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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (18 page)

BOOK: Bajos fondos
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—Ah, Crispin, tan cauto y responsable como siempre. No cambies, no veas nada que se suponga que no debes ver. Eres peor que Crowley. Al menos, él no pretende ser algo que no es.

—Para ti fue más sencillo salir corriendo. Nunca te sentó bien eso de trabajar, por no hablar de tomar decisiones difíciles. Yo afronto las dificultades de frente. No es perfecto, pero como parte del engranaje he contribuido más que tú vendiendo veneno.

Crispé las manos en puños y tuve que reprimir la necesidad de dar un puñetazo a Crispin. A juzgar por su expresión, él hacía lo mismo.

—Quince años limpiando mierda —dije—.Tendrían que ponerte una medalla.

Nos miramos a los ojos, ante la expectativa de que nuestro diálogo deviniera en violencia. Él fue el primero en bajar la guardia.

—Basta. Te conseguiré la lista, pero eso será lo último que haga por ti. No te debo nada. Si te cruzas conmigo por la calle, te comportarás como lo harías con cualquier otro agente.

—¿Quieres decir que escupiré al suelo?

Se rascó la frente, pero no replicó.

—Envía la lista a El Conde cuando la tengas. —Anduve de vuelta al puente. Allí recogí a Wren—.Vamos.

Habíamos recorrido la mitad del camino cuando el muchacho recurrió de nuevo a su recién adquirida locuacidad.

—¿Quién era ése?

—Mi antiguo compañero.

—Pues se comporta como un auténtico gilipollas.

Wren tuvo que apretar el paso, pero se mantuvo a mi altura.

—¿Por qué le gritabas?

—Porque yo también soy un auténtico gilipollas.

—¿Nos ayudará?

—Sí.

—¿Por qué?

—Eras mejor compañía cuando no hablabas tanto —dije.

Eché un último vistazo a Crispin, inclinado sobre el cadáver, concentrado en algún detalle. Supuse que había dicho algunas cosas que lamentaba. Supuse que tendría ocasión de disculparme, a pesar de que me faltaba práctica. Me equivoqué. Me he equivocado muchas veces, pero esa equivocación fue de las que duelen.

CAPÍTULO 18

La noche que conocí a Celia llevaba unos cuatro años en las calles. Debía de tener en torno a los diez años, puede que fuera un poco mayor porque los cumpleaños tienden a diluirse cuando se carece de una familia con la que celebrarlos. Esto sucedió después de que el Crane promulgara sus salvaguardas, así que los cadáveres de quienes habían sucumbido a la peste no se amontonaban como leña en las calles, pero nadie habría dicho que la parte baja de la ciudad vivía en un estado superior al de la pura anarquía. De noche, la guardia se retiraba a la periferia, y nunca regresaba a menos que lo hiciese con un abultado número de efectivos. Ni siquiera el sindicato se metía con nosotros, probablemente porque no nos hubieran quitado gran cosa.

Por aquel entonces, una atmósfera de abandono envolvía el barrio. Fue necesaria casi una década para que la población recuperase la actividad anterior a la peste, y durante años hubo partes del vecindario donde se podía caminar durante media hora sin ver una sola alma. Facilitaba las cosas para encontrar un lugar para dormir: bastaba con localizar un edificio abandonado, arrojar una piedra a una ventana y colarse dentro. Si tenías suerte, los propietarios se habían marchado, o habían muerto fuera de su casa. En caso contrario, compartías el dormitorio con un cadáver. Ambas posibilidades superaban la perspectiva de pasar la noche al relente.

Nunca volvería a vivir con tanto abandono como durante aquellos primeros años en la calle. No necesitaba nada, todo me lo proporcionaba la parte baja de la ciudad. Robaba la comida, y el resto de mis necesidades las satisfacía sirviéndome de la fuerza o la astucia. Me endurecí como una piedra y crecí salvaje como un perro. Recorría las calles, atento a los desperdicios humanos con quienes compartía la noche. Así fue como la encontré, en realidad la oí, oí los sollozos asustados que me apartaron de mis vagabundeos por los callejones.

Eran dos, adictos al wyrm y hasta las cejas de esa sustancia. El primero era un anciano, a un vacilante paso del abismo, con unas encías podridas que atestiguaban la frecuencia de su vicio, vestido con andrajos cubiertos de toda la suciedad posible. Su protegido era algo mayor que yo, pero era extraordinariamente delgado, con el pelo ralo, pelirrojo, sobre los ojos que abría como platos. Ambos miraban concentrados a la niña que tenían delante.Ya no sollozaba. El miedo le había robado la voz.

Años de compartir territorio me habían iniciado en los secretos de la cucaracha y la rata, así que me movía de un modo más parecido a su carrera precipitada que el paso lento y tranquilo que adoptan la mayoría de los niños de mi ciudad. Entre eso y la oscuridad era prácticamente invisible, aunque la pareja que tenía delante estaba tan concentrada en la niña que nada, a excepción de una banda de música, hubiera llamado su atención. Me pegué a la pared del callejón y me deslicé en dirección a ellos, más por curiosidad que por otra cosa, cuidando de mantenerme al margen de la luz que proyectaba la luna.

