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Authors: Bret Harte

Bocetos californianos (21 page)

BOOK: Bocetos californianos
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—De tres, dos —dijo Jacobo en alta voz.

—¿Qué es eso, Melín? —preguntó Moreno.

—Nada.

Probó después Melín la suerte con los dados, pero siempre tiró a seises y su supuesto adversario a ases.

—Esto es sorprendente —exclamó el solitario jugador.

Mientras tanto, alguna influencia magnética latente en la presencia de Jacobo, o el anodino de la bebida, o acaso ambas cosas a la vez, mitigaron el dolor de Moreno, que quedó dormido. Acercó entonces Melín su silla a la ventana, y contempló la ciudad de Wingdam, a la sazón pacíficamente dormida bajo sus duras siluetas y chillones colores, armonizados por la luz que la luna derramaba sobre el panorama. En medio del nocturno silencio, oíase el murmullo del agua en los canales y el suspiro del aire en los pinos de la selva vecina. Alzó los ojos al firmamento, en el momento que una estrella se corría a través del negro cielo, tras de ella otra, y otra cruzó rauda después, dejando tras sí un rastro luminoso. El fenómeno sugirió a Jacobo un nuevo augurio.

—Si dentro de unos quince minutos cayese otra estrella…

Reloj en mano permaneció en aquella posición el doble de aquel intervalo de tiempo, pero el fenómeno no se repitió. En el campanario dieron las dos y Moreno dormía todavía. Melín se acercó a la mesa y sacó de su bolsillo un billete que leyó a la luz vacilante de la vela. No contenía más que una sola línea, escrita en lápiz con letra femenina.

«Espera en el corral con el calesa a las tres.»

Moreno se agitó desasosegado y por fin despertó.

—¡Jacobo! ¿Estás ahí?

—Sí.

Te suplico no te marches aún. Soñaba ahora, soñaba en los pasados tiempos; Susana y yo nos casábamos otra vez y el sacerdote, Jacobo, era… ¿Sabes quién era? ¡Tú!

Melín se rió y sentóse sobre la cama, con el papel en los dedos.

—¿Es buena señal? —preguntó Moreno.

—Ya lo creo: di, compadre, ¿no sería mejor que te levantases?

Moreno de Calaveras se levantó con la ayuda de la mano que Melín le ofrecía.

—Creo que fumas.

Moreno tomó maquinalmente el cigarro que le alargaba.

—¿Fuego?

Jacobo arrolló la carta en espiral, la encendió y ofrecióla a su amigo. Quedóse con ella entre los dedos, hasta que se hubo consumido, y tiró el cabo que como fulgurante estrella, cayó ventana abajo. Siguiólo con la vista y se volvió luego hacia Moreno.

—Compadre —dijo poniendo sus manos sobre los hombros de su amigo—, en seis minutos me planto en el camino y me desvanezco como esa llama. No volveremos a vernos, pero antes de que me marche toma el consejo de un loco. Liquida todo cuanto tengas y llévate a tu mujer lejos de este sitio. No es lugar para ti ni para ella. Anúnciale que debe partir: oblígala a que se vaya, si no quiere de buen grado. No te lamentes de no ser un Sócrates ni ella un ángel. Acuérdate de que eres hombre y trátala como a una mujer. No seas torpe. Abur.

Desprendióse de los brazos de Moreno y saltó por las escaleras abajo como un gamo. Una vez en la cuadra tomó por el cuello al medio dormido mozo y le empujó contra el muro.

—Pon la silla al instante a mi caballo, o te…

La disyuntiva era terrible y fácil de entender.

—La señora dijo que enganchase la calesa para usted —tartamudeó el infeliz.

—¡Al diablo la calesa!

El tordo fue ensillado tan rápidamente como las nerviosas manos del asombrado mozo pudieron manejar las correas y hebillas.

El mozo, quien, como todos los de su clase, admiraba el empuje de su fogoso patrón, y realmente se interesaba en su suerte, no pudo menos de preguntar:

—¿Ocurre algo, señor?

—¡Quítate de ahí!

El mozo se apartó tímidamente. Sonó un latigazo y una blasfemia, pateó el caballo y Jacobo caminaba ya a trote tendido.

Un momento después, a los ojos somnolientos del mozo no era más que una movediza nubecilla de polvo en el horizonte hacia donde una estrella, separándose de sus hermanas, dejaba un rastro luminoso.

Los moradores a orillas del camino de Wingdam oyeron al amanecer una voz vibrante como la de la alondra, cantando por la llanura. Los que dormían se revolvieron en sus toscos lechos para soñar en la juventud, en el amor y en la vida. Campesinos de tosca cara y ansiosos buscadores de oro, ya en el trabajo, cesaron en sus faenas y se apoyaron en sus picos para escuchar a este romántico aventurero que se alejaba al paso castellano, destacando a la luz de la rosada aurora.

