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Authors: Anne Rice

Camino A Caná (11 page)

BOOK: Camino A Caná
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De nuevo sus ojos se fijaron en mí y parecieron verme por primera vez. Yo me limité a mirarlo.

—Todavía sigues jugando al tonto del pueblo, ya veo —dijo. Me examinó como si intentara memorizar mi cara y mis facciones.

—Señor, ¿escribirás una carta en favor de Abigail, una carta a nuestros parientes de Jerusalén o Séforis, u otro lugar donde estén dispuestos a acogerla, para ofrecerle un hogar del que pueda formar parte? La muchacha es inocente. Es lista. Es cariñosa y amable. Y modesta.

Se sorprendió. Luego se echó a reír.

—¿Qué te hace pensar que Shemayah la dejará escapar de sus garras?

—Señor, si le encuentras ese hogar y escribes una carta exponiendo su caso, y si tú mismo, Hananel el Juez, vienes con nosotros, con el rabino y con mi padre José, sin duda podremos conseguir que Abigail marche sana y salva a algún lugar lejos de Nazaret. El no podrá decir que no a los ancianos de Nazaret. No es fácil decir no a Hananel de Cana, a pesar de lo que haya sucedido antes... Y no estoy seguro de que Shemayah sepa nada de tu nieto ni de lo que ocurrió entre vosotros.

—El estaba de acuerdo. —La respuesta llegó rápida como un relámpago—. Shemayah era favorable a ese matrimonio hasta que mi nieto admitió que no tenía mi bendición ni mi permiso.

—Señor, alguien tiene que hacer algo para salvar a esa niña. Se está muriendo. —Me puse en pie—. Dime a quién puedo dirigirme, a qué parientes de Séforis —dije—. Dame una nota de presentación. Dame una dirección. Iré allí.

—No te sienta bien esa irritación virtuosa —dijo burlón—. Siéntate. Y quédate tranquilo. Encontraré un sitio para ella. Ya sé cuál. Conozco más de uno.

Suspiré, y murmuré una corta plegaria de acción de gracias.

—Dime, oh piadoso —dijo—. ¿Por qué no has pedido tú mismo la mano de la chica? Y no me digas que es demasiado buena para un carpintero. En estos momentos no es buena para nadie.

—Es buena —dije— Es inocente.

—Y tú, el hijo de María la de Joaquín y Ana, cuéntame. Siempre he querido saberlo. ¿Eres un hombre debajo de esas ropas? ¿Un hombre? ¿Me entiendes?

Me quedé mirándolo y sentí el calor de mi rostro. Me puse a temblar, pero no hasta el extremo de que él se diera cuenta. Conseguí sostenerle la mirada.

—¿Un hombre como los demás hombres? —preguntó—. Entiendes lo que pregunto. Oh, no es porque no te cases. El profeta Jeremías no se casó. Pero si la memoria no me falla, y no me falla nunca, recuerdo haber hablado de eso en este mismo lugar, aunque no en esta casa, en otra, con tu abuelo Joaquín en aquella ocasión. Y caso de que la memoria no me falle desde entonces (y no me falla), el ángel que anunció tu nacimiento a tu temblorosa madrecita no era simplemente un ángel caído de la corte celestial, era nada menos que el arcángel Gabriel.

Silencio. Nos miramos.

—Gabriel —repitió. Alzó ligeramente la barbilla y enarcó las cejas—. El mismísimo arcángel Gabriel. Vino a hablar con tu madre y con nadie más, exceptuando, como todos sabemos, el profeta Daniel.

Sentí que el rostro me ardía, y también el pecho. Podía notar el calor en la palma de las manos.

—Me estás exprimiendo como a un grano de uva, señor —dije—, entre el pulgar y el índice.

«Y sé que cuando me presionan de esa manera puedo decir cosas extrañas, cosas en las que nunca pienso en mi trabajo diario, cosas que no pienso ni siquiera cuando estoy solo, ni cuando sueño.»

—Así es —dijo—. Porque te desprecio.

—Eso parece, señor.

