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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (78 page)

BOOK: Casa desolada
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—Eso fue cuando no debiste haber pedido nunca el aval, George, y cuando nunca te lo debimos dar, de habérnoslo pensado. Pero lo hecho, hecho está. Siempre has sido un chico honrado y veraz, a tu aire, aunque un poco frívolo. Por otra parte, no puedes dejar de reconocer que es natural que estemos preocupados, con esa amenaza pendiente sobre nuestras cabezas. De manera, George, que lo mejor es que todos nos perdonemos los unos a los otros. ¡Vamos, más vale que nos perdonemos los unos a los otros!

Como la señora Bagnet le da una de sus honestas manos, y la otra a su marido, el señor George le da una a cada uno de ellos y las aprieta mientras habla:

—Os aseguro a los dos que no hay nada en el mundo que no estuviera yo dispuesto a hacer para pagar esa deuda. Pero todo lo que he podido reunir se ha ido cada dos meses en los pagos. Phil y yo hemos vivido muy modestamente aquí. Pero la Galería no marcha tan bien como yo esperaba, y no es…, digamos que no es la Casa de la Moneda. ¿Que me equivoqué al alquilarla? Pero es que, por así decirlo, me vi obligado a ello, y creí que me serviría para asentarme y establecerme, y ahora os ruego que me perdonéis por habérmelo imaginado, y os estoy muy agradecido, y me siento muy avergonzado. —Con estas palabras de conclusión, el señor George estrecha cada una de las manos que aprieta en las suyas, las suelta y da uno o dos pasos atrás, muy erguido, como si acabara de hacer su última confesión y fueran a fusilarlo inmediatamente con todos los honores militares.

—¡George, déjame terminar! —dice el señor Bagnet, con una mirada hacia su mujer—. ¡Sigue, viejita!

El señor Bagnet se hace escuchar de esta manera tan extraña, y se limita a observar que es preciso ocuparse cuanto antes de la carta, que es aconsejable que George y él vayan inmediatamente a ver al señor Smallweed en persona, y que lo más importante es salvar y dejar a salvo al señor Bagnet, que no tiene el dinero. El señor George está completamente de acuerdo; se pone el sombrero y se dispone a marchar con el señor Bagnet al campo enemigo.

—No guardes rencor por las palabras apresuradas de una mujer, George —dice la señora Bagnet, dándole una palmadita en el hombro—. Te confío a mi viejo Lignum, y estoy segura de que me lo devolverás ileso.

El soldado replica que eso es muy amable por su parte, y que va a devolverle a Lignum ileso, sea como sea. Al oír lo cual, la señora Bagnet, con su capa, su cesta y su paraguas, vuelve a su casa, animada otra vez a unirse al resto de su familia, mientras los camaradas inician la marcha con la esperanza de ablandar al señor Smallweed.

Sería muy discutible que haya dos personas en Inglaterra con menos esperanzas de realizar con éxito cualquier negociación con el señor Smallweed que el señor George y el señor Bagnet. Además, pese a su aire marcial, sus anchos hombros y su paso decidido, sería muy discutible que haya en los mismos confines dos criaturas más simples y menos acostumbradas a los asuntos de los Smallweed de este mundo. Mientras avanzan con gran solemnidad por las calles que llevan a la región de Mount Pleasant, el señor Bagnet observa que su compañero está pensativo, y considera un deber de amistad referirse a las últimas palabras que ha dicho la señora Bagnet.

—George, ya sabes cómo es la viejita; es dulce y apacible como la leche, pero que le toquen a los niños, o a mí, y salta como un barril de pólvora.

—¡Y muy bien hecho, Mat!

—George —dice el señor Bagnet, mirando al frente—, la viejita nunca hace nada que no esté bien hecho. Más o menos. Yo nunca se lo digo. Hay que mantener la disciplina.

—Vale su peso en oro —dice el soldado.

