, era extraña la figura de una persona cabalmente bella, refinada de pies a cabeza en apariencia, palabras y hechos. Nos habían defraudado tantas veces aquellos a los que nos habíamos acercado que era difícil que nos arriesgáramos a la decepción una vez más; de modo que a Larisa Reisner se le entabló un proceso silencioso e interminablemente repetido que fue transformándose extrañamente a sí mismo. Yo tengo todavía más razones para hablar de esto ya que en numerosas ocasiones me sorprendí poniéndola a prueba».

Las ocasiones de las que Sosnovski habla se sitúan en el inicio de la guerra civil cuando Larisa, recién afiliada al partido bolchevique, trabaja en el Departamento de Propaganda con Rádek y Sosnovski, a los que termina fascinando.

Pero esto a Larisa le parece poco y en 1918 se incorpora al ejército rojo.

Se ha casado con el que será su compañero de armas, Fiódor Raskólnikov, un personaje singular, apenas unos meses mayor que ella, estudiante pobre nacido en las afueras de San Petersburgo, formado en internados siniestros en lucha contra popes que lo castigaban, peleando con el hambre, sostenido por una madre viuda, rebelde natural, ligado desde muy temprano a la socialdemocracia rusa, amante de las novelas y poco amigo de los textos teóricos; ha pasado por las cárceles zaristas y las clandestinidades. En la Revolución de Febrero fue el organizador del soviet de los marineros de Kronstadt. Al iniciarse la Guerra Civil, Raskólnikov enfrenta a los ejércitos de la contrarrevolución en Pulkovo y más tarde es nombrado comisario del Estado Mayor General de la Marina.

El ejército rojo se bate en una media docena de frentes, entre ellos uno interno no menos grave, al haber roto con los socialrevolucionarios a causa de la Paz de Brest-Litovsk. Los aliados han desembarcado en el nórdico puerto de Arjánguelsk, los japoneses han tomado Vladivostok, los alemanes ocupan Crimea, Ucrania, Estonia, Lituania y Curlandia, los aliados han desembarcado en Múrmansk; por la retaguardia amenazan las tropas del monárquico Kappel y hay bandas blancas en todo el inmenso país, que luego se convertirán en ejércitos.

Pero curiosamente el peligro más grave que afecta a la república roja viene de la Legión Checa, un cuerpo extranjero encuadrado dentro del ejército zarista que en retirada hacia Siberia, donde debería ser enviado de nuevo a Europa para combatir contra el Imperio Austrohúngaro, se ha rebelado. Veintidós mil soldados bien organizados controlan el ferrocarril hacia Siberia y cortan en dos Rusia desde fines de mayo; en agosto toman Kazán y avanzan hacia el Oeste.

IV

Me gustaría reconstruir lo que pasó en Sviansk con las palabras de Larisa, pero no conozco más que fragmentos de
En el frente
, el pequeño libro de relatos de la guerra que habría de escribir más tarde, y entre ellos se encuentran breves noticias de lo sucedido entre el 8 de agosto y el 10 de septiembre de 1918 en aquel apeadero de tren, a muy pocos kilómetros de Kazán.

La historia que se integra al mito revolucionario cuenta cómo en la noche del 7 al 8 de agosto se prepara en Moscú un singular tren con dos locomotoras; entre las adaptaciones que a toda velocidad se hacen al tren, se encuentra dotarlo de una pequeña biblioteca, un garaje y vagones que portan media docena de coches, una sala donde se crea una pequeña imprenta, una potente estación radiotelegráfica y otra telegráfica, con capacidad y materiales para reparar líneas. En la noche del 8 suben al tren el presidente del Consejo Militar Revolucionario de la República Soviética, León Trotski, Iván Smírnov, Arkadi Rosengolz y los miembros de un tribunal revolucionario encabezado por Gusiev. Los acompañan además Larisa Reisner y cuarenta jóvenes seleccionados del partido.

