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Authors: Alessandro D'Avenia

Tags: #Drama, romántico

Blanca como la nieve roja como la sangre (7 page)

BOOK: Blanca como la nieve roja como la sangre
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Papá me lleva a desayunar.

—Estás pálido como la espuma de tu capuchino. Voy por otro cruasán. ¿Cómo lo quieres?

—Vaya pregunta... de chocolate.

Papá va a la barra y coge un cruasán rebosante de nocilla. Se sienta de nuevo enfrente de mí y sonríe, como solo sabe hacer por la mañana. De noche está demasiado cansado, después del trabajo.

—¿Te duele? —me pregunta señalando el brazo del que me han extraído sangre.

—Escuece un poco, pero nada más.

—Háblame de esa chica, ¿cómo se llama... Angélica?

Siempre he dicho que la memoria no es precisamente la principal virtud de mi familia.

—Beatrice, papá, se llama Beatrice, como la de Dante.

—¿Es una chica especial para ti?

No quiero hablarle de Beatrice y desvío el tema.

—¿Para ti quién es especial?

—Tu madre.

—¿Cuándo lo descubriste?

—Cuando la vi por primera vez, en un crucero que mis padres me regalaron como premio por haber aprobado la selectividad. Tenía una manera de moverse, de doblar la cabeza cuando sonreía, de recogerse el pelo largo que le tapaba los ojos...

Papá parece soñar, con la mirada perdida en un pasado que corre delante de sus ojos como el principio de una película romántica, de esas que yo no soporto.

—¿Y después?

—Después me acerqué a ella y le dije: «¿Está usted también en este barco, señorita?», pero solo al cerrar el signo de interrogación me di cuenta de que la frase no tenía ningún sentido, sino que más bien era bastante absurda, ya que la veía por primera vez.

—¿Y ella?

—Sonrió y respondió mirando alrededor, fingiendo que buscaba a alguien: «Parece que sí...», y se puso a reír.

—¿Y luego qué pasó?

—Luego hablamos, hablamos, hablamos.

—En tu época no hacíais nada más que hablar...

—Oye, chaval, no le faltes el respeto a tu padre.

—¿Y de qué hablasteis?

—De las estrellas.

—¿De las estrellas? ¿Y te prestó atención?

—Sí, yo era un apasionado de las estrellas, me había comprado mi primer telescopio estando en el instituto y sabía reconocer las constelaciones. Así que le conté las historias de las estrellas, que desde el puente del barco, en aquella noche fresca y despejada, podían verse sin necesidad de telescopio. Y ella, a diferencia de otras chicas, atendía y hacía preguntas.

Calló, como si hubiera terminado la primera parte de una película romántica. Lo saqué de sus ensoñaciones.

—¿Y después?

Papá respira hondo y responde de un tirón, frotándose una mejilla y aprovechando para ocultar un poco el rostro entre las manos.

—Después le regalé una estrella.

—¿Que hiciste qué?

—Que le regalé una estrella, la más luminosa en aquella noche sin luna: Sirio, la única estrella que puede verse desde cualquier lugar habitado de la Tierra y capaz, en una noche sin luna, de proyectar las sombras de los cuerpos. Nos prometimos que la miraríamos todas las noches, allí donde estuviéramos, y que pensaríamos el uno en el otro.

Me echo a reír. Papá regalando Sirio a mamá... le doy una palmada en el hombro.

—Qué romántico... ¿Y ella?

—Ella sonrió.

—¿Y tú?

—Yo habría dado cualquier cosa por que una mujer así existiese de verdad en mi vida, y no solo en un crucero.

Papá calla. No parece que quiera añadir nada más. Tengo la impresión de que está a punto de ruborizarse; entonces, para esconderse, se quita de la boca las migas del bollo, luego me mira y dice:

—Estoy orgulloso de ti, Leo, por lo que has hecho.

Se me destaponan los oídos, como si hasta ese instante hubiese estado sordo.

