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Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes

Tags: #Cuento, Fantástico

Buenos Aires es leyenda 3 (8 page)

BOOK: Buenos Aires es leyenda 3
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¿Pudo algún siniestro personaje sustraer el celular del cuerpo sin vida de la muchacha, husmear en la agenda de contactos del teléfono, elegir el número de Pablo y, haciendo gala de un implacable humor negro, enviarle aquellos mensajes? No lo creemos: el bromista tendría que saber que Pablo era el hermano de la víctima y, según se desprende de los mensajes, también debía conocer el encuentro en la casa de la madre de ambos. Demasiado.

Pablo nos da su respuesta.

—A mí no me lo saca nadie de la cabeza: fue el espíritu de mi hermana. Quizá tardó en darse cuenta de que estaba muerta. Quizá lo sabía y se despidió así, mandando mensajes de texto, como si nada hubiera pasado. No pienso borrar nunca esos mensajes.

Podemos suponer que las palabras de Pablo son solo el reflejo de una necesidad, la necesidad natural del ser humano de creer que la muerte física no es de carácter definitivo, de vislumbrar
algo
más allá de la exhalación final; pero también debemos tener en cuenta la existencia de cierto fenómeno cuyos resultados, nunca confirmados oficialmente, han sido materia de debate en muchas partes del mundo; resultados que, de alguna manera, avalan la opinión de Pablo. Algunos dirán que todo lo relacionado con este fenómeno se trata de un fraude, de una mentira sostenida por la misma necesidad a la que hicimos referencia, y tal vez tengan razón… aunque bien vale la pena echar un vistazo.

Todo habría nacido en los años 20, a partir de una entrevista que Thomas Alva Edison, el mítico inventor, concedió a la prestigiosa revista
Scientific American
. En un momento de la misma manifiesta:

«Si nuestra personalidad sobrevive, es estrictamente lógico y científico suponer que retiene la memoria, el intelecto y otras facultades y conocimientos que adquirimos en este mundo. Por lo tanto, si la personalidad sigue existiendo después de lo que llamamos muerte, resulta razonable deducir que quienes abandonan la Tierra desearían comunicarse con las personas que han dejado aquí. […] Me inclino a creer que nuestra personalidad podrá afectar a la materia en el futuro. Entonces, si este razonamiento fuera correcto, y si pudiéramos crear un instrumento tan sensible como para ser afectado, o movido, o manipulado por nuestra personalidad —tal como esta sobrevive en la otra vida—, semejante instrumento, cuando dispongamos de él, tendría que registrar algo».

Y como si estas palabras se trataran de una profecía, por aquellos años comenzó el florecimiento del fenómeno que algunos dieron en llamar «Transcomunicación Instrumental» el cual puede definirse como «personas muertas comunicándose con personas vivas a través de diferentes aparatos», una especie de línea directa con el más allá. Y diremos que los teléfonos fueron uno de sus principales generadores.

Una de las primeras referencias que se tienen acerca de llamadas telefónicas paranormales son las que protagonizó el espiritista brasileño Oscar D'Argonnel alrededor del año 1925. Los detalles de estos contactos ultraterrenos quedaron reflejados en su libro
Vozes do Além pelo telefone
(«Voces del más allá a través del teléfono»).

D'Argonnel asegura que mantuvo largas conversaciones con un espíritu que se identificaba como Manoel dos Santos Silva, sacerdote en vida.

Como si por aquellos años todas las líneas de ultratumba condujeran a Brasil, se cree que el escritor Coelho Neto, uno de los fundadores de la Academia Brasileira de Letras, pudo escuchar la voz de Ester, su nieta recientemente fallecida, en el teléfono.