Cuando el tren parte hacia Kazán, tomada por los checos, la situación es trágica, el ejército de los Urales se desmorona. Trotski anota: «Lo único en que coincidían todos era en el deseo de batirse en retirada». Sólo se sostiene la división de tiradores letones, bolcheviques del viejo ejército dirigidos por Vazetis. Ese mismo día, mientras las calderas de las máquinas enrojecen y surgen los primeros hilos de vapor blanco en la máquina delantera del tren, se ha decretado la creación de campos de concentración para militares conservadores. Trotski se justificaba: «La situación terrible del país nos obliga a tomar medidas draconianas».

El tren se detiene en Sviansk y desde ahí comienza la reconstrucción del frente, Trotski sigue instrumentando medidas terribles. La orden del 15 de agosto dice: «Todo el que colabore con el poder de los checoslovacos y guardias blancos durante su dominación será fusilado». Junto a esto comienza a salir el periódico, los activistas se mueven en las filas de las tropas rojas reconstruyendo la moral. No se retrocederá. El tren está ahí para mostrarlo.

El 17 llega la flota de torpederos del Volga a través de una red de canales: cuatro pequeños torpederos, aún con los nombres zaristas en su costado y unas cuantas lanchas fluviales artilladas y con ametralladoras.

El 18 se revisa la flota, que está en un estado desastroso, pero la moral de los hombres de Raskólnikov es alta. Esa misma noche Trotski participa en una incursión hacia Kazán; Larisa va en el puente de uno de los torpederos. En un combate fluvial los rojos ganan su primera batalla y Trotski habrá de escribir en sus memorias una de sus mejores páginas narrando el combate nocturno contra la flotilla de los blancos.

Larisa trabajará primero en la sección de espionaje del V Ejército y luego se sumará permanentemente a la flota. De su primera labor quedará una breve historia: «Se dirigió vestida de aldeana a espiar en las filas enemigas. Pero en su aspecto había algo de extraordinario que la delató. Un oficial japonés de espionaje le tomó declaración. Aprovechándose de un descuido, se lanzó a la puerta que estaba mal guardada y desapareció».

Más tarde Larisa registrará en
En el frente
algunas de estas historias, no las propias. No contará sus incursiones tras las líneas enemigas para enlazar a la flota del Volga con el tren de Trotski, ni las misiones de reconocimiento que la hacen montar sin parar ochenta verstas a caballo; no contará que fue combatiente como uno más, que disparó, vivió la guerra en la trinchera, un pedazo de pan sucio por todo alimento al día, el compañero que se desangra al lado. Pero podemos leer a un narrador por lo que cuenta, por lo que ve y como lo ven sus ojos, por lo que descubre, lo que registra, lo que selecciona, aquello que le interesa, por lo que deja de lado, por el matiz que la primera persona del cronista deja en el texto, por los gestos de admiración, los adjetivos. Podemos leer al narrador en lo narrado, y es otro oficio este de leer en las líneas al que cuenta y no lo que cuenta. En los combates bélicos, Larisa no deja de lado los paisajes, pero trata de armar las historias de los personajes de la segunda fila, esos marinos que se han tragado millares de millas náuticas sin apenas comida, y sin embargo se vuelve central en la narración la manera como un marinero, los gestos rutinarios, le quita la funda a su cañón, en una mecánica que por habitual no deja de estar cargada de tensión.

Larisa vivirá entonces y escribirá más tarde: «¿Tiene o no belleza aquel cuadro cuando una batería emboscada a dos pasos, en la orilla, abre fuego sobre el barco, y el comandante a gritos impone el orden a su gente de la que se ha apoderado un pánico salvaje y de tal modo les grita que todos despegan sus cuerpos de la cubierta y de un salto se abalanzan sobre los cañones?».