—Nos darán tres o cuatro tallos por ella, ¡tres o cuatro como mínimo! —dijo el anciano, acariciándole el pelo a la niña—. Hay que entregársela directamente al cabecilla hereje y decirle que nos envíe una pipa con su mejor mezcla.

—Aquel con quien compartía tanta alegría permaneció mudo. A juzgar por su expresión idiota, no se había enterado de nada.

—Te la compro. —Lo solté antes de morderme la lengua. Por aquel entonces hacía continuamente cosas así: en cuanto se me cruzaba algo por la mente era demasiado tarde para contenerme y me llovían encima las consecuencias.

El más joven se dio la vuelta, el gesto torpe y los sentidos enturbiados privaron de elegancia o velocidad al movimiento. El mayor fue más rápido, aferró a la niña por el hombro como si quisiera protegerla. Por un instante, los sollozos fueron lo único que se oyó. Entonces el anciano rompió a reír, una risa que se impuso al espeso barniz del reuma.

—¿Hemos hollado tu coto de cata, buen señor? No te preocupes, no pasaremos aquí mucho más tiempo. —Era uno de esos drogadictos que había sido una persona educada antes de que el wyrm lo vaciase por dentro, puede que profesor o experto en leyes, y aunque su mente se había reducido a las necesidades más básicas, conservaba cierta incongruente habilidad para hablar con propiedad.

Introduje la mano en la bota para sacar todo mi dinero. Dentro había tres monedas de plata que había encontrado o robado, y un ocre que Rob el Tuerto me dio por servirle de vigía cuando reventó el antiguo banco de Light Street.

—Éstas relucen. Es un trato justo. —No sabía qué se pagaba exactamente por una niña, pero había demasiadas vagabundeando por las calles como para que superase ese precio.

Ambos se miraron, aturdidos, y sus lentas mentes de reptil intentaron procesar la nueva situación.Con tiempo suficiente uno de ellos comprendería que era más sencillo matarme y tomar el dinero que aceptar mis demandas,así que mejor no darles la oportunidad.

Sostuve las monedas en la mano izquierda, mientras que con la otra abría la cuchilla que había sacado al mismo tiempo.

—Voy a quedarme con la niña —dije—. Podéis elegir pago: oro o acero.

El más joven se me acercó dando un paso amenazador, pero lo miré a los ojos y se paró en seco. La bolsita tintineó.

—Oro o acero. Escoged.

El que retenía a la niña soltó otra risotada. Ese sonido me sacaba de los nervios. Tuve el impulso de arrojar la toalla de la negociación y comprobar de qué estaban hechas las entrañas de aquellos degenerados infestados de piojos.

—Aceptaremos el dinero —dijo—. Nos ahorra la molestia de llevarla a rastras al muelle.

El otro no parecía tenerlas todas consigo, así que arrojé la bolsita al suelo, a sus pies. Se agachó para recogerla, y pensé en lanzarme a su cara con la cuchilla, un par de cortes bien dados y luego a por su socio, pero el anciano aún sujetaba con fuerza a la niña, y no me cabía duda alguna de que acabaría con ella en un abrir y cerrar de ojos. Mejor jugar limpio y confiar en que ellos también lo hicieran. Pero me dolió perder el dinero.Tardaría mucho en volver a ver un ocre, más que nada porque al pobre Rob le habían caído veinte años en prisión por rajar a un clérigo en una pelea de taberna.

—Salid por el extremo opuesto del callejón —dije cuando el joven se incorporó con mi costoso botín en las manos—. Espero que no se os ocurra nada ingenioso.

El que retenía a la niña me miró fijamente. Luego su sonrisa dejó al descubierto una dentadura que recordaba un tablero de ajedrez compuesto por casillas negras y verdes.

—Tú asegúrate de cuidar bien de tu protegida, joven guardián.

—Si vuelvo a verte, te arrancaré las pelotas y dejaré que te desangres en mitad de la calle.

Lanzó de nuevo su fea risotada y reculó, seguido de cerca por el muchacho. Los vi alejarse hasta haberme asegurado de que no planeaban volver, luego plegué la cuchilla y me dirigí hacia la niña.

Sus ojos almendrados y oscuros apuntaban a sangre kirena, mientras que la ropa hecha harapos y la piel magullada indicaban que había pasado al menos algunas noches en la calle. En torno al cuello llevaba un collar de madera, de esos que se adquirían a cobre el par en Kirentown, antes de que la peste cerrase su mercado. Me pregunté dónde lo habría obtenido. Probablemente era un regalo de su madre o de su padre, o de cualquiera de sus veinte parientes cuyos cadáveres se hallaban sepultados bajo tierra.

La retirada de sus secuestradores le había calmado un poco los nervios, aunque aún sollozaba. Hinqué una rodilla en tierra y le di una fuerte bofetada.

—Deja de llorar.

Ella pestañeó dos veces antes de sonarse la nariz. Cesaron las lágrimas, pero esperé a que se calmara antes de preguntar:

—¿Cómo te llamas?

