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Authors: John Locke

Tags: #Tolerancia, #Liberalismo, #Empirismo, #Epistemología

Carta sobre la tolerancia y otros escritos (14 page)

BOOK: Carta sobre la tolerancia y otros escritos
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Locke procedió de un modo ilógico al reconocer la objetividad de la esencia y al decidir que ésta no se podía conocer por el solo hecho de ser inseparable de sus manifestaciones, cuando es por ellas, precisamente, por lo que se puede conocerla; los atributos son el lenguaje en que se expresa lo interior (acordaos de J. Boheme). Locke también procedió ilógicamente al admitir, el razonamiento como la fuente del conocimiento, cuando toda su concepción parte del principio de que en la conciencia no hay nada no dado por los sentidos. A cada paso se desmiente a sí mismo. Digamos sencillamente que el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke está por debajo de toda crítica; su enorme éxito obedeció únicamente a su oportunidad; la metafísica del materialismo no podía desarrollarse, la misión del baconismo no era en absoluto metafísica; todo lo que la escuela de Locke hizo de grande, lo realizó sin el menor sistema; su sistema únicamente era bueno como reacción contra la escolástica y el idealismo, y sólo mientras se considero como una reacción; pero, a medida que dejaba de ser una protesta para transformarse en una escuela, en una teoría, iba revelando su inconsistencia. Desde el punto de vista lógico, toda la concepción de Locke es errónea, tan errónea como todas las construcciones materialistas en los dominios prácticos salidas del idealismo; de una forma general, Locke representa en el dominio del pensamiento el sentido común que comienza a pretender al dogmatismo, a una prudencia racional, tan alejada de la razón elevada como de la estulticia banal; su método en filosofía es lo que el esprit de conduite en la esfera de la moral: guiándose por él es difícil dar traspiés y salirse del camino trillado. La exposición de Locke es ingeniosa, coherente, lúcida y llena de observaciones prácticas; sus deducciones son evidentes, porque no hace más que hablar de lo evidente; trata siempre de mantenerse en el término medio, evitando caer en los extremos; pero no es suficiente temer las consecuencias directas de sus principios, hacia un lado o hacia otro, para elevarse hasta la reconciliación de ambos en la razón. Condillac se mostró más consecuente, a pesar de haber partido de los mismos principios, Condíllac rechazó la idea de que el razonamiento pueda ser la fuente del conocimiento, pues no sólo presupone la sensación: no es otra cosa que la sensación misma. No consideraba la asociación de ideas como un acto libre del intelecto, sino como el resultado inevitable de las sensaciones; de este modo, todos los procesos espirituales se vieron reducidos a sensaciones. Por otra parte, el mismo Condillac demostraba que "los órganos corporales de los sentidos constituyen un principio fortuito del conocimiento, de la percepción sensual"; esta aseveración, de paso sea dicho, de nada le sirvió. La lógica de Condillac, como mecánica exterior del pensamiento, no carece de valor; es nítida, clara y habitúa a cierta sobriedad y circunspección; pero, con su método, no se puede inventar la pólvora; consiste en clasificaciones artificiales, en la descripción de síntomas, etc.

Los materialistas metafísicos expresaban en sus escritos algo diferente a lo que querían decir; ni siquiera llegaron a tocar el lado interior del problema, refiriéndose solamente al proceso exterior, que representaban de manera bastante acertada, nadie se lo discute; pero ellos creían que eso era todo, y se equivocaron: la teoría del pensamiento sensorial era una especie de psicología mecánica, lo mismo que la concepción de Newton era una cosmología mecánica. Además, no hay que perder de vista nunca que la escuela de Locke no consideraba el pensamiento sino como una facultad privada, particular y personal de un hombre-tipo; la razón como pensamiento genérico que está presente y se desarrolla en la historia y en la ciencia no mereció su atención; por eso a todos ellos les falta la capacidad de comprender históricamente los momentos pasados del pensamiento. No puede darse nada más raro que su análisis de los filósofos antiguos; ni siquiera lograron comprender a los pensadores de su tiempo o de épocas muy cercanas a la suya. Condillac, por ejemplo, hace un análisis detallado de las obras de Malebranche, Leibniz y Spinoza; se ve que los ha leído y releído, pero que no se ha dejado cautivar por ellos ni un solo instante que tiende, sin simpatía, a rebatirlos. No es así como deben estudiarse los autores filosóficos.*

