Caballeros de la Veracruz (10 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—Me sorprendería mucho —replicó Taqi—. Los francos están demasiado atrapados en sus propias disputas para preocuparse por nosotros. No se moverán.

—Desengáñate —replicó la joven en tono disgustado—. Cuando sepan que la Santa Cruz está en vuestras manos, miles de soldados realizarán la travesía para acudir en su socorro.

—¡Que vengan! Los venceremos, y luego iremos a llevar la palabra del Profeta hasta vosotros. París tendrá por fin su catedral, ¡pero será una mezquita!

Morgennes, que los había observado por una rendija del biombo, había reconocido a la joven del halcón peregrino y a Taqi ad-Din, el sobrino de Saladino. Sorprendido de volver a verlo, atribuyendo a la providencia el hecho de haberlo encontrado con tanta frecuencia en su camino, Morgennes pensó por un instante en salir de su escondite. Pero ya la joven volvía a tomar la palabra. Había visto los vasos en el suelo.

—No lo entiendo. Había pedido que nos trajeran agua fresca y lo han tirado todo...

Taqi se agachó, colocó la mano sobre la alfombra y la miró: estaba mojada.

—Probablemente un animal —dijo.

—Debe de haber sido mi pavo real. Por cierto, ¿dónde está? Normalmente siempre viene a hacerme zalamerías...

Morgennes se estremeció. ¿De qué agua hablaba? Él había visto la garrafa, la había tenido entre sus manos: ¡y estaba vacía! «Me estoy volviendo loco», pensó. Con manos febriles, apretó el cuello del pavo real y todo se puso a dar vueltas. Ya no sentía los brazos, no sentía su cuerpo. Solo sentía una opresión, y aquella obsesión continua: «Beber, beber, beber, beber...».

Un roce atrajo su atención. Al mirar de nuevo por la rendija del biombo, vio que Taqi se despojaba de su brial negro. Debajo llevaba una camisa bordada, cubierta de inscripciones árabes, pentágonos y signos cabalísticos. Tenía el aspecto ajado de la ropa que se ha llevado demasiado. Cuando Taqi se la sacó, apareció su torso, cubierto de tatuajes. La mayoría eran transcripciones dé versículos del Corán; otros eran pentagramas, símbolos alquímicos. Muchos eran incomprensibles, pero recordaban los dibujos de la camisa trazados del revés. Como si la prenda hubiera desteñido.

La joven también se había desnudado. Morgennes sabía que hubiera debido apartar la mirada, pero el espectáculo de sus senos lo hipnotizaba. Otra forma de sed se despertó en él, una sed cuya llamada no había escuchado desde hacía años, una sed que había creído extinguida desde... Ya no llegaba a recordar cuándo. Por otra parte, Taqi también debía de sentirla, porque adelantó una mano hacia el pecho de la joven para acariciarlo. Ella lo dejó hacer un momento, y luego lo invitó a detenerse.

—No tenemos tiempo.

Taqi siguió contemplándola, trazando distraídamente sobre su espalda inscripciones en árabe. Morgennes vio así cómo se dibujaban y luego desaparecían frases cortas donde podía leerse «te amo» y «Dios te guarde». Luego ella lo rechazó gentilmente y se puso la camisa de Taqi. Sus movimientos estaban tan llenos de gracia que producían la impresión de un estandarte flotando delicadamente al viento, en vísperas de un combate. La joven llevaba, además, numerosas joyas: brazaletes, zarcillos, talismanes, collares, aros y anillos adornados con piedras preciosas, peines de marfil prendidos en el pelo, hilos de oro en los tobillos y en la cintura... Parecían joyas antiguas. «No hay tantas en el tesoro de los templarios», pensó Morgennes. De su cuello colgaba el más célebre de los amuletos de la suerte del islam, la mano de Fátima.

—¡Eres tan hermosa, prima! Estos adornos no te embellecen, sino tú a ellos. Tú les das su brillo, su belleza...

