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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

Blasfemia (7 page)

BOOK: Blasfemia
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—¿Cómo vamos de audiencia? —le susurró a Charles. —Aproximadamente el sesenta por ciento. Notó que un cuchillo frío se clavaba en el corazón de su felicidad. Sesenta por ciento… La semana anterior, setenta; y seis meses antes, solo seis, la gente hacía cola para comprar entradas cada domingo, y muchos se iban sin haberlo logrado. Pero desde el incidente del motel los donativos en directo se habían reducido a la mitad, y los niveles de audiencia del programa habían bajado un cuarenta por ciento. Los capullos del Canal Cristiano estaban a punto de cancelar su programa
América: mesa redonda
. Se avecinaban malos tiempos para la Iglesia de
Dios en máxima audiencia
., los peores en treinta años desde que Spates la había fundado en una tienda de ropa vacía. O conseguía pronto una inyección de dinero contante y sonante o no tendría más remedio que dejar impagados los bonos «Hágase dueño de una parte de Jesús» que había vendido en directo a centenares de miles de feligreses para costear la construcción de la Catedral de Plata.

Volvió a pensar en la reunión que había mantenido unas horas atrás con Booker Crawley. ¡Qué señal de la gracia divina encontrarse con aquella propuesta! Si lo enfocaba bien, podía ser lo que necesitaba para rejuvenecer su iglesia y conseguir apoyo económico. El debate entre evolución y creacionismo ya estaba muy visto, y había perdido audiencia, sobre todo con la competencia de tantos telepredicadores. En cambio lo que planteaba Crawley era nuevo, y no costaba nada sacarle jugo.

Y como se llamaba Spates que se lo sacaría. —Es la hora, reverendo —dijo por detrás la voz grave de Charles.

Se encendieron las luces, y el público enloqueció al ver salir al escenario al reverendo, inclinando la cabeza y agitando en alto sus ! manos enlazadas.

—¡
Dios en máxima audiencia
.! —entonó con una voz de bajo bien timbrada y vibrante—. ¡
Dios en máxima audiencia
.! ¡Se acerca el momento de máxima audiencia de la Gloria de Dios!

Al llegar al centro del escenario, se paró bruscamente, levantó la cabeza y tendió los brazos hacia el público, como si implorase algo. Le temblaron las puntas de los dedos. Sus palabras sobrevolaron a los espectadores.

—¡Os saludo a todos en el adorado nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo!

Otro rugido hizo temblar la Catedral de Plata. Spates levantó las manos con las palmas hacia arriba, mientras continuaban los aplausos (alentados por las pantallas). Luego bajó los brazos y se hizo de nuevo el silencio, como después de un trueno.

Bajó la cabeza en señal de plegaria, y en voz baja, humildemente, dijo:

—Donde dos o tres fieles se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.

Levantó despacio la cabeza, siempre de perfil respecto al público, y adoptó su tono más grave y melodioso, a la vez que levantaba centímetro a centímetro uno de sus brazos, alargando al máximo cada palabra.

—En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y oscuridad por encima del abismo.

Hizo una pausa, respirando teatralmente.

—Y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas.

De pronto su voz tronó en la Catedral de Plata como las notas de un órgano.

—Dijo Dios: «Haya luz».

Brevísimo interludio dramático. Tras ello, un susurro: —Y hubo luz.

Se acercó al borde del escenario, y sonrió campechanamente a los fíeles.

—Estas primeras palabras del Génesis las conocemos todos.

Pocas palabras se han escrito con tal fuerza. No contienen ninguna ambigüedad. Se trata, amigos míos, de las mismísimas palabras de Dios. Dios nos explica con sus propias palabras cómo creó el universo.

Se paseó tranquilamente por el borde del escenario.

—Amigos míos, ¿os sorprendería que os dijera que el gobierno está gastando los impuestos que tanto sudor os cuestan para desmentir a Dios?

Se volvió para mirar al público, silencioso. —¿No me creéis?

Del mar de caras se elevó un murmullo.

Spates sacó un papel del bolsillo de su americana y lo agitó en el aire, al tiempo que su voz se convertía en un bramido.

—Aquí lo pone. Lo he descargado de internet hace menos de una hora.

Otro murmullo.

—¿Y de qué me he enterado? Pues de que nuestro gobierno se ha gastado cuarenta mil millones de dólares en desmentir el Génesis; cuarenta mil millones de dólares de vuestros bolsillos para atacar la parte más sagrada del Antiguo Testamento. Sí, amigos míos, todo forma parte de una guerra humanista y secular contra el cristianismo, subvencionada por el gobierno, y es intolerable.

Dio unos pasos por el escenario y agitó el puño, arrugando el papel.

—Aquí dice que en el desierto de Arizona han construido una maquina que se llama
Isabella
. Muchos habréis oído hablar de ella. Un gran murmullo de asentimiento. —Yo también, pero creía que solo era otro despilfarro del gobierno. Sin embargo, hace muy poco me he enterado de su verdadero objetivo.