Su cuello se estiró como si fuera a responder, pero fue incapaz de que sus labios diesen forma a las palabras.

—Tu nombre, niña —insistí, intentando hablar con ternura, sentimiento con el que había tenido una relación esporádica.

—Celia.

—Celia —repetí—. Ésta es la última vez que te hago daño, ¿me oyes? No tienes que preocuparte por mí. Voy a cuidarte, ¿de acuerdo? Estoy de tu lado.

Me miró sin saber qué responder. El tiempo que llevaba en la calle no le había otorgado una confianza ciega en el prójimo.

Me puse en pie y le cogí la mano.

—Vamos. A ver si encontramos un sitio donde puedas cobijarte.

Primero cayó una llovizna, que pronto se convirtió en lluvia. No tardó en empapárseme la casaca, así que la niña tuvo que apañarse con el vestido. Anduvimos en silencio un rato, y aunque la tormenta empapó su diminuto cuerpo sin piedad, Celia no lloró.

Ya habían terminado de construir el Aerie, cuya edificación azul se adentraba en el éter, pero aún proseguían las labores de construcción del laberinto. Tuvimos que recorrer con dificultad unos cien metros de barro removido, lo que no es fácil para las piernas cortas de una niña, aunque no dio muestras de acusarlo. En cuanto la tuvimos al alcance de la vista, la emoción y el asombro le impidieron apartar los ojos de la torre.

Hacía cinco semanas que toda la población de la parte baja de la ciudad, complementada con forasteros y conducida por una bandada de guardias, había celebrado el traslado de la Grulla Azul a su nuevo entorno. Desde las últimas filas había visto al canciller honrando a una imponente figura ataviada con una túnica extravagante. Nadie en la zona había mostrado el coraje suficiente para presentarse. Ése parecía un momento tan bueno como cualquier otro para dar la bienvenida al mago a nuestro barrio.

Con la pequeña a mi lado, me dirigí hacia la torre con toda la arrogancia que pude reunir.

A una docena de pasos del suelo, una monstruosa estatua se encontraba posada en un saliente, asomando del propio edificio y arruinando la lisa perfección de la fachada. A sus pies distinguí el contorno de una puerta.

—¡Abrid! ¡Abrid ahora mismo! —grité al tiempo que golpeaba la superficie.

El movimiento de la gárgola nos dio un buen susto, y Celia soltó un grito. Yo me mordí el labio para que no se me escapara uno. La criatura situada sobre la puerta frunció sus marcadas facciones con una soltura sobrenatural, y su voz desalmada habló con una nota amenazadora.

—¿Quién osa perturbar de este modo el descanso nocturno? El amo duerme, jóvenes amigos.

No había perdido los ahorros de la infancia para recular ante tan peculiar saludo, y no había motivo para mostrar a esa construcción mayor deferencia de la que habría tenido con su equivalente de carne y hueso.

—Entonces tendrás que despertarlo.

—Lamentablemente, chico, yo no interrumpo el sueño del amo a voluntad de un par de golfillos harapientos.Volved mañana y quizá esté dispuesto a recibiros.

Un destello iluminó el entorno, y el relámpago se recortó, misterioso, contra el paisaje desolado que la rodeaba.

—¿Dormiría la Grulla Azul caliente en su cama para despertar con los cadáveres de dos niños en su puerta?

Las cejas de cemento se arquearon, y la extraña criatura se volvió menos amistosa.

—No hables así del amo. Mi paciencia no es infinita.

Las cosas habían llegado demasiado lejos para volver atrás, e incluso entonces era consciente de que, a menudo, avanzar constituye la única alternativa a retroceder. Levanté aún más el tono, hasta que mi voz surgió estrangulada.

—¿Acaso al primer mago no le importan nada sus vecinos? ¿Podrá descansar en su morada mientras los niños de la parte baja de la ciudad se ahogan bajo la tormenta? ¡Que baje! ¡Exijo que baje!

El rostro de la gárgola resplandeció a la luz de la luna, y fui consciente de estar jugando con fuego. No había dado muestras de poder moverse, pero no había modo de saber qué otras fuerzas podía invocar en defensa de la torre.

—Tus exigencias son cansinas. Marchaos o afrontad las consecuencias que... —Calló a media frase, congelada la expresión, ausente todo indicio de inteligencia.

Tanto o más inesperado que su repentina ausencia fue el hecho de que retomase la frase:

—Esperad aquí, el amo se acerca. —No pasé por alto que aquel anuncio no garantizaba nuestra seguridad. El viento aulló su odio en mitad de la noche. Celia me apretó la mano.

La piedra dejó al descubierto a un hombre alto y delgado de larga barba y ojos que relucían a pesar de estar sacudiendo todavía la neblina del sueño.Tan sólo había visto al Crane en aquella otra ocasión, y a cierta distancia, y en mitad del vasto gentío me pareció más imponente. Observé que su inclinación hacia la afabilidad combatía la apropiada reacción después de que un par de críos desharrapados lo despertasen en plena noche. No sé por qué, pero no me sorprendió descubrir que lo primero ganaba por la mano.

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