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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (30 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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Se dio cuenta de que la chica creía y que era inútil discutir. Sin embargo, estaba intrigado.

—¿Es que no te das cuenta de que esta guerra es distinta?

Extendió su mano izquierda para que el sol reluciese en el anillo que llevaba en el dedo anular.

—¡Claro que es diferente! ¡Mira este!

Randy miró la gran piedra y con ella a un millar de lucecitas azules y rojas de sin igual valor y pureza.

No era bisutería, como se imaginó. No era cristal rodeado por pasta verde. Era un diamante montado con esmeraldas alrededor.

—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó, impresionado y luego miró a sus pendientes y vio que ellos, también sin lugar a dudas, estaban hechos de diamantes.

Rita extendió el anillo, dando vueltas a su muñeca. No contestó en seguida. Disfrutaba de su reacción.

—Seis quilates —dijo—. Perfecto —se lo quitó del dedo y se lo entregó a Randy.

El joven lo tomó automáticamente pero no lo miraba. Miraba el dedo de ella. Aquel dedito estaba marcado por un círculo negro, como si el anillo fuese de latón sucio o en su interior hubiese porquería. Pero el anillo era de brillante y limpio oro.

Dan entró en la habitación, llevando su maletín y frunciendo el ceño.

—No sé cómo, exactamente... —miró el rostro de Randy y no terminó su frase.

Con el ceño fruncido, Rita miró la zona oscura.

—Escuece —dijo y se rascó. Un poco de piel ennegrecida se desprendió, dejando debajo la carne viva.

—Te pregunte dónde conseguiste esto, Rita —dijo Randy, con tono de orden.

Antes de que abriese la boca se imaginó la respuesta.

—Porky Logan —contestó ella.

El anillo cayó al suelo, rebotó, rodó y se paró en la esquina de una alfombra china de seda azul.

—Vaya, ¿qué pasa? —dijo ella—. ¡Te comportaste como si quemara!

—Creo que quema —dijo Randy.

—Bueno, si piensas que Porky lo robó, te equivocas. Era propiedad abandonada. Cualquiera podía llevársela.

Dan la tomó la mano y se ajustó las gafas para poder examinar el dedo con atención. Habló, con voz profunda, forzosamente tranquila.

—Estate quieta, Rita, quiero ver ese dedo. Creo que lo que Randy quería decir es que el anillo ha quedado expuesto a la radioactividad y es ahora radioactivo. Me temo que tenga razón. Esto parece como una quemadura... una quemadura de radio. ¿Cuánto tiempo llevas usando este anillo?

—Quitándomelo y poniéndomelo, imagino que un mes. Nunca lo llevo al salir, sólo en casa —dudó—, pero esta semana pasada lo llevé puesto todo el tiempo. Nunca me fijé...

Lo miraron, sus facetas destellando desde la suave seda azul, como si estuviese en un escaparate. Parecía hermoso.

—¿Dónde lo obtuvo Porky, Rita? —preguntó Dan.

—Bueno, sólo sé lo que me dijo. Estaba pescando, durante el día y claro, empezó a volver en seguida. Es listo el tal Porky. Dio un gran rodeo en torno a Miami. Bueno, pasó por Hollywood o Boca Ratón o por uno de esos lugares de la Costa Dorada y estaba vacío y entrando en la sala principal vio el establecimiento de una joyería, ya sabes, una sucursal de alguna tienda de la Quinta Avenida, y los escaparates estaban destrozados. Dijo que el género estaba por todas partes, anillos y alfileres, relojes y brazaletes, como maíz caído de una saca rota. Así que lo recogió. Luego vació su cesta de pesca de sedales, anzuelos y demás cacharros, entró en la tienda y llenó el cestillo con las joyas. Porky dijo que en aquel momento pensaba en el futuro. Se imaginaba que el dinero no valdría nada pero que los diamantes y el oro era cosa distinta. Nunca pierden valor, no importa lo que suceda.

—Impregnado de radiación —murmuró Dan—. Suicida.