En general los materialistas no alcanzaban a comprender la objetividad de la razón, y nada tiene de sorprendente que definiesen de manera errónea tanto el desarrollo histórico del pensamiento como, en general, las relaciones entre la razón y el objeto y, por consecuencia, entre el hombre y la naturaleza. Para los materialistas, la materia y la idea o se disocian o están ligadas por una acción mutua exterior. La naturaleza sin la idea es una parte y no un todo; la idea es tan natural como la extensión, es un grado de desarrollo, como el mecanismo, el quimismo y el mundo orgánico, pero de un orden superior. Este sencillo pensamiento no podían comprenderlo los materialistas: pensaban que la naturaleza sin el hombre era completa, acababa y se bastaba a si misma, que el hombre era un elemento extraño; evidentemente, las obras de la naturaleza tomadas aisladamente no necesitan para nada al hombre; pero sí las tomamos en su conjunto, veremos que a todo le falta algo, que toda su felicidad radica, precisamente, en que no pueden llegar a la conciencia de su falta de plenitud. Los organismos animales, por ejemplo, con toda su integridad, carácter cerrado y concreción son algo abstracto; además de su propia significación, sugieren la idea de cierto desarrollo que llega mas lejos; rebosan de indicios de algo más completo y desarrollado; estos indicios tienden hacia el hombre para demostrarlo, quizá no haga falta recurrir a la filosofía y baste con la anatomía comparativa. En la naturaleza, considerada sin el hombre, no existe la facultad de concentrarse y profundizar en sí misma, de ser consciente, de generalizarse en una forma lógica; esa facultad no existe, repetimos, cuando está excluido el hombre, porque llamamos precisamente "hombre" a este desarrollo superior. Nadie se extraña de que no se pueda ver sin los ojos, porque el ojo constituye el único órgano de la vista; el cerebro del hombre es el órgano de la conciencia de la naturaleza. La naturaleza, como ser eternamente menor de edad, está sometida a una ley necesaria, fatal y confusa para ella, precisamente porque le falta ese "yo" desarrollado, es decir, el hombre. En el hombre; la ley se aclara, se transforma en lo racional consciente. El mundo moral se ve libre de la necesidad exterior en la medida en que es mayor de edad, es decir, consciente. Sin embargo, como la conciencia no está en la realidad separada del ser, como no es otra cosa sino su coronamiento, el fin de sus aspiraciones, la explicación de lo que no es claro en ella, su verdad y su justificación, el mundo físico, liberado en el mundo moral y justificado en él, se encuentra por ello mismo justificado ante sus propios ojos. La naturaleza, considerada sin la conciencia, es un cuerpo sin cabeza, un niño zangolotino, porque no todos sus órganos están formados. Sin la naturaleza, sin cuerpo, la conciencia humana es una idea carente del cerebro capaz de producirla y del objeto que la provoca. El carácter natural del pensamiento, la personalidad y su caución solidaria en la naturaleza forman un obstáculo tanto para el idealismo como para el materialismo, y ambos tropezaron con él, aunque marchaban por caminos diferentes.* Schelling se encontró con la lucha entre las diferentes ideas sobre la razón y la naturaleza cuando estaba en su apogeo, cuando, de un lado, el no-yo caía bajo los golpes de Fichte y el poder de la razón era proclamado en ciertos espacios infinitos de frío y vacío; de otro lado, los franceses negaban todo lo que no era sensorial y, como frenólogos, tendían a interpretar el pensamiento por las protuberancias y las depresiones, en vez de interpretar éstas por el pensamiento; Schelling fue el primero en formular, aunque no de un modo categórico, la elevada unidad de que hemos hablado. Pero volvamos a Locke y su escuela.

Locke era tímido y más concienzudo que dialéctico. Sin necesidad lógica alguna desde su punto de vista, renunció al principio del que había partido. Al reconocer la substancia como una realidad, reconoció de un modo concluyente la anatomía de la razón, que en parte ya había sido aceptada por él al admitir el raciocinio como la fuente de las ideas complejas; desde el momento en que la idea de la esencia adquiría carta de naturaleza, se presentaba inevitablemente la posibilidad de unificar la diversidad de la naturaleza; la existencia inmediata encuentra en la esencia su mediación, el fenómeno encuentra su causa estando la causalidad inseparablemente ligada al concepto de esencia. Pero, del mismo modo que Spinoza (como veremos en las cartas siguientes), no tuvo más salida para conciliar el dualismo cartesiano con las exigencias de su naturaleza profundamente lógica que sacrificar la realidad de los fenómenos a la substancia, lo que constituía una manera de salir del dualismo, del mismo modo, repito, el materialismo tuvo que adoptar, como su última palabra, no el tímido y vacilante reconocimiento a medias de la substancia, sino la renuncia completa a ella. La substancia es el hilo con que la razón lo engarza todo: si cortamos ese hilo, todo se esparcirá y se disgregará; no quedarán más que fenómenos parciales, más que individualidades, que fulgurarán para extinguirse al instante: el orden general se derrumbará; existirán átomos, fenómenos, aglomeraciones de hechos, casualidades, pero no habrá un cosmos armónico, único; y eso será magnífico, pues cuando la unilateralidad llegue a tal extremo, estará ya a punto de salir de su estrechez. Indudablemente, el primer materialista genial de la escuela de Bacon y de Locke debía de llegar a esto o renegar del materialismo. Ese genio fue David Hume.