—Taqi —dijo la joven con un suspiro—, para, me incomodas.

—¿Te incomodo? Pero si solo me acerco a tu verdad; llamarte hermosa es decir poco. Eres un atisbo del paraíso, y entreverte significa ya estar salvado. Eres el más precioso de los relicarios.

Incapaz de dejar de mirarla, Morgennes lo corrigió sin siquiera darse cuenta: «O, más exactamente, la más preciosa de las reliquias...».

Finalmente la joven, después de haberse vestido con la camisa de Taqi y de haberse puesto sus propias ropas encima, se dirigió hacia un mueble y sacó un cofre, el mismo que Morgennes había visto aquella mañana en manos del ciego que apestaba a macho cabrío. La joven mantuvo el cofrecillo apretado contra su cuerpo, con una expresión triste y resuelta en el rostro que Morgennes no podía explicarse.

—¿Dispuesta? —preguntó Taqi.

Ella asintió con la cabeza, y los dos se fueron.

Morgennes decidió seguirlos. Esperó unos instantes, y luego salió también, dejando atrás a un pavo real erizado de espanto.

6

Es posible que tengáis aversión a una cosa que es un bien para vosotros.

Corán, II, 216

Morgennes avanzaba en la noche, sombra entre las sombras, manteniéndose a distancia de las antorchas. Siguiendo los pasos de Taqi ad-Din y de la joven a la que había dado el nombre de «la Reliquia», se introdujo en el seno del campamento de los zakrad con la discreción de un zorro, ocultándose detrás de un caballo, una tienda, un camello.

Los dos jóvenes llegaron a una zona del campamento donde una cuarentena de camellos montados por beduinos los esperaban impacientes. Mientras las antorchas se apartaban para dejarlos pasar, un hombre viejo, de unos sesenta años, que llevaba un cayado en la mano, se acercó a la Reliquia y a Taqi. El hombre levantó el cayado y se hizo el silencio.

—Escuchadme —dijo el anciano con mirada febril—. ¡Si no lleváis a buen término la misión que Saladino (la paz sea con él) os ha encomendado, estaremos acabados! ¡Los dioses de las antiguas naciones tiemblan! ¡Los herejes están acorralados! ¡Se rebelarán y se aliarán con los cristianos (que la peste caiga sobre ellos)! ¡Hordas de demonios surgirán de los infiernos para combatiros! ¡Pero no hay más Dios que Alá, Él es el único Dios! Su victoria será total, está escrito. Pero antes quiere poneros a prueba: obstáculos terribles se levantarán en vuestro camino.

Y, señalando a Taqi, dijo con una voz que retumbaba como la tempestad:

—En el tuyo, noble Taqi ad-Din Umar, gobernador de Egipto, sobrino de Saladino, los cristianos y los chiies tratarán de detenerte, de hacerte tropezar... Pero vencerás, porque eres un hombre fuerte, intrépido e inteligente. Sabrás desenmascarar los disfraces de los que se presenten ante ti y ver el mal bajo la máscara del bien. A ti corresponderá decidir luego las acciones que debas emprender.

Y, girándose hacia la Reliquia, murmuró:

—En el tuyo, Casiopea, noble y querida hija que adoptamos como una segunda Fátima, se levantarán tantos obstáculos como astros en la constelación cuyo nombre llevas. Los peores vendrán de ti, de tu propio corazón, de tus dudas, de tu pasado. Y tendrás que hacer lo que siempre te has negado a hacer: afrontar tu destino.

—Lo afrontaré... —respondió la Reliquia, cuyo auténtico nombre acababa de conocer Morgennes.

