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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (68 page)

BOOK: Bajo el hielo
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En uno de sus guiones preferidos, recuperaba el dinero y los papeles que había escondido en un cementerio de Saboya, cerca de la frontera suiza. Había un detalle divertido: el dinero, cien mil francos suizos en billetes de cien y doscientos y los documentos falsos se hallaban encerrados en una caja isotérmica hermética, metida dentro del ataúd donde reposaba la madre de una de sus víctimas, la cual le había hablado del ataúd y del cementerio antes de que la matara. Con ese dinero, pagaría los honorarios de un cirujano plástico francés que lo había honrado con su presencia en sus «veladas ginebrinas». Hirtmann poseía en otro escondrijo algunos vídeos potencialmente demoledores para la reputación del médico, y tuvo la presencia de ánimo de reservarlos en el curso de su juicio. Mientras esperase, con la cabeza vendada, en la clínica del buen doctor, en una habitación de mil euros cuyas ventanas daban al Mediterráneo, exigiría un equipo de música para escuchar a su querido Mahler y la presencia nocturna de una
call-girl
especializada.

De repente, su soñadora sonrisa se esfumó. Se llevó la mano a la cabeza con una mueca de dolor. Aquel maldito tratamiento le daba unas horribles migrañas. Ese cretino de Xavier y todos esos imbéciles psicólogos… ¡¡Argh!! ¡Todos iguales con su religión de charlatanes!

Sintió que la cólera se apoderaba de él. La furia se abrió paso a través de su cerebro, desconectando poco a poco todo pensamiento racional para reducirse a la condición de negra nube de tinta que se desparramaba en el océano de su pensamiento, cual ávida morena que surgiera de un orificio para devorar su lucidez. Le dieron ganas de descargar un puñetazo contra la pared, o de hacerle daño a alguien. Hizo rechinar los dientes y girar la cabeza en todas direcciones, gimiendo como un gato escaldado, hasta que por fin se calmó. A veces le costaba horrores calmarse, pero lo conseguía a fuerza de disciplina. Durante sus estancias en distintos hospitales psiquiátricos había pasado meses leyendo los libros de esos imbéciles de psiquiatras, había aprendido sus pequeños trucos de prestidigitación mental, sus pamplinas de ilusionistas y había ensayado y ensayado en el fondo de su celda como solo un obsesivo es capaz de hacer. Conocía su debilidad principal: no existía un solo psiquiatra en el mundo que no tuviera un elevado concepto de sí mismo. Había habido, no obstante, uno que había adivinado su tejemaneje y le había retirado los libros, uno entre las decenas que había conocido.

De golpe, un estridente sonido le taladró los oídos. Se irguió en el asiento. La ensordecedora sirena que sonaba en el pasillo mandaba unas desgarradoras flechas sonoras que le herían los tímpanos, acentuando su migraña.

Apenas le dio tiempo a preguntarse qué ocurría cuando se apagó la luz. Se encontró sentado en una oscuridad aplacada por la pálida claridad de la ventana y por una luz anaranjada que entraba de manera intermitente por la ventanilla de la puerta. ¡La alarma de incendios!

El pulso se le disparó hasta ciento sesenta pulsaciones por minuto. ¡Un incendio en el Instituto! Aquella era quizá la ocasión esperada…

De repente, la puerta de su celda se abrió y Lisa Ferney entró a toda prisa, con la silueta recortada por la violenta luz naranja giratoria.

Llevaba un cortaviento con forro polar, una bata y un pantalón blancos y un par de botas en la mano, que le lanzó.

—Vístete. ¡Rápido!

También depositó en la mesa una máscara de protección antihumo con filtro facial y gafas de plexiglás.

—Métete esto también. ¡Date prisa!

—¿Qué ocurre fuera? —preguntó mientras se apresuraba en vestirse—. ¿Las cosas no han salido bien? Necesitáis a alguien para distraer, ¿no es eso?