—¿Y por qué no te levantas de un salto para irte?

—Me quedo porque estoy pidiendo un favor.

Río con satisfacción. Curvó sus dedos bajo su barbilla y miró alrededor, pero no a los libros amontonados, ni a las celosías con sus juegos de luz y verdor, ni a las manchas de luz en el suelo de mármol, ni al delgado hilo de humo que salía del brasero de bronce.

¿Qué iba a exigir como rescate por Abigail?

—Bueno, está claro que quieres a esa niña, ¿no es así? —preguntó—. O que eres bobo, como dice la gente, aunque sólo alguna gente, he de precisar.

—¿Qué hemos de hacer para ayudarla?

—¿No quieres saber por qué te desprecio?—me preguntó.

—¿Es tu deseo hacérmelo saber?

—Sé todo lo que se cuenta de ti.

—Así parece.

—Sobre los extraños sucesos que rodearon tu nacimiento, y cómo tu familia huyó a Egipto debido a la miserable matanza de niños en Belén que llevó a cabo aquel loco que se llamaba a sí mismo nuestro rey; y las cosas que eres capaz de hacer.

—¿Las cosas que puedo hacer? Yo coloqué este suelo de mármol —dije—. Soy carpintero. Es la clase de cosas que puedo hacer.

—Precisamente. Y por eso te desprecio. ¡Y lo mismo haría cualquiera que tuviera una memoria como la mía! —Alzó el dedo como si estuviera enseñando una lección a un niño—. El nacimiento de Sansón fue anunciado no por el arcángel Gabriel, pero sí por otro ángel. Y Sansón era un hombre. Y conocemos sus grandes hazañas, y las transmitimos de generación en generación. ¿Dónde están tus hazañas? ¿Dónde los enemigos derrotados por ti, abatidos en el campo de batalla? ¿Dónde las ruinas de los templos paganos que has derribado con la fuerza de tu brazo?

Un calor ardiente me abrasaba por dentro. Tuve que ponerme en pie, y volqué mi taburete sin intención. Quedé ante él, pero no le veía ni veía la habitación en que estábamos.

Fue como si recordara algo, algo olvidado durante toda mi vida. Pero no era un recuerdo, sino algo completamente distinto.

«Templos paganos, dónde están tus templos paganos.» Vi templos y los vi caer, aunque no en un lugar ni tiempo determinado, y los oí caer, derrumbarse entre nubes de polvo que se alzaban del suelo, como un cielo revuelto en una tempestad, un cielo que permanecía siempre igual; y aquel temblor, aquella rotura, aquella ruina que se derrumbaba con un estruendo ensordecedor, era como el movimiento incesante y siempre cambiante del mar.

Cerré los ojos. Los recuerdos amenazaban la pureza de aquella visión interior. Recuerdos de mi infancia en Alejandría, de las procesiones romanas que se dirigían hacia sus santuarios entre nubes de pétalos de rosas que revoloteaban por el aire y el pesado redoble de los tambores, y el temblor de los sistros. Oí los cantos de las mujeres, y vi un dios dorado que avanzaba colocado sobre unas andas oscilantes; y luego retornó la visión, barriendo con su poderoso impulso los recuerdos, la visión tan inmensa y difusa que agitaba el mundo entero como si las montañas que rodeaban el gran mar temblaran y vomitaran fuego, y los altares cayeran. Los altares caían al suelo y se hacían pedazos.

Todo se disolvió. Volví a ver la habitación.

Miré al anciano. Parecía hecho de piel y huesos. No había sustancia en él. Parecía frágil como un lirio arrimado al brasero, marchito, agostado.

Percibí de forma penetrante su desamparo, sus años de soledad doliente por lo que había perdido, el miedo a que se le debilitara la vista, el pulso, la razón, a que se le debilitara la esperanza.

Algo realmente insoportable.

Llegó a mis oídos un canturreo procedente de todas las habitaciones de la casa, un canturreo de más allá, de todas las habitaciones de todas las casas: de los frágiles, los enfermos, los cansados, los sufrientes, los amargados.