Rita alzó las manos hacia su cuello y Randy advirtió una marca ovalada en el hueco de su garganta, como si allí la piel hubiese sido pintada más oscura. Luego las manos de la joven volaron a sus oídos. Los pendientes de diamantes cayeron a la alfombra junto al anillo.

—¡Oh, Dios! —gimió la muchacha.

—¿Qué diste a Porky por esos diamantes? —preguntó con suavidad Randy.

—Por el anillo, apenas nada. Por el resto le entregamos carne en conserva y cigarrillos y café y chocolate y cosas por el estilo. Ya sabes lo que come Porky. ¡Por Cristo, doctor, qué va usted a hacer acerca de esto! —se miró al dedo.

—¿Qué más os dio Porky aparte de los diamantes?

—Toda clase de género. Nos dio un doble puñado de relojes por una caja de judías y cerdo. Pete tiene... —miró hacia el pasillo y exclamó —¡Pete! —y les condujo a su habitación.

Pete Hernández no parecía tan malo como Bill Cullen, pero sí bastante grave, su calva con limares como arrancados violentamente, el rostro lleno de una erupción y las manos hinchadas. Se incorporó en las almohadas, asombrado, al verlos entrar.

—Pete, quítate esos relojes —dijo Rita.

—¿Estás loca? —Pete llevaba un reloj de oro absurdamente colocado en cada flaco brazo. Les miró a la cara y dijo—: ¿Por qué me he de quitar mis relojes?

Dan se agachó y se los arrancó y los lanzó sobre la mesa. Las flexibles cadenas de oro habían dejado una marca negra.

—Son radioactivos. Ese oro es venenoso, es un oro isótopo. Te ha estado envenenando. Mira.

Pete miró.

—Es sólo suciedad. Es el calor Estuve sudando.

Randy formuló la pregunta.

—¿Dónde están las demás joyas de Porky, Pete?

Pete miró a Rita, sus ojos negros y mate inseguros y suplicantes.

—Quieren llevarse nuestro oro y nuestras piedras, Rita —dijo.

—Randy no miente, Pete, y no creo que el doctor Gunn quiera robar nada a nadie.

Pete dobló su brazo para buscar debajo de la almohada.

—¡Oh, Santo Dios! —exclamó Dan, compadeciéndole.

Desde debajo de la almohada Pete sacó una envoltura de plástico.

—Abrelo —ordenó Dan.

Pete quitó la cremallera. Estaba lleno de pulseras de reloj, retorcidas y dobladas como si fuesen serpientes de oro.

—¿Es eso todo? —preguntó Dan.

No, eso son sólo los relojes —dijo Rita—. Pete se divierte admirándolos y dándoles cuerda cada día. Además quedan en mi cuarto un par de collares... un broche de rubís y otro de diamantes y... bueno, toda clase de chatarra.

—Pete —dijo Dan—, tira todo eso a un rincón, allí. Rita, no toques nada de lo que puedas tener en tu dormitorio. Es inútil que absorbáis una nueva fracción de radiaciones. Tenemos que encontrar un medio de sacar de aq.uí ese género y desembarazarnos de él sin perjudicarnos nosotros. Volveremos.

Rita les acompañó hasta la puerta, sollozando. Se cogió a la manga de Dan.

—¿Qué va a ocurrir? ¿Me moriré? ¿Se me caerá el pelo?

—Usted no ha absorbido tanta radiación como su hermano —dijo Dan—. No sé exactamente lo que pasará porque la enfermedad de esas radiaciones es muy traicionera.

—¿Qué hay de Pete? ¿Qué haría yo sin Pete...?

—Me temo que Pete está abocado a la leucemia —contestó Dan.

—¿Cáncer de la sangre?

—Sí. Me temo que será mejor que se prepare usted misma.

La mano de Rita cayó del brazo de Dan. Randy la vio disminuirse, todo su porte, toda su brabuconería desapareciendo, dejándola más pequeña y como una criatura.

—Rita —dijo en voz baja—, será mejor que guardes esto aquí. Lo necesitarás.

La dio la botella de whisky escocés. Al oprimir el puesta en marcha, Dan preguntó:

—¿Por qué la diste el whisky?