—Nunca te lo creíste ¿verdad? —dijo ella sonriendo—. Lo hiciste porque te divertía. Pensabas que no iba a cumplir mi parte del contrato. —Lo miró sin pestañear. Lisa era una de las raras personas que eran capaces de hacerlo—. ¿Qué tenías previsto para mí, Julian? ¿Para castigarme? —Lanzó un vistazo por la ventana—. ¡Acelera! —lo apremió—. No tenemos toda la noche.

—¿Dónde están los guardianes?

—He neutralizado al señor Mundo. Los otros corren aquí y allá para impedir que los internos se fuguen. El incendio ha desactivado los sistemas de seguridad. Esta noche hay puertas abiertas. ¡Date prisa! Hay un equipo de gendarmes abajo. El incendio y los otros internos los van a tener ocupados un rato.

Cuando se puso la máscara en la cara, Lisa quedó satisfecha del resultado. Con la blusa, la máscara y la falta de luz, resultaba casi irreconocible… descontando su estatura…

—Baja la escalera hasta el sótano. —Le dio una pequeña llave—. Una vez abajo, no tienes más que seguir las flechas que hay pintadas en las paredes, que te conducirán hasta una salida secreta. Yo he cumplido mi parte del trato. Ahora te corresponde a ti cumplir la tuya.

—¿Mi parte del trato? —Su voz resonó de una manera extraña dentro de la máscara.

Lisa sacó un arma del bolsillo y se la tendió.

—Encontrarás a Diane Berg en el sótano, atada. Llévatela contigo y mátala. Abandónala en algún sitio por allá fuera y desaparece.

* * *

En cuanto salió al pasillo, notó el olor del humo. Los cegadores haces de la alarma de incendios le atormentaron los nervios ópticos y el aullido de la sirena cercana le desgarró los tímpanos. El pasillo estaba desierto y todas las puertas abiertas. Al pasar delante de las celdas, Hirtmann comprobó que estaban vacías.

El señor Mundo yacía en el suelo de su cubículo de cristal, con una horrible herida en la cabeza. En el suelo había sangre, mucha. Después de franquear la antecámara, vieron el humo que subía por la escalera.

—¡Hay que darse prisa! —dijo Lisa Ferney con un asomo de pánico en la voz.

La luz de la alarma iluminaba su largo cabello castaño y le peinaba la cara con un grotesco color naranja, acentuando la sombra de los arcos de las cejas y de la nariz y resaltando su mandíbula cuadrada, confiriéndole así un aire un poco masculino.

Bajaron corriendo las escaleras entre un humo cada vez más denso. Lisa tosió. Al llegar a la planta baja, se detuvo y le indicó el último tramo de escaleras que faltaba para el sótano.

—Golpéame —dijo.

—¿Cómo?

—¡Que me golpees! ¡Dame un puñetazo! En la nariz. ¡Rápido!

Hirtmann solo dudó un segundo. La enfermera se echó atrás con el impacto del puño. Luego exhaló un grito, llevándose las manos a la cara y contempló con satisfacción la sangre que brotaba antes de desaparecer.

* * *

Lo miró mientras se hundía en el humo. El dolor era intenso, pero peor era la inquietud. Había visto cómo los gendarmes escondidos en la montaña se dirigían al Instituto antes incluso de que hubiera provocado el incendio. ¿Qué hacían allí si ese policía estaba muerto y Diane seguía atada e inconsciente abajo?

Algo no había funcionado tal como tenían previsto… Se enderezó. Con la bata y la barbilla manchadas de sangre, se encaminó titubeando a la entrada del Instituto.

* * *

Servaz se mantenía delante de las rejas del recinto de la mansión. También estaban presentes Maillard, Ziegler, Confiant, Cathy d'Humières, Espérandieu, Samira, Pujol y Simeoni. Detrás de ellos había tres furgones de la gendarmería con hombres armados en el interior. Servaz había llamado dos veces al timbre, sin obtener respuesta.