El 7 de julio de 1923, el letrado le habría confesado a
Jornal do Brasil
:

«Oí a mi nieta. Reconocí su voz. […] Mas no fue su voz lo que me impresionó, lo que me hizo llorar, sino lo que ella decía. […] ¿Falsificación? ¿Qué falsificador sería ese que conocía episodios ignorados por todos menos por nosotros, episodios acontecidos en la más estrecha intimidad de mi familia? ¡No! Era ella, mi nieta, o su alma comunicándose de aquel modo […]».

Dejemos Brasil y los años 20. Viajemos a Bélgica, a una fecha algo más reciente: 15 de enero de 1980.

Cuentan que la señora K
ATHE
S., a dos semanas de la muerte de su progenitor, llamó a la casa de sus padres. Cuando el teléfono sonó por cuarta vez recordó que la única persona que podía atender, su madre, no lo haría: había salido de viaje junto a su hermana. Entonces, cuando se disponía a colgar, alguien, del otro lado de la línea, contestó la llamada.

La voz que la mujer escuchó le resultó familiar. «¿Quién es?», preguntó Kathe. Le respondieron llamándola por el sobrenombre que usaba de pequeña.

Aquella voz. Aquel apodo. Era imposible, pero era él.

«¿Eres tú Atti?», se animó a preguntar la mujer, usando ella también el antiguo apodo de su padre. Y la voz le dijo «¿No me reconoces, Kathe?».

Con un último resto de cordura, la mujer alcanzó a contestar «Pero… tú has muerto»; a lo que el hombre en el teléfono, luego de dejar escapar la particular risa de su padre, dijo «¿Yo muerto? Yo no he muerto».

Kathe no lo soportó y, llorando desconsoladamente, colgó el auricular.

¿Yo muerto? Yo no he muerto
. Aquellas últimas palabras escuchadas por Kathe nos llevan de regreso a Buenos Aires, a Villa Ortúzar, a lo que nos dijo Pablo intentando explicar los imposibles mensajes de texto que había recibido en su celular: «… fue el espíritu de mi hermana. Quizá tardó en darse cuenta de que estaba muerta».

¿Estará en lo cierto este joven porteño? ¿Sucederá eso con algunas almas, les costará tomar conciencia, o lo que sea que juegue ese papel en un alma, de que están libres, de que ya no están confinadas a un cuerpo, de que la persona a la que animaban ha muerto?

Existe una alternativa a la teoría de Pablo. Una interesante alternativa. La misma nos la sugiere una leyenda urbana de nuestra Ciudad, leyenda que debe tratarse, junto a «El chat diabólico» (ver dicho capítulo en
Buenos Aires es leyenda 2
), de la avanzada de una nueva Era en la mitología porteña.

Así como en los años 20 Brasil demostraba tener exclusividad en las comunicaciones telefónicas con el más allá, en el nuevo milenio parece ser un barrio de Buenos Aires el sitio en donde este escalofriante portal se abre a menudo. Pues los hechos que comentaremos a continuación habrían ocurrido en abril de 2006, en Villa Ortúzar, el mismo barrio donde, un año después, Magalí G. le enviaría aquellos imposibles mensajes a su hermano.

S
EBASTIÁN
J. (vecino del barrio): «Acá se lo conoce como el mito del picnic, porque parece que todo empezó con un mensaje de texto equivocado, un mensaje que hablaba de un picnic».

D
ORA
B. (vecina del barrio): «El chico que recibió el mensaje ya no vive en Ortúzar. Algunos te van a decir que se suicidó, pero es mentira. Se mudó a la provincia, con los padres».

Y Dora tenía razón con respecto a la versión suicida…

D
ALMA
G. (comerciante): «Yo no me creí la historia hasta que me mostraron la necrológica en el diario. Decía algo así como "tu familia te ama aunque tu corazón pertenezca a otro universo". Dicen que el chico se pegó un tiro en una plaza».

Testimonios. Piezas de un rompecabezas, piezas que nos arman la historia que leerán a continuación.

