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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (5 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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Hice nuevas pruebas y todas -absolutamente todas- arrojaban idéntico resultado.

¿Qué significaba aquello? ¿Se trataba de una casualidad?

Picado en mi amor propio me propuse contabilizar hasta el más insignificante de los movimientos del centinela.

Fue entonces, al contar el tiempo invertido por el soldado en cada una de sus pausas, cuando mi corazón comenzó a acelerarse: ¡21 segundos!

«No puede ser -me dije a mí mismo, temblando por la emoción-, seguramente estoy en un error...»

Pero no. Como si se tratase de un robot, el centinela caminaba 21 pasos, empleando en ello 21 segundos. Se detenía exactamente durante 21 segundos, girando y cambiando el arma de posición. La nueva pausa, antes de proseguir con el desfile, duraba otros 21 segundos y así sucesivamente.

Anoté «mi» descubrimiento y releí la clave del mayor con una especial fruición.

El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington.
«No puede ser una casualidad», me repetía obsesivamente. «Pero, ¿porqué 21? ¿Qué significa el número 21?»

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J. J. Benítez

Con el fin de asegurarme, esperé los dos últimos cambios de la guardia y repetí los cálculos.

Los soldados números siete y ocho se comportaron exactamente igual.

Abstraído con aquella cifra a punto estuve de quedarme encerrado en el cementerio.

Con una extraña alegría volví a refugiarme en el hotel, sumiéndome en un sinfín de cavilaciones.

A la mañana siguiente, y después ,de una noche prácticamente en vela, me uní a la comitiva de periodistas. Aunque mis pensamientos seguían fijos en la Tumba del Soldado Desconocido y en aquel misterioso número 21, opté por aprovechar aquella irrepetible oportunidad de visitar el interior de la Casa Blanca y contemplar de cerca al presidente Reagan, al general y secretario de Estado, Haig, y por supuesto, a los reyes de mi país.

Después de soportar un sinfín de controles y registros, me situé con mis compañeros en el mimadísimo césped que se extiende frente a la famosa Casa Blanca.

A las diez en punto, y coincidiendo con la llegada de don Juan Carlos y doña Sofía, las baterías situadas a un centenar de metros atronaron el espacio con las salvas de ordenanza.

Alguien, a mi espalda, había ido llevando la cuenta de los cañonazos e hizo un comentario que nunca podré agradecer suficientemente:

-¡Veinte y veintiuno!

Me volví como movido por un resorte y pregunté:

-¿Es que son 21?

El periodista me miró de hito en hito y exclamó como si tuviera delante a un estúpido ignorante:

-Es el saludo ritual... 21 salvas.

Al regresar al Marriott tomé el teléfono, dispuesto a solventar mis dudas de un plumazo.

Marqué el 6931174 y pregunté por míster Wilton, encargado de Relaciones Públicas y Prensa en el Cementerio Nacional de Arlington.

El buen hombre debió quedar atónito al escuchar mi problema.

-Mire usted, soy periodista español y deseaba preguntarle si el número 21 guarda relación con algún ritual...

-¿Se refiere usted a la Tumba del Soldado Desconocido?

-Sí.

-Efectivamente -puntualizó míster Wilton-, el ritual de Arlington se basa precisamente en ese número. Como usted sabe, el saludo a los más altos dignatarios se basa en el número 21.

-Disculpe mi insistencia, pero ¿está usted seguro?

-Naturalmente.

Al colgar el auricular me dieron ganas de saltar y gritar. Abrí mi cuaderno de anotaciones y repasé la clave del mayor.

Si el ritual de Arlington es el número 21, la segunda frase
-llave y ritual conducen a
Benjamín-
empezaba a tener cierto sentido. Estaba claro que mi llave y el número 21

guardaban una estrecha relación y que, si era capaz de descubrir quién o qué era «Benjamin», parte del misterio podrían quedar al descubierto.

Pero, ¿por dónde debía empezar?

En buena ley, aquella pequeña llave tenía que abrir algo. ¿Una vivienda quizá? Las reducidas dimensiones de la misma no parecían encajar, sin embargo, con las llaves que se utilizan habitualmente en las casas norteamericanas.

Descarté momentáneamente aquella posibilidad y me centré en otras ideas más lógicas.

¿Podía haber guardado el mayor su información en algún banco o en un apartado postal?

¿Se trataba por el contrario de una taquilla en algunos de los servicios de consigna en una estación de ferrocarril?

Sólo había un medio para descifrar a «Benjamin»: armarse de paciencia y repasar -una por una- las guías de teléfonos, de correos y de ferrocarriles de Washington.

Si esta primera exploración fallaba, tiempo habría de profundizar en otras direcciones.