—¿Y bien? —inquirió Cathy d'Humières dando palmadas con las manos enguantadas para calentarse las manos.

—Nada.

Habían pisoteado tanto la nieve delante de la verja que las huellas de sus pasos se entrecruzaban y se solapaban.

—Es imposible que no haya nadie —dijo Ziegler—. Incluso cuando Lombard no está, siempre están los guardias y el personal de la casa. Eso quiere decir que se niegan a responder.

Sus alientos se materializaban en un blanco vapor que dispersaba rápidamente el viento.

La fiscal consultó su reloj de oro. Eran las 0.36.

—¿Todo el mundo está en su sitio? —preguntó.

Al cabo de cuatro minutos, iba a iniciarse el registro en un apartamento del distrito VIII de París, próximo al Arco de Triunfo. Dos civiles helados de frío golpeteaban el suelo con los zapatos. Uno era el doctor Castaing y el otro el notario Gamelin, cuya presencia se requería en condición de testigos neutros en caso de ausencia del propietario de la casa. Puesto que se trataba de un registro nocturno, la fiscal había argüido además que había una urgencia por riesgo de desaparición de pruebas, teniendo en cuenta el flagrante delito constituido tras la tentativa de asesinato de Servaz.

—Maillard, pregunte si están a punto los de París. Martin, ¿cómo se encuentra? Parece agotado. Quizá podría esperar aquí, ¿no? Y dejar la dirección de las operaciones a cargo de la capitana Ziegler. Lo hará muy bien.

Maillard se fue hacia uno de los furgones. Servaz observaba sonriendo a Cathy d'Humières, cuyo cabello teñido de rubio y bufanda ondeaban azotados por la tormenta. Al parecer, la rabia y la indignación habían prevalecido sobre sus aspiraciones de ascenso profesional.

—Aguantaré —aseguró.

Desde el interior del furgón llegó un estallido de voces.

—¡Ya le he dicho que no puedo! —gritaba Maillard—. ¿Cómo? ¿Dónde? ¡Sí, ahora mismo los aviso!

—¿Qué pasa? —preguntó d'Humières, viéndolo regresar a galope tendido.

—¡Hay un incendio en el Instituto! ¡Ha cundido el pánico! ¡Nuestros hombres están allí e intentan impedir junto con los guardianes que escapen los internos! ¡Todos los sistemas de seguridad están desactivados! Tenemos que enviar allí todas nuestras fuerzas con urgencia.

Servaz reflexionó un instante. Aquello no podía ser una casualidad…

—Es una estratagema para desviar la atención —afirmó.

Cathy d'Humières lo miró con gravedad.

—Ya lo sé. —Luego se dirigió a Maillard—. ¿Qué han dicho exactamente?

—Que el Instituto está ardiendo. Todos los internos están fuera, bajo la vigilancia de algunos guardianes y del equipo que teníamos allá arriba. La situación puede degenerar de un momento a otro. Por lo visto, varios han aprovechado ya para fugarse. Están intentando cogerlos.

—¿Y los internos de la unidad A? —preguntó Servaz palideciendo de pronto.

—No lo sé.

—Con esta nieve y este frío, no irán muy lejos.

—Lo siento, Martin, pero hay una urgencia —zanjó D'Humières—. Le dejo su equipo, pero envío el máximo de hombres allá. También voy a pedir refuerzos.

Servaz miró a Ziegler.

—Déjeme también a la capitana —dijo.

—¿Quiere entrar ahí dentro sin apoyo? Es posible que haya hombres armados.

—O bien que no haya nadie…

—Yo voy con el comandante Servaz —intervino Ziegler—. No creo que exista ningún peligro. Lombard es un asesino, pero no un gánster.

D'Humières miró, uno por uno, a los miembros de la brigada.

—De acuerdo. Confiant, usted se queda con ellos. Pero nada de imprudencias. A la menor alerta esperan refuerzos, ¿entendido?