Hume pertenece al reducido número de pensadores que han llevado a término su obra, que, habiendo adoptado unos principios, han tenido el valor de llegar a las consecuencias, sin palidecer ante nada y admitiendo con firmeza lo bueno y lo malo, con tal de guardar fidelidad al punto de partida y a la vía lógica. Un hombre como él puede, por último, tranquilizarse, hallar la conciliación en la fidelidad que sus conclusiones guardan a sus principios. Los hombres mediocres que han alcanzado esa calma imperturbable son númerosos, pero Hume estaba dotado de una inteligencia y de una dialéctica extraordinarias; y esto es lo importante. Hume no eligió sus principios: los encontró ya hechos en el mundo de su época, en su patria; como hombre practico, como inglés, sentía simpatía por estos principios. Su propio género de vida le conducía hacia ellos: Hume era diplomático, historiador y, antes, había sido comerciante, a pesar de su origen aristocrático. Es evidente que los principios del método baconiano congeniaban más con su espíritu que Spinoza y Leibniz. Pero, una vez que hubo aceptado los principios, el poderoso pensador llegó a conclusiones implacables; sacó a luz lo que sus precursores no se habían atrevido a mencionar; donde ellos recurrían a subterfugios y cedían, Hume, con humildad y nobleza, pero con una firmeza increíble, marchaba en línea recta. Era sereno, porque la razón estaba de su parte; tenía la conciencia limpia porque había cumplido escrupulosamente su tarea. ¿No habéis visto el retrato de Hume? Sus rasgos sorprenden por su calma inmutable, por su dulce serenidad; expresión alegre, elegante traje a la francesa, rostro lozano, ojos brillantes de inteligencia, todos los rasgos animados y reflejando nobleza una sonrisa retoza en sus labios. Al contemplarle se alegra uno, recuerda que en la vida hay muchas cosas buenas. Fijaos en los retratos de otros filósofos de la misma época: son otra cosa. En el rostro seco y austero de Locke, la expresión de predicador anglicano se une a la severidad del legislador materialista; el semblante de Voltaire no expresa más que una ironía maliciosa; en él, los indicios de una mentalidad genial combínanse, en cierto modo, con los rasgos del orangután. Kant, con su pequeña cabeza de enorme frente, produce una impresión dolorosa; su rostro, que semeja al de Robespierre, tiene algo de enfermizo; nos habla de un incesante y duro trabajo que consume todo el cuerpo; uno ve que el cerebro ha absorbido la cara para satisfacer al intenso trabajo del pensamiento. La expresión majestuosa de Leibniz, igual a la de Goethe, parece decir: ¡procul estote! Hume, por el contrario, atrae. No vemos únicamente a un hombre del pensamiento, sino a un hombre práctico. Y así era en realidad; sabía unir a su elevada moralidad y gran inteligencia cualidades que le granjearon las simpatías de cuantos le conocían. Era el alma de un pequeño grupo de amigos; entre éstos figuraban el gran Adam Smith y, por un tiempo, J. J. Rousseau, quien, perseguido por su sombría neurastenia, no tardó en apartarse de los alegres amigos. Hume permaneció hasta el fin fiel a sus principios; organizó un festín antes de su muerte y se despidió alegremente de la vida, estrechando con su mano debilitada las de sus amigos y sonriendo a cada brindis de despedida. ¡ Era un hombre muy entero!

