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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (9 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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—No creo que a Elizabeth le importará que estés presente en esto —dijo Dan—. Prácticamente ya eres uno de la familia, ¿verdad?

Subiendo las escaleras Randy decidió que Dan, también, debería conocer el aviso de Mark. Si era preciso que alguien lo supiese mejor que ninguno un médico. Y al mismo tiempo Randy se dio cuenta de que no había incluido medicinas en su lista y que el botiquín de la casa contenía poco más que unas aspirinas, gotas nasales y líquido para enjuague de boca. Viniendo dos niños tenía que haberlo planeado mejor. De todas maneras, Dan era el hombre que le diría qué conseguir y si era preciso le redactaría las recetas.

Randy preparó una bebida para Dan y dijo:

—Nuestro médico ha venido para verte, Lib, no a mí. Cuando haya terminado de hablar, tengo algo que deciros a los dos.

Dan le miró de manera singular.

—Parece como si estuvieses a punto de hacer un anuncio.

—Lo estoy, pero habla tú primero.

—No es nada urgente ni terriblemente importante. Es sólo que estaba efectuando el circuito de placebo... y me dejé caer para ver a la madre de Elizabeth.

—¿El circuito de qué? —preguntó Lib. Randy había oído a Dan emplear la frase, antes.

—Placebo, o circuito icosomático..., los retirados de mediana edad y los que no tienen nada que hacer si no sentirse solitarios y preocuparse por la salud. A la única persona a quien pueden llamar sin que eluda visitarles es a su médico. Así que, me llaman y me atiborran los oídos con sus síntomas. Les doy comprimidos de azúcar o tranquilizantes... cualquiera de los dos son igual de buenos. Les aseguro que van a vivir. Eso les pone felices. No sé porqué.

A los teinta y cinco años Dan era un idealista amargado. Después de estudiar medicina en Boston comenzó a ejercer en una ciudad de Vermont y en sus horas libres amplió estudios de doctorado en epidemiología. Su meta habían sido los continentes populosos y las grandes plagas: malaria, tifus, cólera, tifoidea, y buscaba un puesto en la Organización Mundial de la Salud... o un destino en el Punto Cuatro. Entonces se casó. Su esposa —Randy no sabía su nombre porque nunca Dan se lo dijo— aparentemente había sido una alcohólica extravagante nimfomaníaca, con tendencias al juego. Ella retrocedió ante la idea de vivir en Africa Ecuatorial o en algún pueblecito de algún delta de la India y le apremió para que abriese clínica en Nueva York o Los Angeles, donde había posibilidad de ganar mucho dinero. Cuando Dan se negó, a ella le dio por pasarse los fines de semana en Nueva York, su lugar favorito, para conquistar compañeros de cama, un bar allá por las calles Cincuenta. Así que él fue un caballero y le dejó que se fuese a Reno y consiguiera el divorcio. Cuando ella tuvo mala suerte regresó al Este, entabló demanda por alimentos y el juez le concedió cuanto pidió. Ahora vivía en Los Angeles y cada semana empujaba el dinero recibido para alimentos a las mesas de juego o a las máquinas tragaperras. La carrera de Dan terminó antes de haber empezado. El puesto en la Organización Mundial de la Salud o el salario del Punto Cuatro apenas serviría para pagar la pensión alimenticia y nada le quedaría, y un doctor no puede vivir del aire, ni hacer trapacerías, excepto si se mete en la tela de araña de prácticas ilegales de la medicina. Se fue a Florida porque el estado crecía y su trabajo y sus minutas serían mayores y pensó que eventualmente tendría bastante dinero que ofrecerle en efectivo para ajustar y supurar la hemorragia financiera.