—No lo dudo —prosiguió el anciano—. Si consigues llevar esta camella a Bagdad y obtener del jefe de los creyentes (que Alá lo proteja y lo guarde) que nos envíe refuerzos, habremos contraído contigo una deuda eterna. Estos desafíos que Dios, en su grandísima misericordia, ha colocado en vuestro camino os convertirán en héroes. Precisamente porque os ama y porque sois sus hijos preferidos será tan arduo. Alá nunca facilita la labor a sus elegidos. En nombre del conjunto de los hijos del desierto que han seguido a Saladino desde el anuncio de la yihad, seáis benditos los dos. ¡Que los yinn os sean favorables! ¡Que Dios os guarde!

Aquel anciano con aspecto de pastor era, en realidad, el jeque de la tribu de los muhalliq: Náyif ibn Adid. Del caudillo muhalliq se ponderaba menos su valor en el combate, su fidelidad, su paciencia y su coraje, que su amor por la guerra y su pasión por las intrigas: amorosas, políticas, militares... Porque a Náyif ibn Adid le horrorizaba la posibilidad de aburrirse, y hubiera matado a su padre y a su madre para acabar con la rutina. Gastaba fortunas para atraer a pintores, narradores, cantantes, bailarinas, músicos... de los cuatro extremos de Arabia, e incluso de la India, Persia y Europa. Su corte, aunque de tamaño modesto, era conocida por albergar a algunos de los más grandes artistas cristianos, judíos y mahometanos del mundo. Cuando se trataba de arte, a Náyif ibn Adid no le preocupaba ya la religión. Allí podían encontrarse en gran número poetas y trovadores de todas las confesiones. En 1178, el propio Chrétien de Troyes había residido en ella con ocasión de un viaje a Tierra Santa que había realizado en compañía del conde de Flandes, Felipe de Alsacia, su protector. En su casa, los artistas eran considerados héroes, y el pueblo los adoraba. Porque distraer al jeque de los muhalliq no era tarea fácil. Náyif ibn Adid se parecía a las princesas de
Las mil y una noches
, y se aburría mortalmente.

Como ellas, Náyif ibn Adid seguía célibe y sin descendencia legítima. Su harén le había proporcionado algunos placeres, numerosos bastardos y aún más preocupaciones —en suma, todo lo que acarrean las mujeres—, pero no una esposa oficial. Algunos decían que soñaba con casarse con Casiopea; pero ella rechazaba sus avances, como los de todos los demás.

Se decía que la joven todavía era virgen. Los niños no la querían; sus madres eran menos duras. Las mujeres tenían celos de ella. Y muy pocos hombres se atrevían a abordarla. Los que se arriesgaban a hacerlo galleaban ridículamente o se ponían a farfullar. Casiopea era una mujer altiva y severa a la que miraban con respeto, y también con cierto temor. Decían que buscaba un hombre, al personaje de una narración. Pero, según otro rumor, había hecho un voto y se había jurado que no aceptaría esposo mientras no lo hubiera cumplido. Todos admiraban su gracia, su belleza, su talle esbelto y su porte de reina. Impresionaba el hecho de que supiera combatir tan bien como bailaba, y más de uno no se atrevía a alabarla por temor a su reacción. La joven tenía para la gente que se dirigía a ella (excepto para Taqi, aparentemente) palabras que helaban la sangre. Con una sentencia, un gesto, una mirada, los devolvía a la infancia de donde creían haber salido y les hacía comprender que siempre serían unos mequetrefes, que frente a ella ningún hombre daba la talla, si bien ella misma no era tan mayor, por más que su rostro pareciera haber sido siempre el de un adulto. A su lado, no eran nada.

Casiopea había subido a su camella blanca, con los flancos todavía negros de hollín. Conforme a la tradición, que también exigía que fuera una mujer la que montara la camella, habían pasado en torno al cuello del animal la famosa «campana de la llamada», atada a una cuerdecita de pelo de cabra. Cuando la campana tintineó, los hombres se pusieron a gritar: «¡Refuerzos! ¡Refuerzos! ¡Refuerzos!». Era la costumbre: todos los que la oían sonar debían unirse a su portador y ofrecerle su ayuda.