«Insoportable. Pero yo puedo soportarlo. Yo lo soportaré.»

Había estado mirándolo mucho rato, pero sólo en ese momento comprendí cuan sumido en la tristeza estaba. Me estaba implorando en silencio.

—Acércate —me rogó.

Di un paso hacia él, luego otro. Le vi tantear buscando mi mano, y se la tendí. Qué sedosa su mano, qué fina la piel de la palma. El me miró.

—Cuando tenías doce años —dijo—, cuando fuiste al Templo para ser presentado a Israel, yo estaba allí. Fui uno de los escribas que os examinaron a ti y a los niños que iban contigo. ¿Me recuerdas de aquella ocasión?

No contesté.

—Os preguntamos a todos sobre el Libro de Samuel, ¿recuerdas eso en particular? —Utilizaba las palabras con habilidad y cuidadosamente. Su mano no soltaba la mía—. Hablábamos de la historia del rey Saúl, después de que fue ungido para ser rey por el profeta Samuel, pero antes de que nadie supiera que sería el rey.

Se detuvo, y se humedeció los labios secos. Sus ojos no se apartaban de los míos.

—Saúl encontró en el camino a un grupo de profetas, ¿recuerdas?, y el Espíritu vino sobre Saúl y Saúl cayó en trance en medio de los profetas. Y uno de los que miraban, al ver aquel espectáculo, preguntó: « ¿Y quién es su padre?»

No dije nada.

—Os preguntamos a vosotros, niños, preguntamos a todos qué pensabais de esa historia, y qué creíais que quiso decir el hombre que preguntó sobre Saúl: « ¿Y quién es su padre?» Los demás chicos dijeron rápidamente que los profetas tenían que proceder dé familias de profetas, y no era el caso de Saúl, de modo que era natural hacer aquella pregunta.

Seguí en silencio.

—Tu respuesta fue distinta de la de los demás chicos. ¿Recuerdas? Dijiste que esa pregunta era un insulto. Un insulto que venía de quienes nunca habían conocido el éxtasis ni el poder del Espíritu, y envidiaban a quienes sí lo conocían. El hombre que se había burlado dijo: « ¿Quién eres tú, Saúl, y con qué derecho te colocas junto a los profetas?»

Me estudió con atención, mientras seguía apretando mi mano con fuerza. — ¿Lo recuerdas? —Sí—dije.

—Dijiste: «Los hombres se burlan de lo que no pueden entender. Pero sufren por lo mucho que lo ansían.» No respondí.

Sacó la mano izquierda de debajo de las mantas y retuvo la mía entre las dos suyas.

—¿Por qué no te quedaste con nosotros en el Templo? —preguntó—. Te rogamos que lo hicieras. —Suspiró—. Piensa adonde podrías haber llegado si te hubieras quedado en el Templo a estudiar; ¡piensa en el niño que fuiste! Si hubieras dedicado tu vida a lo que está escrito, piensa en las cosas que habrías podido hacer. Yo estaba entusiasmado contigo, todos nosotros, el viejo Berejaiah y Sherebiah de Nazaret, cuánto te querían y cómo deseaban que te quedaras. ¡Y mira en qué te has quedado! Un carpintero, uno más de una cuadrilla de carpinteros. Hombres que hacen suelos, paredes, bancos y mesas.

Muy despacio intenté retirar mi mano, pero él se resistió a soltarla. Me coloqué un poco más a su izquierda y la luz iluminó aún más su rostro vuelto hacia arriba.

—El mundo te ha devorado —dijo con amargura—. Te fuiste del Templo, y el mundo sencillamente te ha devorado. Así actúa el mundo. Todo lo devora. Una mujer angelical no es más que una burla masculina más. La hierba crece sobre las ruinas de los pueblos hasta que no queda rastro de ellos y los árboles crecen sobre las mismas piedras donde en tiempos se alzaron grandes mansiones, mansiones como ésta. Todos estos libros se están desintegrando, ¿no es así? Mira, mira cuántos fragmentos de pergamino entre mis ropas. El mundo devora la Palabra de Dios. ¡Tenías que haberte quedado y estudiado la Tora! ¿Qué diría tu abuelo Joaquín de haber sabido en qué ibas a convertirte?