—¿En oro? —responde el señor Bagnet—. Te voy a decir una cosa. Mi viejita pesa ciento setenta y cuatro libras. ¿Aceptaría yo ese peso (en cualquier metal) por mi viejita? No. ¿Por qué no? Porque el metal de que está hecha la viejita es mucho más precioso que el más precioso de los metales, ¡y está hecha toda ella de metal precioso!

—¡Tienes razón, Mat!

—Cuando me aceptó, y aceptó el anillo, se alistó conmigo, y los niños, con todo y para toda la vida. Es tan seria —añade el señor Bagnet— y tan leal a la bandera, que si alguien nos pone un dedo encima y ella se entera, saca la artillería. Si la vieja dispara alguna vez una andanada, muy de tarde en tarde, en cumplimiento de su deber, déjala pasar, George. ¡Es por lealtad!

—¡Pero, Mat —replica el soldado—, si yo tengo la mejor opinión de ella!

—¡Y haces bien! —contesta Bagnet con el mayor entusiasmo, aunque sin relajar un solo músculo—. Piensa que la vieja es más firme que el Peñón de Gibraltar, y todavía te quedarás corto frente a sus méritos. Pero nunca lo reconozco delante de ella. Hay que mantener la disciplina.

Con estos encomios llegan a Mount Pleasant y a la casa del Abuelo Smallweed. Abre la puerta la perenne Judy, que tras contemplarlos de la cabeza a los pies, sin especial amabilidad, sino, de hecho, con una mueca malévola los deja allí en pie mientras va a consultar al oráculo si debe dejarlos pasar. Cabe inferir que el oráculo ha dado su consentimiento, dada la circunstancia de que Judy vuelve a decirles con su habitual dulzura que «pueden pasar, si quieren». Ante tal privilegio, pasan, y se encuentran al señor Smallweed con los pies puestos en el cajón de su silla, como si fuera un pediluvio de papel, y a la señora Smallweed a la sombra del cojín, como un pájaro que no debe cantar.

—Mi querido amigo —dice el Abuelo Smallweed, alargando los dos brazos menos cordiales del mundo—. ¿Cómo está? ¿Cómo está? ¿Quién es su amigo, mi querido amigo?

—Pues es Matthew Bagnet, el que me hizo el favor en este asunto nuestro, ya sabe —replica George, que por el momento no se siente capaz de mostrarse muy conciliador.

—¡Ah! ¿El señor Bagnet? ¡Pues claro! —y el anciano lo contempla llevándose una mano a los ojos—. ¡Espero que esté usted bien! ¡Bueno aspecto, señor George! ¡Aspecto militar, señor mío!

Como no les ofrecen sillas, el señor George le acerca una a Bagnet y toma otra él. Se sientan, y parece como si el señor Bagnet no pudiera doblar más que las caderas, y únicamente para sentarse.

—Judy —dice el señor Smallweed—, trae la pipa.

—Pues no creo —interviene el señor George— que la muchacha necesite tomarse esa molestia, porque la verdad es que hoy no tengo ganas de fumar.

—¿No? —responde el anciano—. Judy, trae la pipa.

—El hecho, señor Smallweed —continúa George—, es que me encuentro en un estado de ánimo bastante desagradable. Me parece, señor mío, que su amigo de la City ha estado jugando sucio.

—¡No, Dios mío! —dice el Abuelo Smallweed—. Nunca juega sucio.

—¿No? Bueno, me alegro de oírlo, porque creí que podía ser cosa
de él
. Ya sabe usted de qué hablo. De esta carta.

El Abuelo Smallweed esboza una sonrisa muy fea al reconocer la carta.

—¿Qué significa? —pregunta el señor George.

—Judy —pregunta el anciano—, ¿has traído la pipa? Dámela. ¿Ha preguntado usted qué significa, mi querido amigo?