Pero aquella laboriosa búsqueda iba a quedar súbitamente suspendida por una llamada telefónica. A pesar de mi intensa dedicación al asunto del mayor norteamericano, yo no había olvidado el tema de los fascinantes descubrimientos de los científicos de la NASA en los ojos de la Virgen de Guadalupe. Nada más pisar los Estados Unidos, una de mis primeras preocupaciones fue llamar a México y averiguar si el doctor Aste Tonsmann, uno de los más destacados expertos, se hallaba en el Distrito Federal, o si, como me habían informado en 19

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J. J. Benítez

España, podía encontrarse en Nueva York, donde trabaja como profesor de la universidad de Cornell. Era vital para mí localizarlo, con el fin de no hacer un viaje en balde hasta la república mexicana.

Aquella misma mañana del martes 13 de octubre rogué a la telefonista del hotel que insistiera -por tercera vez- y que marcara el teléfono de domicilio del doctor Tonsmann. Y a media tarde, como digo, el aviso de la amable telefonista iba a trastocar todos mis planes. Al otro lado del hilo telefónico, la esposa de José Aste me confirmaría que el científico tenía previsto su regreso a México, procedente de Nueva York, los próximos miércoles o jueves.

Después de algunas dudas, se impuso mi sentido práctico y estimé que lo más oportuno era congelar mis investigaciones en Washington. Tonsmann era una pieza básica en mi segundo proyecto y no podía desperdiciar su fugaz estancia en México. Después de todo, yo era el único que poseía la clave del secreto del mayor y eso me daba una cierta tranquilidad.

Y antes de que pudiera arrepentirme, hice las maletas y embarqué en el vuelo 905 de la Easter Lines, rumbo a las ciudades de Atlanta y México (D.F.). Aquel miércoles, 14 de octubre de 1981, iba a empezar para mí una segunda aventura, que meses más tarde quedaría reflejada en mi libro número catorce:
El misterio de Guadalupe.

A mí me suelen ocurrir estas cosas...

Durante horas había permanecido ante la tumba del presidente Kennedy, incapaz de atisbar el secreto de aquella tercera frase en la clave del mayor.

Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy.

Pues bien, mis ojos se abrieron a 10.000 metros de altura y cuando me hallaba a miles de kilómetros de Washington.

Mientras el reactor se dirigía a la ciudad de Atlanta, nuestra primera escala, tuve la ocurrencia de intentar encajar el número 21 en las tres últimas frases del mensaje.

Debí cambiar de color porque la guapa azafata de la Easter, con aire de preocupación y señalando la taza de café que oscilaba al borde de mis labios, comentó al tiempo que se inclinaba sobre el respaldo de mi asiento:

¿Es que no le gusta el café?

-Perdón...

-Le pregunto si se encuentra bien.,

-¡Ah! -repuse volviendo a la realidad-, sí, estoy perfectamente... La culpa es del número 21...

La azafata levantó la vista y comprobó el número de mi asiento.

-No, disculpe -me adelanté, en un intento por evitar que aquel diálogo para besugos terminara en algo peor-, es que últimamente sueño con el número 21...

La muchacha esbozó una sonrisa de compromiso y colocando su mano sobre mi hombro, sentenció:

-¿Ha probado a jugar a la lotería?

Y desapareció pasillo adelante, convencida -supongo- de que el mundo está lleno de locos.

Por un instante, las largas piernas de la auxiliar de vuelo lograron sacarme de mis reflexiones.

Apuré el calé y volví a contar las letras que formaban el nombre y apellidos del fallecido presidente norteamericano. No había duda. ¡Sumaban 21!

Aquel segundo hallazgo -y muy especialmente el hecho de que ambos apuntaran hacia el número 21- confirmó mis sospechas iniciales. El mayor tenía que haber guardado su secreto en algún depósito o recinto estrechamente vinculados con dicha cifra y, obviamente, con la llave que me había entregado en Chichén Itzá. Consideré también la posibilidad de que «Benjamín»

fuera algún familiar o amigo del mayor, pero, en ese caso, ¿qué pintaban en todo aquello el número y la llave?

Durante mi prolongada estancia en México, tentado estuve de hacer un alto en las investigaciones sobre la Virgen de Guadalupe y volar al Yucatán para visitar a Laurencio. Pero mis recursos económicos habían disminuido tan alarmantemente que, muy a pesar mío y si de verdad quería rematar mis indagaciones en Washington, tuve que desistir
y
posponer aquella visita a Chichén para mejor ocasión.