Se reclinó en su asiento. Soltó mi mano y sonrió con sarcasmo. Levantó la mirada hacia mí, sus cejas grises fruncidas. Me hizo un gesto de despedida.

No me moví.

—¿Por qué devora el mundo la Palabra de Dios? —pregunté—. ¿Por qué? ¿No somos el pueblo elegido, no somos la luz que brilla para iluminar a las naciones? ¿No es nuestra misión llevar la salvación al mundo entero?

—¡Eso es lo que somos! —dijo—. Nuestro Templo es el templo mayor del Imperio. ¿Quién lo ignora?

—Nuestro Templo es uno más entre mil templos, señor.

De nuevo apareció aquel relámpago, parecido a la memoria, a una memoria enterrada de algún acontecimiento terrible, pero que no era memoria.

—Mil templos dispersos por todo el mundo —añadí—, y cada día se ofrecen sacrificios a mil dioses, de un extremo del Imperio al otro.

El me miró ceñudo. Proseguí:

—Eso sucede a nuestro alrededor, en la tierra de Israel. Y sucede en Tiro, en Sidón, en Ascalón; sucede en Cesárea de Filipo; sucede en Tiberiades. Y en Antioquia y en Corinto y en Roma y en los bosques del gran norte y en las selvas de Britania. —Hice una pausa para respirar—. ¿Somos la luz de las naciones, señor?

—¡Qué nos importa todo eso!

—¿Qué nos importa? Egipto, Italia, Grecia, Germania, Asia, ¿no nos importan? Es el mundo, señor. ¡Es nuestro mundo, el mundo que hemos de iluminar nosotros, nuestro pueblo!

—¿De qué estás hablando? —replicó en tono ofendido.

—Es donde vivo yo, señor —dije—. No en el Templo, sino en el mundo. Y en el mundo he aprendido lo que el mundo es y lo que el mundo enseña, y yo soy del mundo. El mundo es de madera, piedra y hierro, y yo trabajo en él. No, en el Templo no; en el mundo. Y cuando llegue para mí el tiempo de hacer lo que el Señor me ha encomendado en este mundo, en este mundo que le pertenece a El, este mundo de madera y piedra y hierro y hierba y aire, Él me lo revelará. Y lo que este carpintero deba construir en este mundo ese día, lo sabe el Señor y el Señor lo revelará.

Se había quedado sin habla.

Me alejé un paso de él. Di media vuelta y miré al frente. Vi el polvo que bailaba en los rayos de la luz del sol de mediodía. La luz que centelleaba en las celosías sobre estantes y estantes de libros. Creí ver imágenes en aquel polvo luminoso, cosas que se movían con un propósito, cosas aéreas e inmensas, pero sumisas y pacientes en su movimiento.

Me pareció que la habitación se había llenado de otros seres, del latido de sus corazones, pero eran corazones invisibles, o ni siquiera corazones. No corazones como mi corazón o el suyo, de carne y sangre.

Las hojas susurraban en las ventanas y una sombra fría se arrastró por el suelo iluminado. Me sentí lejos y al mismo tiempo allí, bajo aquel techo, de pie delante de aquel anciano, dándole la espalda, y yo flotaba, aunque estaba anclado y me alegraba de estarlo.

La ira se había desvanecido en mí.

Me volví y le miré.

Estaba tranquilo y pensativo, arrebujado en sus mantas. Me miraba como si estuviera muy lejos, a una distancia segura.

—Todos estos años —murmuró—, cuando te he visto camino de Jerusalén, me he preguntado: « ¿Qué piensa? ¿Qué sabe?»

—¿Tienes ya una respuesta?

—Tengo una esperanza —susurró.

Pensé en ello, y asentí lentamente.

—Escribiré la carta esta tarde —dijo—. Tengo aquí un estudiante que la redactará al dictado. La carta llegará a mis primas de Séforis esta noche. Son viudas y cariñosas. La acogerán.

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