En el frente
, su futuro libro, contiene una batalla con el lenguaje, y Larisa la combatirá y se reirá de sí misma y «¿quién se atrevería a asomar hoy a los labios frases tan cursis y anticuadas como esas de
heroísmo, fraternidad de los pueblos, sacrificio admirable, morir luchando
?».

Y sin embargo, cómo contar historias maravillosas y terribles. En un resumen muy apretado de las peripecias de la flota de Kronstadt escribirá: «Imaginaos un puñado de barcos, como una docena de remolcadores y vapores blindados, unos dos mil marineros de las divisiones de Kronstadt y el mar Negro, que forman su tripulación. Imaginaos tres años seguidos; marchando fusil en mano miles de kilómetros, desde el Báltico a la frontera persa; comiendo pan amasado con paja, pudriéndose en un sucio camarote; consumiéndose en un mísero lazareto lleno de piojos; venciendo, triunfando finalmente contra un enemigo tres veces más fuerte y mejor armado; luchando con cañones reventados y con viejos aeroplanos fuera de uso, que no pasaba un día sin que se estrellaran por la mala calidad de la gasolina, y siempre recibiendo de los que se quedaron en casa cartas llenas de quejas irritadas y hambrientas. ¿Cómo explicarse todo esto? Por fuerza hay que inventar palabras que se sobrepongan a la inevitable, innata cobardía de la carne».

Y Larisa tratará de contar la guerra en su brutalidad, y narrar la guerra revolucionaria como ella la está viendo desde su puesto en el combate, llena de admiración por personajes que se sobreponen a los miedos, porque están construyendo algo que ni siquiera cabe en la imaginación, un mundo tan extraordinariamente diferente a todos los conocidos que, sólo de pensarlo, se tiembla con el dedo en el gatillo de la ametralladora. Y se solaza ante la maravillosa historia del rescate de los 420 prisioneros de los blancos que estaban a punto de ser masacrados. Y reconstruye la historia de los hermanos K que fueron pasados por la bayoneta; y reseña héroes populares que no pueden quedar en el olvido.

La edición que ha llegado a mis manos de
En el frente
es una versión purgada por el estalinismo; las menciones al jefe del V Ejército, I. N. Smírnov, un personaje que Larisa admiraba profundamente, han desaparecido; los capítulos donde Trotski es personaje central desaparecen y en esta edición se omite el prólogo original en el que Larisa escribe intentando un resumen de aquellos terribles años de guerra: «La revolución maltrata a sus servidores de un modo cruel. Es un patrón inflexible con el que no hay que hablar de la jornada de ocho horas, de la protección a la maternidad o la subida de salarios. Este déspota lo acapara todo: cerebro y voluntad, nervio y vida. Hiere, agota, chupa la sangre de generaciones enteras para luego arrojarlas al estercolero y alzar nuevas levas, llenas de vigor y de entusiasmo, de las reservas inagotables que le brindan las masas del pueblo».

El texto se fumiga, arde el papel en la vorágine censora de la contrarrevolución soviética, los burócratas temen la metáfora, la alusión que no existe, la falta de respeto; adoran las inexistentes frases que hacen de la revolución un ritual de oración que hace tiempo ha perdido su contenido; la irreverencia que puede darse en aquel que vive la historia y ha ganado el derecho de reírse, pero no florece en el escritorio del censor, donde se establecen las historias oficiales y por lo tanto el episodio de Sviansk desaparece de la historia soviética.

Pero eso será entonces; ahora Larisa está furiosa con la Europa que no sabe de la barbarie de la guerra civil y que ignora las matanzas de los trabajadores en el territorio Oriental controlado por los blancos; una Europa sometida al bombardeo noticioso de las agencias del gran capital. En sus retinas quedan las historias que algún día contará. En su memoria, la idea eterna de que es triste morir, y que aquí no queda tiempo para la muerte, apenas irte: «Sin dios y sin el diablo, espantados ambos por la revolución, con el tiempo justo para decir:
Puedes quedarte con las botas
».

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