—¡Sí! Vamos, vamos, lo sabe usted perfectamente, señor Smallweed —insiste el soldado, forzándose a hablar con toda la calma y la confianza que puede, con la carta abierta en una mano y los enormes nudillos de la otra apoyados en el muslo—; entre nosotros se ha cambiado una buena cantidad de dinero, y aquí estamos cara a cara, y los dos sabemos muy bien el acuerdo que ha existido siempre. Estoy dispuesto a seguir haciendo lo que he estado haciendo regularmente, y seguir con el asunto. Nunca había recibido una carta así de usted, y la de esta mañana me ha dejado un tanto preocupado, porque aquí tiene usted a mi amigo, el señor Bagnet, que, como usted sabe, no tenía dinero…

—Pero es que usted sabe que yo no lo sé —interrumpe pausadamente el viejo.

—Bueno, maldita sea… Quiero decir… Se lo estoy diciendo, ¿no?

—Sí, usted me lo dice —replica el Abuelo Smallweed—, pero yo no lo sé.

—¡Vamos! —dice el soldado, tragando bilis—. Yo lo sé.

El señor Smallweed responde con muy buen humor:

—¡Ah, eso es otra cosa! —y añade—: Pero no importa. La situación del señor Bagnet sigue siendo la misma, lo tenga o no.

El infortunado señor George hace un gran esfuerzo por arreglar el asunto a gusto de todos y propiciar al señor Smallweed en sus propias condiciones:

—A eso me refería yo exactamente. Como dice usted, señor Smallweed, aquí tenemos a Matthew Bagnet, que puede pasarlo mal, lo tenga o no. Bueno, pues mire usted, eso hace que su señora se preocupe mucho, y yo también, porque aunque soy una especie de vagabundo y un loco, más acostumbrado a las peleas que a las cuentas, él, en cambio, es un honrado padre de familia, ¿no entiende? Vamos, señor Smallweed —continúa diciendo el soldado, que va adquiriendo confianza a medida que avanza en su estilo militar de hacer negocios—, aunque usted y yo somos bastante buenos amigos en cierto sentido, comprendo perfectamente que no pueda usted perdonar totalmente su deuda a mi amigo Bagnet.

—Bueno, bueno, es usted demasiado modesto. Puede usted
pedirme
cualquier cosa, señor George. —Hoy, el Abuelo Smallweed parece tener el mismo sentido del humor que un ogro.

—Y usted puede negármela, ¿verdad? ¿O quizá no tanto usted como su amigo de la City, eh? ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja! —le hace eco el Abuelo Smallweed, con tal dureza y con unos ojos de un verde tan especial que la gravedad natural del señor Bagnet se ve muy aumentada por la contemplación del venerable caballero.

—¡Vamos! —dice el optimista de George—. Celebro ver que podemos bromear. Aquí está mi amigo Bagnet, y aquí estoy yo. Podemos arreglar el asunto sobre la marcha, señor Smallweed, si usted quiere, como de costumbre. Y tranquilizará usted mucho a mi amigo Bagnet, y también a su familia, si le menciona usted a él cuál es nuestro acuerdo.

En ese momento, un espectro chirriante grita en tono burlón: «¡Ay, Dios mío! ¡Ay!», salvo que en realidad se trate de la jovial Judy, a la que se ve en silencio cuando los visitantes, alarmados, miran a su alrededor, pero cuya barbilla acaba de agitarse con expresión de burla o de desprecio. El gesto del señor Bagnet se hace todavía más grave.

—Pero creo, señor George, que me ha preguntado usted —ahora el orador es el viejo Smallweed, que durante todo el tiempo ha tenido la pipa en la mano—, creo que me había preguntado usted lo que significaba la carta.

—Pues es verdad —replica el soldado con su aire distraído—, pero no siento gran curiosidad si todo está en orden y a gusto de todos.

El señor Smallweed se contiene deliberadamente en una tentativa de apuntar a la cabeza del soldado, tira la pipa al suelo y la rompe en pedazos.

—Eso es lo que significa, mi buen amigo. Voy a hacerle pedazos a usted. Voy a aplastarle. Voy a hacerle polvo. ¡Váyase al diablo!