—Usted se queda en la retaguardia —indicó Servaz a Confiant—. Lo llamaré para el registro en cuanto tengamos vía libre. Solo entraremos si no hay peligro.

Confiant asintió con aire sombrío mientras Cathy d'Humières volvía a consultar el reloj.

—Bueno, nos vamos al Instituto —dijo encaminándose al coche.

Maillard y los otros gendarmes subieron a los furgones y se marcharon en cuestión de un minuto.

* * *

El gendarme que vigilaba la salida de emergencia del lado del sótano se llevó la mano al arma cuando se abrió la puerta metálica. Vio a un hombre muy alto vestido con bata de enfermero y con una máscara provista de filtro de aire en la cara, que subía los escalones llevando a una mujer inconsciente en brazos.

—Se ha desmayado —dijo el individuo a través de la máscara—. Por el humo… ¿Tienen un vehículo? ¿Una ambulancia? Tiene que verla un médico. ¡Rápido!

El gendarme titubeó. La mayoría de los internos y los guardianes estaban concentrados en el otro lado del edificio e ignoraba si había un médico entre ellos. Él, por su parte, tenía órdenes de vigilar aquella salida.

—Hay que darse prisa —insistió el hombre—. Ya he intentado reanimarla. ¡No hay un minuto que perder! Disponen de un vehículo, ¿sí o no?

La voz sonaba grave, cavernosa e imbuida de autoridad bajo la máscara.

—Voy a buscar a alguien —anunció el gendarme antes de alejarse corriendo.

Al cabo de un minuto se presentó un coche en el terraplén. El gendarme bajó y el chófer, también gendarme, indicó con un ademán a Hirtmann que subiera atrás. En cuanto hubo instalado a Diane en el asiento, arrancó. Mientras rodeaban el edificio, el suizo percibió caras familiares, las de los internos y el personal concentrados a distancia del incendio. Las llamas devoraban ya buena parte del Instituto. Unos bomberos desenrollaban una manga de incendio de un camión rojo que parecía recién salido de la fábrica; otro estaba escupiendo ya agua. Era demasiado tarde, sin embargo. Aquello no iba a bastar para salvar los edificios. Delante de la entrada, varios enfermeros desplegaban una camilla que habían sacado de una ambulancia.

Mientras se distanciaban del incendio, Hirtmann contemplaba la nuca del conductor a través de la máscara, palpando el frío metal del arma que llevaba en el bolsillo.

* * *

—¿Cómo hacemos para franquear la verja?

Servaz la examinó. El hierro forjado parecía robusto, vulnerable solo al embate de un vehículo de ataque. Ziegler señaló la hiedra que crecía en torno a uno de los pilares.

—Por allí.

«Directamente debajo del ojo de la cámara», pensó.

—¿Se sabe cuántas personas hay dentro? —preguntó Samira, mientras verificaba el contenido de la recámara de su arma.

—Puede que no haya nadie, que ya hayan escapado todos —apuntó Ziegler.

—O que sean diez, veinte o treinta —añadió Espérandieu antes de sacar su pistola Sig Sauer y un flamante cargador.

—En ese caso, habrá que confiar en que sean gente respetuosa del orden —bromeó Samira—. Esto de los asesinos que se piran al mismo tiempo en dos sitios diferentes constituye una situación inédita.

—Nada demuestra que Lombard haya tenido tiempo de «pirarse». —contestó Servaz—. Seguramente está dentro. Por eso quería que nos fuéramos al Instituto.

Confiant guardaba silencio, observando con aire siniestro a Servaz. Ziegler se aferró a la hiedra y se lanzó sin más preámbulos al asalto del pilar. Después de agarrarse a la cámara de seguridad, se irguió en lo alto y saltó al otro lado. Servaz indicó a Pujol y a Simeoni que montaran guardia junto con el joven juez. Después respiró hondo e imitó a la gendarme, aunque con más dificultades, entorpecido además por el chaleco antibalas que llevaba bajo el jersey. Espérandieu cerró la marcha.

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