CAROLINA
(EPISODIO DE FIDDLETOWN)
I

En la población de Fiddletown se la consideraba por todo el mundo como una mujer bonita. Su buena figura, realzada por una espléndida mata de cabello castaño, se caracterizaba por un hermoso color y cierta gracia lánguida que le prestaban un no sé qué interesante y distinguido. Vestía siempre con gusto y para Fiddletown era la última moda. No tenía más que dos defectos: uno de sus aterciopelados ojos, examinado de cerca, se desviaba ligeramente, y manchaba su mejilla izquierda una pequeña cicatriz causada por una gota de vitriolo, felizmente la única de un frasco entero que le había arrojado una celosa rival, con la aviesa intención de desfigurar tan bonito jeme. Sin embargo, cuando el observador alcanzaba a notar la irregularidad de su mirada, quedaba por lo general incapacitado para criticarla y no faltaba quien pretendía que la mancha de su mejilla le añadía mayor seducción y donaire. El joven editor de
El Alud
, de Fiddletown, sostenía reservadamente que era un hoyuelo disimulado y al coronel Roberto le recordaba las tentadoras pecas de los tiempos de la reina Ana, y más especialmente a una de las más hermosas y malditas mujeres, sí, ¡malditas sean! en que jamás se hayan podido fijar ojos humanos. Era una criolla de Nueva Orleans. Dicha mujer tenía una cicatriz, un costurón que le cruzaba (a fe que es verdad), desde el ojo derecho a la boca. Y esta mujer, amigo, le penetraba a uno… amigo, le enloquecía… verdaderamente le condenaba el alma con su maldita fascinación. Un día le dije:

—Celeste, ¿cómo demonio se te hizo esa maldita cicatriz? —a lo que me contestó:

—Roberto, a ningún blanco más que a usted lo contaría; esta cicatriz me la hice yo con toda intención, me la hice yo misma, a fe.

Éstas fueron sus propias palabras; puede que ustedes las tomen por una solemne impostura; pero yo puedo aportar todas las pruebas de que es verdad.

La población masculina de Fiddletown estaba o había estado enamorada de ella en su mayor parte. De este número, como una mitad creía que su amor era correspondido, con excepción de su propio esposo, que mantenía ciertas dudas respecto a ello.

El caballero que disfrutaba de esta infeliz distinción se llamaba Galba. Habíase divorciado de su excelente esposa para casar con la sirena de Fiddletown. También ésta se había divorciado, pero murmurábase que algunas experiencias previas de esta formalidad legal la hacían menos inocente y acaso más egoísta, sin que de ello se infiriese que le faltaba ternura ni que estuviera exenta del más elevado sentimiento moral. Uno de sus admiradores escribía con motivo del segundo divorcio: «el mundo egoísta no comprende todavía a Clara», y el coronel Roberto observaba que, excepción hecha de una sola mujer de la parroquia de Opeludas, en Luisiana, tenía más alma ella que toda la restante grey femenil. Y a la verdad, pocos podían leer aquellos versos titulados «Infelicissimus», que empezaban: «¿Por qué no ondea el ciprés sobre esta frente?» publicados por vez primera en
El Alud
, bajo la firma de
Lady Clara
, sin sentir temblar en sus párpados una lágrima de poética unción. Encendíase la sangre en generosa indignación al pensar que a la semana siguiente el
Noticiero de Dutch Flat
contestó a la tierna pregunta con una chanza pobre y brutal, haciendo constar que el ciprés es una planta exótica y desconocida por completo en la flora de la comarca.

Precisamente esta tendencia a elaborar los sentimientos en forma métrica, y a entregarlos al mundo inteligente por medio de la prensa, fue lo que primero atrajo la atención de Galba, que por aquellos tiempos guiaba un carro de transportes con seis mulas entre Knight's Ferry y Stocktown. Así es que, impresionado por unos poemas que describían el efecto de las costumbres de California sobre un alma sensible y las vagas aspiraciones al infinito de un pecho generoso a la vista del cuadro desconsolador de la sociedad californiana, decidió buscar a la ignorada musa. Galba creía también sentir en su alma las secretas vibraciones de una aspiración superior que no podía satisfacer en el comercio del aguardiente y tabaco de que proveía a campesinos y mineros de los campamentos. Después de una serie de hechos que no es ésta ocasión de relatar, vino un breve noviazgo, tan breve que fue compatible con las previas formalidades legales, los casaron, y Galba trajo a su ruborosa novia a Fiddletown o Fideletown, como la señora de Galba prefería llamarla en sus poesías.

No fueron muy felices en el nuevo estado. Galba no tardó en descubrir que los ideales halagüeños que concibió mientras trajinaba con sus mulas entre Stocktown y Knight's Ferry, nada de común tenían con los que a su mujer inspiraba la contemplación de los destinos de California y de su propio espíritu. Acaso por esto, el buen hombre, que no era muy fuerte en lógica, pegaba a su mujer, y como ella no era muy fuerte en materia de raciocinio, se dejó conducir por el mismo principio a ciertas infidelidades. Entonces, Galba se dio a la bebida y la señora a colaborar con regularidad en las columnas de
El Alud
. En esta ocasión fue cuando el coronel Roberto descubrió en la poesía de la señora Galba una semejanza con el genio de Safo y la señaló a los ciudadanos de Fiddletown en una crítica de dos columnas firmada «A. S.», que se publicó también en
El Alud
, apoyada en extensas citas de los clásicos. No poseyendo
El Alud
una colección de caracteres griegos, el editor se vio obligado a reproducir los versos leucádeos en letra ordinaria romana, con grandísimo disgusto del coronel Roberto e inmensa alegría de Fiddletown, que aceptó el texto como una excelente imitación de
choctaw
, lengua india que se supuso familiar al coronel, como residente en los territorios salvajes. En efecto,
El Noticiero
de la semana siguiente contenía unos versos muy libres, en contestación al poema de la moderna Safo, que se atribuían a la mujer de un jefe piel roja, seguido de un brillante elogio firmado «A. S. S.»
[10]