—Me dio lástima —no era sólo la única razón. Le debía algo desde antes, ahora estaba en paz. Habían liquidado su cuenta. Preguntó—: ¿Se pondrá bien?

—Creo que sí, a menos que la quemadura de su dedo degenere en algo maligno. Es improbable, aunque posible. Sí, se pondrá bien mientras no reciba más radiacción. La dosis que absorbió está localizada. Pero después de que muera su hermano se encontrará sola. Y ya no irán las cosas bien.

—Encontrará un hombre —dijo Randy—. Siempre lo encuentra.

IV

La casa de Porky Logan se alzaba al extremo de Augustine Road, en un huerto que subía por la colina a espaldas de la casa. Era de dos pisos y de ladrillo el edificio mayor de Pistolville, según se decía. La hermana de Porky y su sobrina le habían estado cuidando, pero vivía sólo. Su esposa y los hijos se fueron de Pistolville diez años atrás.

Encontraron a Porky en el piso segundo. Estaba sentado en la cama, sin afeitar, la barbilla descansando en su peludo y desnudo pecho. Entre sus rodillas había una lata de cerveza llena de joyas. Tenía las manos enterradas hasta el antebrazo en su tesoro.

—¡Porky! —exclamó Dan.

Dan se acercó hasta la cama, reclinó el cuerpo de Porky contra las almohadas y le cerró los párpados.

—Salgamos de aquí —dijo Dan—. Tiene un horno en su regazo.

Randy trató de no respirar mientras bajaba las escaleras. No era sólo el olor del cuerpo de Porky lo que le apremiaba.

—Tenemos que impedir que la gente entre en esta casa hasta que enterremos a Porky y a ese material peligroso —dijo Dan—. ¿Qué podríamos hacer?

—¿Qué te parece un cartel? Podríamos pintarlo.

Encontraron una lata de pintura amarilla sin abrir y un pincel en el garage de Porky. Dan escribió con letras mayúsculas en la puerta de la calle de Porky:

«¡PELIGRO! ¡NO ENTRAR! ¡RADIACION!».

—Será mejor que pongas otro allí —dijo Randy—. Además yo aclararía las cosas. Hay mucha gente que no sabe aún lo que significa radiación.

—¿De veras?

—Estoy seguro. Nunca la han visto ni la han notado. Han oído hablar, pero no creo que estén convencidos de su existencia. No pensaron que podían morir antes de El Día... si es que llegaron a pensar en la muerte... y no creo que crean en la radiación ahora. Será mejor que añadas algo que puedan comprender como «VENENO».

Y así bajo «RADIACION», Dan escribió: «VENENO».

—Aun hay otro —dijo—. Bill Cullen.

Bigmauth
Bill
estaba como le dejaron, excepto que tenía una botella de ron barato en sus maltrechas manos y había estado bebiendo. Randy se asomó a la puerta, de modo que pudo escuchar pero sin sumergirse en los hedores anteriores.

—Bill —dijo Dan—, hemos descubierto qué es lo que le pone enfermo. Está usted absorbiendo radiacción de las joyas que Porky le cambió por whisky. La joyería de Porky arde. Es radiactiva. ¿Dónde las tiene?

Bill soltó una carcajada salvaje. Empezó a maldecir, metódicamente sin imaginación, como Randy oyó maldecir a los soldados en Corea. El chorro de sus obcenidades aumentó, se sofocó, tosió y dio un trago de la botella de ron.

—¡Joyería! —gritó, sus ojos amarillos girando—. ¡Joyería! ¡Diamantes, esmeraldas, perlas, brazaletes, todo quema, todo radioactivo! ¡Eso es riqueza!

—¿Dónde están, Bill? —la voz de Dan era aguda—. Pregúntaselo a ella. ¡Pregúntaselo a esa perra! Ella lo tiene... se llevó todo el botín.

—¿Qué quieres decir?

—Tenía escondido el género, imagiándome que si caía en sus manos lo cambiaría por una botella de vino. Las joyas en una bota, el oro en la otra. Créalo o no, esto es lo último que me queda —volvió a beber de la botella.