—Creo que hoy has empezado a ser hombre: has hecho algo que nadie te había aconsejado o que había decidido por ti. Lo has elegido tú.

Guardo silencio y aprovecho la situación.

—¿Puedo entonces elegir otro cruasán?

Papá mueve la cabeza en señal de cómplice resignación y me sonríe.

—Has salido a tu padre...

Hacía un siglo que no pasaba tanto tiempo con mi padre. «Estoy orgulloso de ti», es el lema de hoy. Por lo demás: reposo. Debo recuperar fuerzas. Estoy agotado, pero también feliz.

No he vuelto a ver a Beatrice. Ya no está ingresada en el hospital; ha regresado a casa. Ha terminado la primera parte de la quimioterapia. Una especie de antibiótico contra el tumor. Estoy seguro de que le hará bien. Beatrice es fuerte: tiene tanta juventud y belleza que necesariamente tiene que salir de esta. Me gustaría visitarla, pero Silvia dice que Beatrice no quiere ver a nadie. La enfermedad la ha dejado extenuada y no tiene ganas de hablar. Pero a mí me gustaría verla. De todos modos, ahora va a tener mi sangre y será como estar aún más cerca de ella. Por dentro. Unidos. Ojalá que mi sangre le haga bien.

Me siento feliz y cansado. Así es el amor.

—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Por qué no corres? No das una...

Estoy hecho polvo. No debía jugar el partido después de donar sangre. La enfermera me dijo que debía guardar reposo todo el día. Yo no conté que iba a jugar, no podía faltar al partido. Ahora estoy sin aliento, empatamos a 2 con esos mierdecillas de primero, que están jugando su partido del siglo. He fallado cantidad de goles, más que Iaquinta en uno de sus peores días...

—Estás blanco como la Muerta...

La Muerta es una chica de último curso super emo. Una sola mancha negra sobre una piel blanca casi transparente. Tengo arcadas y me falta el aliento. Me paro en el borde del terreno de juego. La cabeza me da vueltas...

Me tapo la cara con las manos y me acuclillo, esperando que la sangre me vuelva al cerebro. Me pica la piel y tengo frío.

—No puedo, Niko.

Niko me mira, con cara de asco.

El partido termina en empate.

En el vestuario, Mechón, Tranca y Espuma están hablando mal de mí.

—El equipo del Vándalo ha perdido. Podíamos haberles sacado ventaja. Ahora seguimos teniendo un punto menos. Y todo porque te has vuelto maricón... no aguantas ni un partido...

—Hoy he donado sangre...

—¿Tenías que hacerlo precisamente hoy? ¿Cuando sabías que jugábamos?

Ni siquiera respondo.

Salgo del vestuario y dejo que el viento me dé en la cara para que seque mis lágrimas de rabia. Cuando haces algo bueno, en este mundo siempre lo pagas... la gente no sabe una mierda sobre el amor. Solo piensa en el fútbol y ni se molesta en preguntarte por qué cuernos has tenido la idea de donar sangre...

Beatrice ha regresado al instituto. Está más flaca. Más blanca. El pelo corto, de un rojo más opaco y apagado. Los ojos siempre verdes, pero más velados. Quisiera cruzarme con ella y decirle que estoy a su lado, que le he donado mi sangre, que estoy encantado de verla de nuevo, pero luego comprendo que es mejor no decirle nada. Me limito a sonreírle cuando nos cruzamos en el recreo. Ella me mira durante un instante como si me reconociese, y me devuelve la sonrisa. Su sonrisa no es roja como antes, es más blanca. Sin embargo, ella es el corazón de mi sueño. Mi sueño es rojo y tengo que transmutar aquel blanco en el rojovioleta que he visto salir de mi brazo. Ya no tengo dudas. En esa sonrisa yace el sentido de cuanto estoy buscando.