Frenó súbitamente sus pasos, para girarse muy despacio hacia el público.

—Su objetivo, amigos míos, es investigar eso que llaman la teoría del Big Bang. Exacto, ya lo habéis oído. ¡Otra vez la palabra «teoría»!

Su voz vibraba de desprecio.

—La «teoría» del Big Bang dice lo siguiente: hace treinta millones de años, un punto pequeñísimo del espacio explotó y creó todo el universo, sin la ayuda de Dios. Sí, lo habéis oído bien: creación sin Dios. ¡Creación atea!

Esperó, mientras se hacía un silencio incrédulo. Después volvió a sacudir el papel.

—¡Es lo que pone, amigos! ¡Toda una web con cientos de páginas dedicadas a explicar la creación del universo, y ni una sola referencia a Dios!

Otra mirada furibunda al público.

—Esta teoría del Big Bang no se diferencia en nada de la «teoría» que dice que nuestros tatarabuelos eran monos. Ni tampoco de la «teoría» que dice que la complejidad de la vida fue creada por una reorganización accidental de moléculas en un charco de barro. Esta teoría del Big Bang no es más que otra teoría secular, humanista, anticristiana y contraria a la fe, idéntica a la de la evolución, pero aún peor. ¡Mucho, mucho peor!

Dio media vuelta y volvió a caminar.

—Porque esta «teoría» ataca la idea misma de que Dios creó el universo. No os equivoquéis: el
Isabella
es un ataque directo a la fe cristiana. La teoría del Big Bang dice que este universo tan hermoso, tan extraordinario, que este regalo de Dios que es nuestro mundo, nació por sí solo, de manera accidental, hace treinta mil millones de años. ¡Y, por si no bastara con esta teoría que odia al cristianismo, ahora quieren gastarse cuarenta mil millones de dólares en demostrarla!

Paseó una mirada feroz por el público.

—¿Y si les pidiéramos lo mismo a los sabelotodo de Washington? ¿Y si les pidiéramos cuarenta mil millones de dólares para demostrar la verdad del Génesis? ¿Qué sucedería? ¡Pues que los liberales de Washington, profesionales del odio a Jesucristo, echan humo por las orejas y desempolvarían la vieja cantinela de la sepa ración entre Iglesia y Estado! ¡Son los mismos que han echado a Jesús de las aulas, que han expulsado los Diez Mandamientos de los tribunales, que han ilegalizado los árboles de Navidad y los belenes y que se han burlado de nuestras creencias, escupiendo sobre ellas! ¡Y esa gente, esos humanistas seculares, pretenden gastarse nuestro dinero para demostrar que la Biblia se equivoca! ¡Para convertir nuestra fe cristiana en una mentira!

Los feligreses empezaban a ponerse nerviosos. Primero se levantaron unos cuantos; al poco tiempo, toda la congregación se puso de pie y sus voces se fundieron en un gran rugido de reproche.

Las pantallas estaban oscuras. Ya no hacían falta.

—¡Es una guerra contra el cristianismo, hermanos! ¡Una guerra sin cuartel, y la costean con nuestro dinero, el vuestro, el mío! ¿Permitiremos que escupan a Jesucristo y encima nos cobren por ello?

El reverendo Don T. Spates se detuvo jadeando en el centro del escenario al contemplar la ira de sus oyentes de la catedral de Virginia Beach, él mismo se quedó pasmado por el efecto de sus propias palabras. Lo oía. Lo veía. Lo sentía. Era una auténtica locura, un acceso de justo furor que hacía crepitar el aire con la electricidad de la indignación. Le costó creerlo. Después de toda una vida tirando piedras, de pronto lanzaba una granada. Aquello era por lo que siempre había rezado, el objeto de todas sus búsquedas y sus desvelos.

—¡Alabados sean Dios y Jesús! —exclamó con los brazos en alto, levantando la vista hacia las luces del techo.

Cayó de rodillas, rezando en voz alta y con voz temblorosa. —Oh Señor Jesucristo, con tu ayuda detendremos este insulto a tu Padre. Destruiremos esa máquina infernal allí donde está, en el desierto. ¡Pondremos fin a esta blasfemia contra ti llamada
Isabella
!

7

A las ocho menos cuarto, Wyman Ford salió de su pequeña casa de dos dormitorios y se paró al principio del camino de entrada, aspirando las fragancias de la noche. Las ventanas del salón comedor eran rectángulos amarillos flotando en la oscuridad. El silbido de los aspersores del campo de deportes no le impidió reconocer el rumor de un piano tocando un boogie-woogie y un murmullo de voces. El seguía viendo a Kate como la estudiante de postgrado irreverente, discutidora y fumadora de porros que había conocido, pero algo (o mucho) tenía que haber cambiado para que la nombraran subdirectora del experimento científico más importante en la historia de la física.

Sus pensamientos vagaron hacia recuerdos de Kate, y de su época juntos; recuerdos con una desdichada propensión hacia lo pornográfico, que devolvió rápidamente al rincón de donde habían surgido. No le parecía una manera responsable de empezar una investigación.