Las consecuencias de esta broma las explicó brevemente un número posterior de
El Alud
. «Ayer, decía, tuvo lugar un lance lamentable frente al salón Eureka, entre el digno Juan Flash, del
Noticiero de Dutch Flat
, y el tan conocido coronel Roberto. Cambiáronse dos disparos, sin que sufriesen daño alguno los contendientes, aunque se dice que un chino que pasaba recibió desgraciadamente en las pantorrillas varios perdigones que procedían de la escopeta de dos cañones del coronel. Así aprenderá John
[11]
a ponerse, en lo sucesivo, fuera del alcance de las armas de fuego. Ignórase la causa que ha motivado el lance, aunque se susurra entre los que se suponen mejor enterados, que el origen inmediato del duelo fue una conocidísima y bella poetisa, cuyas producciones han honrado a menudo las columnas de nuestra publicación.»

La actitud pasiva adoptada por Galba en estas circunstancias de prueba, se apreciaba con todo su valor en los campamentos.

—No puede darse mejor juego —decía un filósofo de altas botas y brazos hercúleos—. Si el coronel mata a Flash, venga a la señora de Galba; si Flash tumba al coronel, Galba queda vengado en lugar suyo. Así es que con un juego tal no se puede perder.

Aquella delicada coyuntura fue aprovechada por la señora de Galba para abandonar la casa de su esposo y refugiarse en el Hotel Fiddletown, con la sola ropa que llevaba puesta. Permaneció allí algunas semanas, en cuyo período, justo es reconocer que se portó con el más estricto recato.

Una hermosa mañana de primavera, la poetisa salió del hotel y se encaminó por un callejón hacia la franja de sombríos pinos que limitaban a Fiddletown. A aquella hora temprana los escasos transeúntes que discurrían por el pueblo se paraban al otro extremo de la calle para ver la salida de la diligencia de Wingdam, y
Lady Clara
alcanzó los arrabales del campamento minero, sin que nadie reparase en ella. Allí tomó una calle transversal que corría en ángulo recto con la calle principal de Fiddletown y que penetraba en la zona del bosque de pinos. Era sin duda alguna la avenida exclusivamente aristocrática del pueblo; las viviendas eran pocas, presuntuosas y no interrumpidas por tiendas ni comercios. Allí se le juntó el coronel Roberto.

El hinchado y galante coronel, a pesar del apacible porte que habitualmente le distinguía, de su levita estrechamente ceñida, de sus apretadas botas y del bastón que, colgado de su brazo, se mecía garbosamente, no las tenía todas consigo. Sin embargo,
Lady Clara
se dignó acogerlo con amable sonrisa y con una mirada de sus peligrosos ojos, y el coronel, con una tos forzada y pavoneándose, se colocó a su izquierda.

—El camino está expedito —dijo el coronel—. Galba ha ido a Dutch Flat de paseo; no hay en la casa más que el chino y no debe usted temer molestia de ningún género. Yo—continuó con una ligera dilatación de pecho, que ponía en peligro la seguridad de los botones de su levita—, yo cuidaré de protegerla para que pueda usted recobrar lo que es de justicia.

—Es usted muy bueno y desinteresado —balbuceó la señora mientras proseguían su marcha—. ¡Es tan agradable encontrar un hombre de corazón, una persona con quien poder simpatizar en una sociedad tan endurecida e insensible como la que nos ha tocado en suerte!…

Y
Lady Clara
bajó los ojos, pero no antes de que hubiese producido el efecto ordinario sobre su acompañante.

—Ciertamente, en verdad —dijo el coronel, mirando inquieto de soslayo por encima de sus dos hombros—: sí, realmente.

No notando, pues, a nadie que los viera ni escuchase, procedió en seguida a informar a
Lady Clara
de que la mayor pena de su vida había sido cabalmente el poseer un alma demasiado grande. Infinitas mujeres, cuyo nombre, como caballero, le dispensaría que no mencionase, muchas mujeres hermosas le habían ofrecido su amor, pero faltándoles en absoluto aquella cualidad, no podía corresponderles en manera alguna. Mas cuando dos naturalezas unidas por la simpatía desprecian igualmente las preocupaciones bajas y vulgares y las restricciones convencionales de una sociedad hipócrita, cuando dos corazones en perfecta armonía se encuentran y se confunden en dulce y poética comunión…

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