Ni Locke ni Condillac supieron adaptar su realismo a las exigencias científicas; Hume comprendió a la primera ojeada que, desde este punto de vista, todas las demandas metafísicas, todo dogmatismo serían absurdos, y lo declaró abiertamente, sin rodeos. Ya hemos visto más arriba cómo refutó la posibilidad de determinar la autenticidad del conocimiento por la crítica del intelecto. Hume considera la autenticidad como un instinto no sometido propiamente al raciocinio, como una especie de prejuicio. No son los objetos mismos lo que percibimos por la conciencia, sino sus imágenes; estas imágenes son consideradas por nosotros las acciones de los objetos exteriores; no existen pruebas de ello; admitimos esta relación entre las impresiones y los objetos antes del desarrollo del raciocinio; la admitimos por adelantado, instintivamente. La experiencia, las impresiones, son la fuente del conocimiento; las impresiones nos transmiten, a la vez que las imágenes, la convicción moral, la creencia de que corresponden a objetos concretos que las han provocado en nuestra conciencia; es imposible justificar el instinto por actos del intelecto; éste no dispone de medios para ello; pero de aquí no se sigue que el instinto no tiene razón, sino que nuestra inteligencia es limitada. Las impresiones transmitidas por los sentidos, las imágenes, se acumulan en la memoria, se reproducen y se combinan en ella de diversas maneras, para constituir lo que llamamos ideas; todas las ideas, todo lo que se piensa, debe ser previamente sentido. Omitiendo ya uno ya otro aspecto de los materiales que nos aportan las impresiones, confrontándolos, extraemos lo que tienen de común, tomamos lo que los correlaciona y obtenemos, por igualamiento, nociones generales; en esta generalización, las impresiones pierden, evidentemente, una parte de su vivacidad, de su fuerza y de su importancia individual. Al fiarse de su instinto, el hombre, que conserva en la memoria las series de impresiones, atribuye a los objetos diversas generalizaciones y consecuencias de sus comparaciones, sin tener ningún derecho a ello; la experiencia no ofrece más que fenómenos particulares, sensaciones y nada general. Después de haber visto repetidas veces la misma continuación seguir al mismo precedente, el hombre se acostumbra a relacionar estas impresiones y a subordinar lo uno a lo otro, llamando a lo primero causa o fuerza y a lo otro efecto; ni la experiencia ni la especulación justifican tan arbitraría aceptación. La experiencia aporta el orden sucesivo de dos fenómenos diferentes, qué siguen uno al otro en el tiempo, sin revelar otras relaciones entre ellos. El silogismo de la causalidad es evidentemente incompleto: falta todo un término. B sigue siempre a A; por tanto, A es la causa de B... Esta conclusión no tiene ningún valor, pues no se ve ninguna relación entre los elementos distintos A y B, de no ser la afirmación de que primero ha venido A y después B varias veces seguidas; por cierto, al aceptar A como causa y B como efecto perdemos la última posibilidad de compararlos, pues, sólo es posible comparar dos cosas del mismo nombre, idénticas en algún aspecto; el efecto y la causa son nociones tan distintas que su comparación no cabe. El hecho es que la causalidad no está basada en absoluto en un silogismo o en una experiencia directa, sino en la costumbre; el hombre se habitúa a esperar invariablemente los mismos efectos de las mismas causas; si esta invariabilidad fuese razonable, la razón hubiese debido esperar el mismo efecto ya la primera vez; pero no lo esperó entonces, sino la segunda vez, porque comenzaba a acostumbrarse a él. Lo que decimos aquí de la causalidad puede aplicarse también a las nociones de necesidad y substancia. La experiencia no da nunca y en nada relación necesaria alguna, sino la coexistencia y la simultaneidad de la diversidad. La palabra "substancia" es el nombre colectivo de muchas ideas simples, reunidas en un todo; no sabemos nada de la substancia, a excepción de lo que obtenemos de la relación entre varios fenómenos y propiedades percibidos por nosotros; parece ser que asociándose por similitud, por yuxtaposición, por simultaneidad, por causalidad, las ideas se hacen más firmes, mas generales. Pero, si nos fijamos bien, veremos que estas generalizaciones conducen a repetir de diferentes maneras una y la misma cosa (el efecto es la causa revelada; una causa oculta es un efecto no realizado); por ejemplo, el "yo" humano, es decir, la noción de la personalidad se presenta como la esencia de todos los fenómenos que constituyen la vida del hombre; en la base de la noción de nuestro "yo" no hay tampoco nada real. La noción del "yo" es el reconocimiento de su personalidad, siempre idéntica y continua; pero tal impresión no existe, nuestra personalidad es un conjunto de númerosas impresiones consecutivas; nosotros damos a este conjunto de impresiones un vínculo ficticio, llamado "yo". Este pensamiento surge de la continuidad del objeto, por un lado, y la noción de la sucesión de diversos objetos que se encuentran uno tras otro, formando una cadena, por otro lado; cuanto más notamos el carácter de la sucesión paulatina, tanto menos podemos distinguir unos de otros esos objetos, y para revelar la contradicción debida al sostenimiento de la continuidad y de la sucesión, el hombre inventa la substancia o la identidad de su "yo", como algo desconocido que en el cambio permanece idéntico a sí mismo.

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