Un muchacho, en la mayoría de las versiones nombrado como Nicolás y con su casa sobre la calle Charlone, recibe en su teléfono celular un mensaje de texto que diría más o menos así:

El picnic es mañana al mediodía. Nos juntamos en Heredia y 14 de julio.

Nicolás estaba seguro de que el mensaje no era para él. No tenía agenda do ningún picnic a confirmar. El remitente habría marcado su número por error, no era la primera vez que le pasaba.

Aunque este mensaje era diferente. Dos cosas le llamaban la atención.

Una era el número de origen: si no contaba mal constaba de dieciséis dígitos. Eran muchos números, hasta para uno de larga distancia.

La otra era la dirección citada en el mensaje. A Heredia y 14 de julio las conocía muy bien, eran calles de su barrio. El problema estaba en que eran paralelas, no se cruzaban nunca.

Nicolás estuvo a punto de borrar el mensaje y olvidarse. Pero la curiosidad es poderosa. Ese número, esa dirección…

Con llamar no perdía nada.

Llamó desde su celular a aquel número interminable.

Cuando desde el otro lado le llegó un «hola» pronunciado por una voz de mujer, se quedó mudo. Era la voz más hermosa que hubiera escuchado jamás. Un segundo «hola». Nicolás sintió que podría escuchar aquel saludo por el resto de su vida. Llegó un tercer «hola», y por el tono con el que fue dicho, el muchacho supo que sería el último. Era ahora o nunca. Tenía que responder, tenía que despabilarse, salir del hechizo.

Entonces él dijo su «hola» y la chica no cortó.

Se llamaba Aldana. Vivía en su mismo barrio, en Villa Ortúzar. Y parecía disfrutar del diálogo tanto como él, pues lo terminó invitando al famoso picnic. Él aceptó de inmediato. «Nos encontramos en la entrada a la calesita», le dijo ella. Luego se despidieron y cortaron.

Nicolás se había «embobado» de tal manera con aquella voz que olvidó lo de las dieciséis cifras del teléfono y, sobre todo, lo de la dirección equivocada. Pensó en llamar de nuevo a Aldana, pero no quería quedar como un pesado.

¿Cómo llegaría al picnic entonces?

Tenía que ser racional: había una única plaza ubicada entre Heredia y 14 de julio, al 1100 de ambas calles: la plaza «25 de agosto». ¡Y tenía calesita! Además Nicolás recordó que a comienzos de aquel año la plaza se había reinaugura do y la habían dejado muy linda. El picnic se haría ahí, seguro. Aldana se habría equivocado y, en vez de poner dos de las calles que se cruzan en la plaza, puso dos paralelas.

Allí fue Nicolás al mediodía siguiente. Se instaló con su mochila a las doce en punto, en la puerta de la calesita.

Nunca había deseado tanto conocer a alguien.

Había comentado su conversación telefónica con uno de sus mejores amigos. «Mirá que las que suelen tener linda voz por teléfono después no son lo que te imaginás», fue la observación que recibió. Luego su amigo le había, citado el ejemplo de la cantidad de locutoras radiales que seducían con su hablar y que en persona eran una desilusión. Pero Nicolás sentía que, fuera como fuera el aspecto físico de Aldana, él la aceptaría. A través de su voz se había enamorado de toda ella. Conocerla sería un descubrimiento, nunca una desilusión.

Doce y media. La una de la tarde. Una y media. Nada. ¿Habría pasado algo? ¿Se habría suspendido el picnic? No, le hubieran avisado al celular. Pensó en llamar, pero una vez más el riesgo a quedar como un pesado lo detuvo. Podía esperar otro rato.

Dos de la tarde. Dos y media. Ya era suficiente; abrió la tapa de su teléfono para llamar a Aldana. No tenía señal. Puta madre, tal vez habían querido avisarle de un cambio de planes y no pudieron comunicarse. ¿Sería la calesita? ¿Algo en ella, algo en su mecanismo que bloqueaba la señal de su móvil? Pero si se alejaba de ahí, Aldana y sus amigos podían llegar justo en ese momento y pensarían que ya se había marchado o que ni siquiera había ido.