Los dos amigos se levantan y se miran el uno al otro. La gravedad del señor Bagnet ha llegado ya a su punto más profundo.

—¡Váyase al diablo! —repite el viejo—. No estoy dispuesto a seguir soportando sus pipas y su arrogancia. ¿Cómo? ¡Que encima es usted un dragón de caballería y muy independiente! Vaya usted a ver a mi abogado (ya sabe dónde es; ya ha estado usted allí antes) a demostrar lo independiente que es, ¿quiere? Vamos, amigo mío, ésa es su oportunidad. Abre la puerta de la calle, Judy, ¡y echa a estos dos fanfarrones! Si no se van, pide ayuda. ¡Que se vayan!

Vocifera de tal modo, que el señor Bagnet pone las manos en los hombros de su camarada antes de que éste pueda recuperarse de su asombro y lo hace salir por la puerta de la calle, que la triunfal Judy cierra inmediatamente de un portazo. El señor George, absolutamente estupefacto, se queda un momento contemplando el aldabón. El señor Bagnet, sumido en un profundo abismo de gravedad, se pasea arriba y abajo ante la ventanita de la sala, como un centinela, y la mira cada vez que pasa; aparentemente, rumiando algo mentalmente.

—¡Vamos, Mat! —dice el señor George cuando se recupera—. Tenemos que ir a ver al abogado. ¿Qué te parece este sinvergüenza?

El señor Bagnet se detiene a echar una mirada de despedida hacia la sala y replica con un movimiento de cabeza dirigido hacia el interior:

—Si hubiera estado aquí mi viejita, ¡ya le hubiera dicho yo! —Y tras descargarse así del tema de sus cogitaciones, se pone al paso del soldado y sale en marcha con éste, hombro con hombro.

Cuando se presentan en Lincoln’s Inn Fields, el señor Tulkinghorn está ocupado y no puede recibirlos. No quiere en absoluto recibirlos, pues cuando llevan toda una hora esperando, y el pasante aprovecha la oportunidad de mencionarlo al oír que suena su campanilla, no vuelve con palabras más alentadoras sino las de que el señor Tulkinghorn no tiene nada que decirles, y que más les vale no esperar. Pero siguen esperando, con la perseverancia de la táctica militar, y por fin vuelve a sonar la campanilla y sale del despacho del señor Tulkinghorn la cliente que estaba en posesión de él.

La cliente es una anciana de buen aspecto; nada menos que la señora Rouncewell, ama de llaves de Chesney Wold. Sale del santuario con una reverencia anticuada, y cierra suavemente la puerta. La tratan con cierta deferencia, pues el pasante sale de su reclinatorio para acompañarla a la oficina externa y abrirle la puerta. La anciana le está dando las gracias por su atención cuando observa a los camaradas que esperan.

—Perdóneme, señor mío, pero ¿esos caballeros son militares?

El pasante les transmite la pregunta con una mirada, y como el señor George no se aparta de su contemplación del almanaque que hay encima de la chimenea, el señor Bagnet se ocupa de responder:

—Sí, señora. Lo hemos sido.

—Me lo parecía. Estaba segura. Caballeros, el ver a hombres como ustedes me reanima el corazón. Siempre me ocurre cuando los veo. ¡Dios los bendiga, señores! Perdonen a una vieja, pero es que un hijo mío se metió a soldado. Era un muchacho muy guapo, y muy bueno, a su aire, un tanto atrevido, aunque había quienes le hablaban mal de él a su pobre madre. Perdóneme por molestarle, caballero. ¡Que Dios les bendiga, señores!

—Igualmente, señora —le responde el señor Bagnet con toda sinceridad.

El tono de voz de la anciana tiene algo de conmovedor, así como el temblor que le recorre todo el cuerpo. Pero el señor George está tan ocupado con el almanaque que hay encima de la chimenea (quizá está calculando qué mes es el siguiente), que no vuelve la vista hasta que se ha ido ella y se ha cerrado la puerta.

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