En Fort Repose, Dan compartía el edificio de las Artes Médicas de un solo piso con un hombre mayor, el doctor Bloomfield y dos dentistas. Vivía frugalmente en un conjunto de dos habitaciones de Riverside Inn, en donde actuaba como médico de la casa para los huéspedes de edad durante la temporada de invierno. Sus mayores ingresos se doblaron. Mientras ponía en el mundo a niños en Pistolville y en Negro por 25 dólares, equilibraba esto con las visitas a diez dólares a las casas, en el circuito de placebo. En una sola vuelta de dos horas, River Road arriba, entregando tranquilizantes y buenas palabras, a menudo reunía cien dólares. No le sirvió de nada. Descubrió que se veía inexorablemente exprimido entre la pensión de su ex esposa y los impuestos. Los impuestos subían con los ingresos y la cláusula progresiva de la sentencia de la pensión de su ex esposa cobró efecto. Una vez, Randy y él calcularon que si sus ingresos subían más de cincuenta mil dólares al año se vería en la bancarrota. Dan no podía imaginar ninguna combinación de circunstancias que le permitiesen amasar bastante capital para comprar a su antigua esposa y verse libre para luchar contra las epidemias. Así que era un hombre amargado, pero, Randy le creía un hombre amable, quizás un gran hombre.

—¿No considerará nuestra casa como una parada en su circuito de placebo? —preguntó Lib.

—No —contestó Dan—, y sí. Su madre tiene diabetes —hizo una pausa, para dejar que ella comprendiese que no era todo eso lo malo—. Me llamó hoy. Estaba muy transtornada. Se preguntaba si podría cambiar el tratamiento de insulina por la nueva droga oral. Usted le da una inyección de insulina cada mañana, ¿verdad?

—Sí —dijo Lib—. No puede soportar pincharse a sí misma y no quiere que mi padre lo haga. Dice que es demasiado brusco. Afirma que cuando papá la pincha disfruta.

Eso era algo que Randy no sabía.

—Quiere que la reorganice porque dice que usted habla de abandonarla —dijo Dan.

—Sí —contestó Lib—. Intento marcharme. Me voy a ir cuando Randy se vaya.

Randy empezó a hablar, pero se contuvo. Aún podía aguardar un momento.

Dan se limpió las gafas. Su rostro mostró una expresión triste.

—No sé nada acerca de los experimentos —anunció—. Su madre queda equilibrada con setenta unidades de insulina al día. Una buena inyección. No quisiera quitarle la insulina. Tendrá que aprender a utilizar ella misma la aguja hipodérmica. Ahora, veamos lo de su padre.

—¡Mi padre! No hay nada malo con él, ¿verdad?

—Quizás nada, quizás todo. Se está convirtiendo en una especie de zombi, Elizabeth. ¿Acaso no tiene aficiones? ¿No puede empezar un negocio nuevo? Unicamente tiene sesenta y un años y, excepto un poco de hipertensión, está en buena forma, físicamente. Pero se muere más de prisa de lo que debiera. Cuanto mejor es un hombre en los negocios, peor es en la jubilación. Un día está dirigiendo una gran corporación y al siguiente, cuando no se le permite dirigir nada, excepto su propia casa, se desea la muerte a si mismo y, efectivamente, se muere.

Lib había estado escuchando con atención. Ahora dijo:

—Es todavía más duro con papá. Mire, no se retiró por su gusto. Le despidieron. Oh, todos lo llamamos jubilación y él recibe su pensión, pero el consejo de administración le dejó cesante... perdió una lucha financiera beneficiosa... y ahora no cree que sea de utilidad alguna para nadie, en absoluto.

—Me imaginé que era algo así —comentó Dan. Guardó silencio un momento—. Me gustaría ayudarle. Creo que vale la pena salvarlo.

Ahora Randy se dio cuenta de que era el momento de hablar.

—Cuando viniste, Dan, estaba a punto de decir a Lib que Mark me habló hoy, en McCoy. Tiene miedo... está seguro... de que estamos al borde de la guerra. Por eso Helen y los niños vienen a esta casa. Mark cree que los rusos" ya están preparados para todo.