Morgennes se prometió que, una vez restablecido, organizaría una expedición que se encargara de perseguir a Casiopea a través del desierto. Había que impedir a toda costa que llegara a Bagdad, ['ero antes debía encontrar algo de beber. No muy lejos divisó un campo donde varias cabras y cabritillos habían sido instalados para la noche. Las ubres de las cabras estaban cargadas de leche. Morgennes entró sigilosamente en el cercado y trató de atrapar alguna. Pero los animales huían ante él, balando con todas sus fuerzas.

Cansado de perseguirlas, esperó sin moverse. Las cabras se calmaron, y Morgennes se fue acercando a una de ellas hasta que estuvo bastante cerca para poder tocarla. Tenía la blancura de los hábitos de oración, y sus pezones rozaban los escasos tallos de hierba. Morgennes se disponía a quitarse la keffieh cuando un perro ladró con furia.

—¡Otra vez tú! —exclamó Morgennes al ver a la perra que había salvado de las hienas.

El animal gruñía en su dirección, azorado, girando a su alrededor mientras arañaba la tierra con las patas traseras, como si tratara a la vez de proteger las cabras y de prevenirlo de un peligro: tres siniestros individuos acababan de saltar la cerca y se acercaban rápidamente a Morgennes. Los hombres habían desenvainado sus kandjar, unos finos cuchillos de hoja curvada. La cabra salió a escape. La perrita ladró con todas sus fuerzas, y dos brazos vigorosos sujetaron a Morgennes por detrás para inmovilizarlo.

Uno de los sarracenos tenía el rostro picado de viruela y un brazo amputado: era el maraykhát a quien Morgennes había cortado el brazo derecho la víspera.

—¿Quién eres tú? —chilló el soldado alargando su mano útil hacia la
keffieh
de Morgennes.

Pero este bajó la cabeza para impedir que se la quitaran.

—¿Qué ocurre? —preguntó entonces una voz femenina llena de autoridad, mientras el repiqueteo de una campana tintineaba en la noche.

—Un ladrón ha entrado en el cercado de las cabras... —explicó uno de los maraykhát.

—Quiero verlo.

Morgennes fue empujado hacia la cerca, detrás de la cual se encontraba Casiopea montada en su camella. La joven había iniciado su ruta acompañada por una treintena de camelleros, entre los cuales Morgennes reconoció al adolescente que se había encaprichado de la perra. Cuando Morgennes estuvo cerca de ella, Casiopea se inclinó para palpar la
keffieh
.

—Este pañuelo es mío —dijo—. ¿Dónde lo has encontrado?

Los hombres de Casiopea habían sacado sus armas, unos largos sables afilados. Una sonrisa se dibujaba en sus rostros. Cortar la mano o la cabeza a los ladrones era solo una formalidad para ellos.

—Me lo han dado —respondió Morgennes.

—Devuélvemelo. Y podrás volver con los que te han capturado. No me corresponde a mí juzgarte, sino devolverte a los que te han hecho prisionero. Solo te estoy pidiendo uno de mis bienes.

La mujer tiró del pañuelo para desenrollarlo, desvelando así el rostro de Morgennes. Se elevaron gritos:

—¡El franco!

Pero aquella agitación no era nada comparada con la turbación de Casiopea, que tuvo que sujetarse a la silla para no caer. La joven observó a Morgennes con aire grave, a la vez confusa y turbada. ¿Había visto un fantasma? Luego, viendo que descargaban una lluvia de golpes sobre Morgennes, levantó un látigo de tres puntas y lo dejó caer sobre los maraykhát.

—¡Basta! —gritó—. Este hombre es de Saladino. ¡Solo él puede castigarlo!

Las correas de cuero, provistas de ganchos de bronce, laceraron el rostro de uno de los soldados, que retrocedió, con. la piel arrancada y un ojo reventado. Sus aullidos inmovilizaron a la multitud, cuyo furor se esfumó como por ensalmo.

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