Tres y cuarto. Ahora sí, algo había pasado. ¿O habría sido todo una broma? Se alejó un buen trecho de la calesita, hasta que tuvo señal. Entonces llamó. Lo atendió Aldana. Aquella voz le sacó toda la bronca de la espera.

«Quería conocerte —pensó Nicolás—, mierda, quería conocerte hoy».

—¿Por qué no viniste? —le preguntó Aldana—. ¿Te pasó algo?

Era un boludo. Seguro que se había equivocado de plaza. Todo por no preguntar.

Nicolás le explicó a Aldana dónde había estado, y por qué había elegido esa plaza. Las palabras de ella lo desconcertaron:

—No me mientas. Nosotros estuvimos desde las once y media en la plaza que decís, la «25 de agosto». Yo misma te esperé en la entrada a la calesita. Empezamos a comer tarde, cerca de la calesita, por si llegabas. A las tres nos fuimos y vos no estabas. ¿Y de dónde sacaste que Heredia y 14 de julio son paralelas? Se cruzan en una de las esquinas de la plaza. Ahí me encontré con mis amigos antes de ir a esperarte a vos. ¿Sabés?, no sé por qué, pero tenía muchas ganas de conocerte. Ahora ya no.

Y le cortó.

Nicolás se quedó allí, inmóvil, tratando de asimilar el golpe. Tenía la boca abierta, como si estuviera a punto de comerse el celular. La música de la calesita, algo lejana ahora, le indicaba que el Universo seguía corriendo a su alrededor.

Se habían desencontrado, no entendía cómo, pero se habían desencontrado. ¿A qué hora dijo Aldana que habían dejado la plaza? A las tres. Eran las tres y media. No podían estar muy lejos. La llamó. No atendió. La volvió a llamar. No atendió. Seguía ofendida. Le mandó un mensaje de texto:

Contestame, por favor. Algo pasó. No te mentí.

Esperó unos minutos. Su teléfono zumbó:
USTED TIENE UN NUEVO MENSAJE
.

Llamame. Pero esta vez decime la verdad.

La llamó. Le dijo que no le había mentido, que no entendía cómo se habían des encontrado, que le diera otra oportunidad, que él también quería conocerla. Nicolás le preguntó dónde estaba ahora. Aldana le respondió que estaba llegando a otra plaza, caminando por Estomba.

—Tiene que ser la plaza «Malaver» —le dijo él.

—Puede ser, no tengo ni idea de cómo se llama —le dijo ella.

—¿Podés esperarme en la esquina de Estomba y Girardot? Por favor.

—¿Girardot?

—Sí, justo en la esquina de la plaza.

Por un momento Nicolás pensó que ella le diría que las calles que le nombró no se cruzaban.

—Okey —dijo Aldana, y él respiró aliviado—. Te espero ahí.

Nunca corrió tan rápido. Estomba y Girardot. En la esquina había una anciana y un perro. Cuando él llegó, el perro salió corriendo hacia la plaza. La anciana dejó de darle de comer a las palomas y se lo quedó mirando.

Nicolás llamó a Aldana.

—¿En dónde estás? —le preguntó.

—Ya llegué. En Estomba y Girardot.

—No puede ser. Yo estoy ahí. Debés estar en otra de las esquinas de la plaza.

—¡No! ¿Me estás jodiendo? No soy tan boluda. Estoy parada en Estomba y Girardot.

—Perdoname, pero… no sé… algo anda mal. No te estoy jodiendo. ¿Qué tipo le haría una jada así a una chica que no conoce, a una chica con la que tiene una cita, que se muere por conocerla? Te juro que lo que más quiero en el mundo es verte, pero… no entiendo. Por favor, describime el lugar donde estás, lo que llegás a ver.

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