Randy les vigiló. La primera que pareció comprender fue Elizabeth.

—¡Oh, Dios! —exclamó en voz baja. Entrelazó los dedos en el regazo y se quedó pálida.

La cabeza de Dan se sacudió, una especie de tem—; blor negativo. Miró a la botella y al vaso semivacío de Randy sobre el mostrador.

—No habrás estado bebiendo, ¿verdad, Rándy?

—La primera copa de hoy... desde el desayuno.

—No creí que estuvieses bebido. Era sólo una vana esperanza. —La cabeza masiva de Dan, con el pelo rojizo y áspero de sus sienes, se inclinó hacia delante, como si su cuello ya no pudiese sostenerle—. Eso hace hipotético todo lo demás —dijo—. ¿Muy pronto?

—Mark no lo sabe y yo no puedo ni imaginarlo. Hoy... mañana... la semana que viene... el mes próximo... en cualquier momento.

Lib miró su reloj.

—Dan noticias a las seis —dijo. Una radio portátil, no mayor que una copa de coñac, estaba en un extremo del mostrador. Ella la puso en marcha.

Randy mantuvo el aparato sintonizado al V.S.MJF., la mayor estación comercial del condado. La música de baile se desvaneció y la voz de Hendrix, el comentarista de discos, anunció:

—Bueno, a todos vosotros, amigos, tengo que quitar la aguja del surco durante cinco minutos para que las personas serias puedan enterarse de lo que se cocina en tomo al globo terráqueo. Así que, empecemos con el tiempo. El termómetro del exterior de los estudios marca 16 grados y una décima y la predicción para Florida Central es de buen tiempo con viento suave y moderado del este durante él día de mañana y que no hay peligro de heladas en todo el martes. Va a ser un clima estupendo para pescar, amigos, y para demostrarlo, he aquí una historia de tabares, allá en el Lake Country. Joñas Corkle de Hyannir, Nebraska, pescó hoy un barbo de casi seis Icilos en Lake Dora, poniéndose a la cabeza del Torneo de Invierno de Lake Country. Utilizó anguila negra como cebo. Un parte de U.P. desde Washington dice que la marina ha ordenado acción preventiva contra aviones reactores no identificados que han estado sobrevolando a la Sexta Flota en el Mediterráneo Oriental. En Tropical Park hoy, Bald Eagle ganó él Coral Handicap por tres cuerpos, pagándose a once sesenta. Careless Lady fue segunda y Rumpus, tercero. Ahora, volviendo a las noticias de Wall Street, las acciones cerraron a diversos cambios, subiendo las de proyectiles dirigidos y ferrocarriles, pero de una manera moderada. Los porcentajes Dow-Jones..

Lib apagó la voz de Happy Hendrix.

—¿Qué significa eso? —preguntó.

Randy se encogió de hombros.

—Es asunto del Mediterráneo. Ha ocurrido antes. Me imagino que es uno de los peligros más graves. Nos hemos acostumbrado a las impresiones. Hemos sido acondicionados. Estar al borde de la guerra ha sido nuestra postura moral —se volvió a Dar—. Yo creo que deberíamos almacenar algunas medicinas... un equipo de emergencia. ¿Que recetarías para la guerra, doctor?

Dan rebuscó en el bolsillo de su americana y sacó un bloque de notas. Avanzó despacio y pareció muy cansado.

—Les daré a los dos algo —dijo, empezando a escribir—. Género que puedan utilizar por sí mismos, sin mi ayuda. Y en cuanto a su madre, Elizabeth, botellas extras de insulina. También pediré un poco de oranise de una farmacia en Orlando. La farmacia local todavía no lo tiene.

—Pensé que usted había decidido no experimentar la droga con mi madre —comentó Lib.

—La insulina —contestó Dan, continuando escribiendo—, requiere refrigeración.

Dan dejó las recetas sobre el mostrador.