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Un año después, en diciembre de 1982, al retornar a México con motivo de la presentación de mi libro
El misterio de la Virgen de Guadalupe,
comprobé con cierto espanto que de haber viajado en aquellas fechas al Yucatán mi visita habría sido estéril: según me confirmaron las autoridades locales, Laurencio y su mujer habían abandonado la ciudad de Chichén Itzá poco después del fallecimiento del mayor. Y aunque no he desistido del propósito de localizarlos, hasta el momento sigo sin noticias del fiel compañero del ex oficial de las fuerzas aéreas norteamericanas. Ni que decir tiene que mis primeros pasos en aquel invierno de 1982 fueron encaminados a la localización de la tumba de mi amigo. Allí, frente a la modesta cruz de madera, sostuve con el mayor mi último diálogo, agradeciéndole que hubiera puesto en mis manos su mayor y más preciado tesoro...

Al pisar nuevamente Washington, mi primera preocupación no fue «Benjamín». Sentado sobre la cama de la habitación de mi nuevo hotel -en esta ocasión, mucho más modesto que el Marriot-, extendí sobre la colcha todo mi capital. Después de un concienzudo registro, mis reservas ascendían a un total de 75 dólares y 1500 pesetas.

Aunque la tragedia parecía inevitable, no me dejé abatir por la realidad. Aún tenía las tarjetas de crédito...

Durante aquellos días limité mi dieta a un desayuno lo más sólido posible y a un vaso de leche con un modesto emparedado a la hora de acostarme. La verdad es que, enfrascado en las pesquisas, y puesto que tampoco soy hombre de grandes apetitos, la cosa tampoco fue excesivamente dolorosa. Mi gran obsesión, aunque parezca mentira, fueron los taxis. Aquello si mermó -¡y de qué forma! mi exiguo capítulo económico.

«Llave y ritual conducen a Benjamín.»

Esta segunda frase en el código cifrado del mayor fue una cruz que me atormentó durante cuatro días. En ese tiempo, tal y como tenía previsto antes de mi partida de Washington, me empleé en cuerpo y alma en la revisión de las enciclopédicas guías telefónicas de la capital federal, así como en las correspondientes visitas a las estaciones de ferrocarril, central de correos y los aeropuertos Dulles y National.

Les servicios de consigna de las estaciones fueron tachados de mi lista, a la vista de la sensible diferencia entre las llaves utilizadas en dichos depósitos
y
la que obraba en mi poder.

Por su parte, los aeropuertos carecían de semejantes taquillas por lo que mi interés terminó por centrarse en las cajas de seguridad de los bancos y en los apartados postales. Estas dos últimas alternativas parecían más lógicas a la hora de guardar «algo» de cierto valor...

Y empecé por los bancos.

Repasé el centenar largo de centrales y sucursales financieras de la ciudad, no hallando ni una sola pista que hiciera mención o referencia al nombre de «Benjamin».

Por otra parte, y según pude comprobar personalmente, si el mayor hubiera encerrado su información en una de las cajas de seguridad de cualquiera de estos bancos, ni yo ni nadie hubiera podido tener acceso a la misma, de no disponer de la correspondiente documentación que le acreditase como legítimo propietario o usuario de la caja. En algunos casos, incluso, estas medidas de seguridad se veían reforzadas con la existencia de una segunda llave, en posesión del responsable o vigilante de la cámara acorazada del banco. No obstante, y por apurar hasta el último resquicio, inicié una última y doble investigación. Yo conocía la identidad del mayor y comencé a pulsar una serie de resortes y contactos -a nivel de Embajada Española y del propio Pentágono-, a fin de esclarecer si el fallecido militar norteamericano conservaba algún pariente en Washington. Aquélla, a todas luces, fue mi mayor imprudencia, a juzgar por lo que sucedería dos días después...

El segundo frente -al que gracias a Dios concedí mayor dedicación- consistió en chequear las direcciones de las dos centrales y cincuenta y ocho sucursales de correos en la ciudad. En la U.

5. Postal Service (Head Quarters), que viene a ser el cerebro central del servicio de correos de todo el país, un amable funcionario extendió ante mí la larga lista de estaciones postales radicadas en Washington D.C.

Al echarme a la cara la citada relación, en busca de algún indicio sobre el refractario nombre de «Benjamin», mis ojos no pudieron pasar de la primera sucursal. Pegué un respingo. En la lista aparecía lo siguiente:

Box Nos. - 1-999. - Benjamin Franklin. Sta. (Washington D.C.20044).

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Anoté los datos, sin poder evitar que mi mano temblara en una mezcla de emoción y nerviosismo. Prendí un nuevo cigarrillo, buscando la manera de calmarme. Tenía que estar absolutamente seguro de que aquélla era la ansiada pista. Y recorrí las sesenta direcciones con una meticulosidad que ni yo mismo logro explicarme.

Con sorpresa descubrí que el nombre de Benjamin Franklin se repetía tres veces más: en los puestos 14, 19 y 33 de la mencionada relación. En el resto de las oficinas de correos de Washington el nombre de Benjamin no figuraba para nada.

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