No dejaré que te vayas. No dejaré que te lleve ese tumor blanco. Antes me lo pillaría yo por ti. No dejaré que te pase, pues tú eres mucho más necesaria que yo en este mundo. Quiero que lo sepas. Y por eso voy a escribirte una carta diciéndote que estoy contigo y que si necesitas algo puedes pedírmelo en cualquier momento. Hoy, en cuanto vuelva a casa, escribiré la carta. Ha de ser la cosa más bonita y roja que haya hecho jamás en mi vida. Ha de ser perfecta.

Es curiosa la marcha que te dan los sueños, se parece a la de una transfusión de sangre. Es como si te entrase la sangre de un superhéroe en las venas.

Nunca he escrito una carta y tampoco puedo descargarla de internet. En internet todo es viejo. No puede haber una carta de Leo a Beatrice; esa carta tengo que escribirla yo por primera vez. Pero la cosa me gusta, porque voy a escribir algo que nadie ha escrito jamás. Será la primera vez. Estoy emocionado. Cojo papel y boli y me pongo a escribir.

Primer problema: el papel sin rayas. La escribo en el ordenador. Pero nada más empezarla renuncio porque es blanca como el hielo, fría. Así que cojo de nuevo la cuartilla blanca y comienzo a escribir, pero los renglones me salen torcidos, las palabras se despeñan. Dan pena: por culpa del blanco total. No puedo mandarle una carta de analfabeto. ¿Qué puedo hacer?

Se me ocurre una idea. Imprimo una hoja en blanco con rayas negras tan gruesas que parece el pijama de papá. La coloco debajo de la cuartilla blanca y uso las rayas negras como plantilla. Una idea genial. Para vencer al blanco que te hace escribir torcido se necesita una plantilla de líneas negras, gruesas y fuertes. Ahora todo lo que hay que hacer es llenar esas líneas. Solo que esta es la parte más difícil.

Querida Beatrice, ¿cómo estás?

Ayer te vi en el instituto y te sonreí y tú me sonreíste. No sé si te acuerdas. Sí, yo soy ese. El del pelo de loco: Leo. Te escribo porque quiero estar a tu lado en este momento. No sé muy bien qué hay que decir en una situación así. Si tengo que hacer como si no supiera que estás mala, si tengo que hacer como si no te hubiera donado sangre, si tengo que hacer como si no me gustaras... total, que no puedo fingir. Todo eso ya te lo he dicho: estás mala, te he donado sangre, me gustas. Ahora puedo hablar más libremente, porque he terminado con las cosas importantes. Las que uno tiene que decir necesariamente, pues si no las dice es que se hace el tonto y si se hace el tonto luego se siente mal. Pero yo contigo quiero ser sincero, porque tú eres parte de un sueño. Como nos dice el profe Soñador. A ver, no es que su apellido sea Soñador, es el profe que sustituye a Argentieri y como está siempre hablando de sueños le hemos puesto ese mote. Yo estoy buscando mi sueño. El secreto consiste en plantear las preguntas oportunas. Las preguntas oportunas a las cosas y a las personas que nos importan y escuchar lo que el corazón nos responde. ¿ Tú tienes algún sueño? ¿Lo has pensado?

Te mando un fuerte abrazo y espero recibir pronto noticias tuyas.

Leo, de primero D.

No tengo la dirección de Beatrice. Tampoco tengo un sobre... Mejor así: tampoco sabría cómo escribir las señas, dónde poner el sello y todo lo demás. Me da vergüenza preguntárselo a mamá. Así que salgo. Monto en el scooter. Compro un sobre. Meto la carta. En letras mayúsculas escribo «Para Beatrice» y luego voy a casa de Silvia para que me diga la dirección, así podré dejar el sobre en el buzón de su casa.