Esquivando los aspersores, llegó a la puerta de la antigua cabaña de troncos y entró. A su derecha había una sala de descanso, donde salía luz y música. Se dirigió hacia allí. Había gente jugando a cartas, leyendo y trabajando con portátiles. Ahora que ya no estaban en el Puente, casi parecían relajados.

El pianista era nada menos que Hazelius, que se levantó después de que sus pequeños dedos saltaran sobre las teclas tocando algunos compases.

—¡Bienvenido, Wyman! Acaban de preparar la cena.

Se encontraron en el centro de la sala. Hazelius cogió el brazo de Ford y lo llevó hacia el comedor. Los demás empezaron a levantarse y a seguirlos.

Presidía el comedor una mesa de pino macizo, con velas, cubiertos de plata y flores frescas del campo. La chimenea, de piedra, estaba encendida. En las paredes había alfombras navajo, de estilo Nakai Rock (según dedujo Ford de sus dibujos geométricos). Ha-bía varias botellas de vino abiertas, y de la cocina llegaba olor de carne a la brasa.

Hazelius, muy a sus anchas en el papel de anfitrión, distribuyó a los comensales entre risas y bromas.

—Melissa, te presento a Wyman Ford, nuestro nuevo antropólogo. Melissa Corcoran, nuestra cosmóloga.

Se dieron la mano. Era rubia, con una larga melena que le caía por los hombros, y unos ojos verde claro que lo observaron con curiosidad. Su nariz era pecosa y respingona. Llevaba pantalones y camisa, a los que daban un toque favorecedor un chaleco indio de cuentas a la vez sencillo y con estilo. Al igual que los demás, tenía los ojos un poco enrojecidos.

La silla del otro lado de Ford estaba vacía.

—Antes de que empieces con Wyman —dijo Hazelius a Corcoran—, me gustaría presentarle a aquellos que todavía no conoce.

—Adelante.

—Te presento a Julie Thibodeaux, nuestra especialista en electrodinámica cuántica.

Al otro lado de la mesa, una mujer emitió un simple «hola» antes de reanudar un monólogo en tono quejoso, cuyo destinatario era su vecino de mesa, una especie de duende con el pelo blanco. Thibodeaux se ajustaba perfectamente al estereotipo de una científica rechoncha, con una bata de laboratorio sucia, y un pelo corto y grasiento que pedía a gritos un lavado. El toque final de la caricatura lo daba un juego de bolígrafos en una funda protectora de plástico. Según la ficha, sufría algo llamado «trastorno límite de la personalidad». Ford tenía curiosidad por ver cómo se manifestaba.

—El hombre que habla con Julie es Harlan St. Vincent, nuestro ingeniero eléctrico. Cuando el
Isabella
funciona a toda potencia, Harlan es quien controla los novecientos megavatios que llega chorro como las cataratas del Niágara.

St. Vincent se levantó y tendió la mano por encima de la mesa.

—Mucho gusto, Wyman.

En cuanto el ingeniero se sentó, Thibodeaux siguió con su disquisición, al parecer relacionada con algo llamado «condensado Bose-Einstein».

—El del fondo es Michael Cecchini, nuestro físico del modelo estándar de partículas.

Un hombre bajo y moreno tendió la mano a Ford, que al estrecharla se quedó sorprendido por el gris opaco de sus ojos. Parecía muerto por dentro, a imagen del apretón de manos, pegajoso inerte. En cambio su manera de vestir era muy cuidadosa, como constituyera una señal de rebeldía contra el nihilismo que desprendía su personalidad; llevaba una camisa de un blanco deslumbrante, unos pantalones planchados a la perfección y un peinado de precisión militar, con raya. Hasta las manos eran inmaculadas, limpias y tersas como masa de pan, con las uñas muy pulidas y brillantes. Ford creyó oler un aftershave de los caros, pero no había nadie capaz de tapar por completo el tufillo a desesperación existencial que acarreaba aquel hombre.

Terminadas las presentaciones, Hazelius se fue a la cocina y murmullo de voces aumentó.

Ford seguía sin ver a Kate. Se preguntó si era una coincidencia.

—Creo que es la primera vez que hablo con un antropólogo —le dijo Melissa Corcoran.

Ford se volvió.

—Y yo con una cosmóloga.

—Te sorprendería la cantidad de personas que creen que dedico a peinar y a hacer la manicura. —La sonrisa de Corcoran parecía invitadora—. ¿Qué harás aquí, exactamente?

—Conocer a los habitantes de la zona y explicarles qué pasa.

—Ah, pero ¿tú entiendes lo que pasa?

Su tono se había vuelto burlón.

—Quizá tú puedas ayudarme.

Corcoran levantó una mano, sonriendo, y cogió una bote.

—¿Vino?

—Sí, gracias, Examinó la etiqueta.

Villa di Capezzana, Carmignano, 2000. Yo no soy una entendida pero está bueno. Aquí el que sabe de vinos es George Innes. George, dinos algo de este vino.

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