—Adelante —dijo Dan.

—Guardaba las botas, estas botas aquí... —señaló a un par de botas de caza—, escondidas bajo la cama. En un lugar seguro, de acuerdo. Mire, rni mujer jamás limpió nada, especialmente nunca barrió debajo de la cama. Bueno, cuando se fue hace un rato pensé echar un vistazo al botín. Ya sabe, es bonito tenerlo en las manos y soñar en qué harás cuando las cosas vuelvan a la normalidad. Pero ella estaba vigilándome por la ventana. Ha estado tratando dé cogerme con las manos en la masa y precisamente lo consiguió hace un rato. Entró, sonriendo. Creí que iba a decirme que había terminado la guerra o algo por el estilo. Entró y buscó debajo de la cama y se llevó la bota. Todo lo que dijo al cruzar la puerta fue: «Espero que te ahogues, cochino bastardo. Yo me vuelvo a Apalachicola».

Randy preguntó fascinado:

—¿Y cómo piensa llegar a Apalachicola?

—Tenía... tenía Plymouth en el garage. Estaba casi lleno el depósito de gasolina, y tenía más en una lata escondida entre las estanterías. Ojalá se estrelle.

Dan recogió su maletín. Sus enormes hombros estaban hundidos. Tenía el* rostro infeliz tras la roja barba.

—¿Tienes todavía aquella pomada que te di?

—Sí —Bill volvió la cabeza hacia la mesita de noche.

—Siga usándola en las manos. Le producirá alivio.

—Puede, pero más esto —Bill agitó la botella y bebió hasta que le faltó aliento.

Volviendo a River Road, Randy dijo:

—¿Sobrevivirá Culler?

—Lo dudo. No tengo ni drogas ni antibióticos ni transfusiones de sangre para él —extendió la mano y acarició su maletín—. Ya no me queda casi nada aquí, Randy. He de tomar decisiones, ahora. Tengo drogas sólo para aquellos que valga la pena salvar.

—¿Y qué hay de la mujer?

—No creo que muera enferma de radioacción. Me parece que no conservará ese oro y esa plata y el pía— y tino lo bastante tiempo. O lo cambiará por bebida, con su estupidez, o se meterá tontamente en una de |las autopistas principales.

—Creo que los salteadores se apoderarán de ella si se dirige hacia Apalachicola —dijo Bandy.

Era extraño, aquella palabra de salteadores, había recobrado todo su arcaico y verdadero sentido. Estos no eran los bandidos románticos y caballerosos de Inglaterra, que se apostaban en los caminos durante los
siglos
XVII y XVI. Eran ahora salteadores implacables y diabólicos que últimamente habían estado segando el pequeño cordón umbilical de las comunicaciones y del comercio entre ciudades y pueblos, en su mayoría, según la palabra que se filtró hasta Fort Repose, operaban en las carreteras y autopistas principales como la de Turnpike y las número 1, 441, 17 y 50. Por eso se llamaban salteadores.

Pasaron por delante de la casa vacía de los McGovern. La hierba había crecido de manera desmedida.

—Mira —dijo Dan—, dentro de unos cuantos meses más la jungla lo ocupará todo.

P
ARTE
9
I

Enterraron a Porky Logan el viernes por la mañana. Fue un trabajo penoso y agotador. Randy tuvo que sacar su pistola para conseguir que se hiciera.

Primero, fue necesario obtener la colaboración de Bubba Offenhaus. Eso resultó bastante difícil. La funeraria de Bubba estaba cerrada y vacía y no se le veía en la ciudad a su propietario. Puesto que era Director delegado de la Defensa Civil al mismo tiempo que enterrador, una aparición pública le exponía a toda clase de peticiones y problemas que le asustaban y en los que no podía hacer nada. Así Bubba y Kitty Offenhaus sólo podían ser encontrados en su gran casa nueva como una rara combinación de moderno y clásico, construida principalmente en cristales de colores entre columnas griegas de antes de la guerra.

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