Mi bativespino es una alfombra voladora de felicidad, vuela hacia su meta. No puedo confiar al correo italiano la carta de mi vida. Voy volando hacia el azul como el mensajero de una herencia de miles de millones. Mi corazón late al ritmo de los giros de las ruedas de mi scooter. Río, canto, y no oigo nada. Tampoco el claxon que a mi derecha chilla que tendría que haberme acordado de reparar los frenos. Y no estoy en un pique de frenazos, no ha habido tiempo de pasar miedo, ni de contar hasta uno, ni de frenar...

Después, blanco.

Cuando me despierto estoy en una cama blanca, de hospital. En el cerebro, el blanco. No recuerdo nada. Me parece que mi cabeza está separada del resto del cuerpo. Quizá he sido secuestrado, sedado y transformado en un superhéroe. Me pregunto qué poderes he adquirido: ¿volaré, me teletransportaré, seré invisible, leeré el pensamiento...? Intento teletransportarme, pero me doy cuenta de que no puedo moverme ni un centímetro. Es a causa de algo rígido que llevo al cuello y que me sujeta el tronco y la cabeza. Por primera vez entiendo lo que siente
Terminator

 cuando tiro de él con la correa.

Abro los ojos: mamá está a mi lado. Tiene los ojos rojos.

—Pero ¿qué ha pasado?

Mamá me dice que un coche me ha atropellado. Eso es al menos lo que han contado quienes vieron el accidente. No recuerdo nada o casi nada, solo tengo una noción vaga. En resumidas cuentas: me he roto una vértebra y tengo que permanecer en cama inmóvil no menos de diez días. Para colmo, tengo una muñeca rota, la derecha, que ya me han escayolado: nada de deberes. Pero ¿quién la ha liado tan gorda (o solo gordita)? Mamá me cuenta que quien me ha atropellado no paró. Se dio a la fuga. Un transeúnte apuntó la matrícula, papá se encargará. Ahora lo importante es que me recupere y que pueda levantarme pronto, pero este año ya puedo olvidarme de la semana blanca y del snowboard... Cuando salga prácticamente será Navidad.

Me entra una rabia para mí nueva. Tan fuerte que podría descargarla contra mi madre, que no tiene ninguna culpa. Ahora me acuerdo. Le estaba llevando la carta a Beatrice, acababa de salir de la casa de Silvia, con las señas escritas en el sobre. Luego se hizo la oscuridad. ¿Dónde estará la carta? La tenía en el bolsillo. Ahora tengo un pijama, un corsé y la escayola... dónde habrá acabado la carta.

Mierda. Ha vuelto a pasarme: quería hacer algo bueno y por lo que sea me he caído de culo. ¿Quién habrá inventado la mala pata? ¿Yo qué cono pinto? ¿Qué culpa tengo? A tomar por culo, ya no amo más.

Eso sí, ya sé en qué superhéroe me he convertido: Gafeman.

He dormido al menos un siglo, a juzgar por la jaqueca que tengo cuando abro los ojos y por la luz que daña mis pupilas. En cuanto consigo despejar mi identidad y saber dónde me encuentro, veo dos ojos celestes como el azul del alba cuando pugna por hacerse intenso. Son los ojos de Silvia, azules como el cielo sin nubes. Silvia es el hada turquesa y yo Pinocho. Hace que me sienta normal hasta en mi armadura de yeso. Sonrío con los ojos apretados. Silvia se apresura a cerrar las cortinas para que la luz no me moleste.

—¿Tienes sed?

Me pregunta antes de que yo pueda conectar mi boca seca con el cerebro y el cerebro con la boca seca para formular mi deseo. Me sirve un vaso de zumo de piña que ha comprado expresamente para mí. Mi preferido. Cuando aún no he tenido tiempo de manifestar un deseo, Silvia ya lo ha satisfecho. Si no fuese solamente una amiga, tal vez podría amarla.

Pero el amor es otra cosa. El amor no da paz. El amor es insomne. El amor es elevar a potencia. El amor es veloz. El amor es mañana. El amor es tsunami.

El amor es rojosangre.

Viene a verme Niko. Al principio tiene la mirada baja.

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