—Buenas noches —dijo—. Tengo que ayudar a nacer un niño en la clínica, a las siete. Es una cesárea. La vida sigue. Por lo menos eso es lo que voy a creer hasta que se demuestre lo contrario. —Se levantó y salió de la habitación.

Lib dio la vuelta al mostrador.

—Abrázame —pidió.

Randy la abrazó, la estrujó, extrañamente, sin ninguna pasión excepto miedo por ella. De ordinario sólo tenía que notar su cuerpo próximo o pasarle los labios por encima del pelo y oler lo que ella llamaba «Mi perfume seductor», para sentirse excitado. Ahora sus brazos la arrollaban por completo en un sentido también por completo protector. Todo lo que pedía era que viviese ella y vivir también él y que las cosas permaneciesen igual por siempre.

^ La joven siguió rozando su suave cabeza contra la garganta de Randy. Ella no decía que no. Pedia y rogaba porque el reloj se quedase quieto, lo mismo que Randy; pero, como Mark dijo, eso iba contra la naturaleza.

La joven alzó la cabeza y gentilmente se apartó, diciendo:

—Gracias, Randy. Me das fuerzas. ¿No lo sabias? Ahora, ¿qué puedo hacer?

—Será mejor que vuelvas a tu casa y hables con tus padres.

—No creo que me crean. No prestan mucha atención a la situación internacional y a mamá no le gusta ni siquiera hablar de nada desagradable.

—Probablemente no te crean, pero después de todo, no conocen a Mark. Háblalo con tu padre, haciéndolo de manera que parezca una proposición comercial; dile que es como tomar un seguro; de todas maneras, procura que las recetas de Dan se cumplan.

—Mañana conseguiré las medicinas —contestó ella—. La comida no es problema. Nuestra alacena no está exactamente vacía. ¿Qué vas a hacer, Randy? ¿No sería mejor que descansases un poco si has de estar en el aeropuerto a las tres y media?

—Lo intentaré. —La cogió de nuevo entre sus brazos y la besó, en esta ocasión sin sentirse nada protector y ella respondió, sus temores contenidos.

Salieron de la casa cuando el sol rojo parecía distenderse y caer en el río allá donde se unía con el amplio St. Johns. Ella subió al coche. El la volvió a besar.

—Si me necesitas, llámame.

—No te preocupes. Lo haré. Te veré mañana, Randy.

—Sí, mañana.

III

A estas horas, cuando los cirros se extendían como cintas carmesí muy altos a través del firmamento suroeste, en una especie de oscuridad que ni siquiera permitía que la brisa agitase una hoja de musgo o las frondas de las palmeras, el día murió tranquilo y hermoso. Esa era la hora de Randy, ésta y el alba, tiempo de quietud y de paz.

Sus ojos quedaron atraídos por un movimiento en un macizo de turquesas a la otra parte del camino y de nuevo vio al condenado pájaro. Podía haber muy poca duda. Incluso a esta distancia, incluso sin binoculares, era capaz de distinguir los ojos ribeteados de blanco. Moviéndose despacio y en silencio, saltando de arbusto en arbusto, cruzó el césped.

Si atravesase el camino y el patio delantero de Florence y Alice Cooksey le vigilaban. Florence le una identificación positiva.

Florence y Alice Cooksey le vigilaban. Florence le había estado observando desde atrás de las persianas del dormitorio mientras él hablaba con la chica McGovern y la besaba despidiéndose, una exhibición pública desagradable. Ella le vigiló cuando estaba plantado en el camino, las manos en las caderas, solo, y durante largo rato, inmóvil. Luego, de manera incrédula, le había visto inclinarse y avanzar furtivo hacia ella y entonces fue cuando llamó a Alice.

—¡Ahí está! —dijo triunfante—. Ya te lo dije. Ven y cerciórate por ti misma. ¡No hay duda de que es un fisgón!

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