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Authors: Miguel Otero Silva

Tags: #Narrativa Latinoamericana

Casas muertas (9 page)

BOOK: Casas muertas
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—Los tiran a dormir en el suelo, les remachan grilletes en los pies, los sacan a trabajar desde la madrugada, les caen a latigazos si intentan descansar, los matan de hambre, les pega el paludismo, los revienta el sol —enumeraba Panchito implacablemente.

Y Martica se enjugaba las lágrimas en el extremo de la manga, como ayer, cuando él encontró una calavera en las bóvedas del viejo cementerio.

—Deben haberse puesto feas las cosas en Caracas cuando mandan los estudiantes a morirse en Palenque —opinaba Pericote en la bodega de Epifanio.

—Mejor es que no te pongas a hablar pendejadas —le aconsejaba el bodeguero—. Si así tratan a los estudiantes, ¿qué quedará para nosotros?

Y los dos se quedaron mirando en silencio el vuelo de una mosca gorda y verdosa que llegó atraída por el vaho de las sardinas rancias.

—¿Qué estarán creyendo esos cagaleches? —denostaba el coronel Cubillos en la Jefatura, con el secretario y los dos policías como auditorio—. ¿Qué van a tumbar al general Gómez con papelitos? En la carretera van a saber cómo se bate el cobre.

—Sí, coronel —musitaba rastreramente el secretario.

—Fusilarlos es lo que ha debido hacer el general Gómez para que se acabara la guachafita. Los pone en la Universidad, les paga los estudios y ahora le salen con protestas. ¡Son unos malagradecidos!

—Sí, coronel —volvía a decir el secretario.

Pero el coronel se dirigía ahora a uno de los policías:

—¿Usted se fijó, Juan de Dios, en el Sebastiancito ese de Parapara? Hablando bajito con los presos y con cara de arrecho, como si no le gustara que se los llevaran. Ése como que no sabe quién es el coronel Cubillos. Si me vuelve a jurungar, le pego un mecate y lo mando amarrado a Palenque para que aprenda a respetar. Como dos y dos son cuatro.

—Sí, coronel —repetía el secretario.

21

En el autobús amarillento que corría desalado por los Llanos no se hablaba de la propia desventura sino de la ya consumada desventura de Ortiz y su gente. No bien se perdieron en el polvo las últimas ruinas, uno de los estudiantes, el regordete de los grandes anteojos exclamó:

—¡Qué espanto de pueblo! Está habitado por fantasmas.

Y el del sincero rostro redondo:

—¿Y las casas? Me duelen las casas. Parece una ciudad saqueada por una horda.

Y el mulato corpulento, estudiante de medicina:

—Una horda de anofeles. El paludismo la destruyó.

Y el de la nariz respingada y ojos burlones:

—¡Pobre gente! Y se les nota que son buenos.

Y el que llevaba el sombrero de Sebastián:

—La gente siempre es buena en esta tierra. Los malos no son gente.

Callaron un rato porque Varela los miró torcidamente después de esta frase. El autobús atravesaba un brazo de sabana amarilla, agrietada y áspera. Era un paisaje arañado por un árbol espinoso y polvoriento, ensombrecido por el esqueleto de una vaca, aún con piltrafas de cuero entre las costillas.

El de la cerrada barba dijo mucho después:

—¿Y los niños de aquel pueblo? Tienen el color de la tierra que se comen.

Y el retaco de la voz detonante:

—Son saquitos de anquilostomos.

Y el de las patillas de prócer:

—Crecen descalzos con los pies llenos de niguas.

Y el del perfil autoritario:

—¡Malditos sean los culpables!

Varela volvió a mirarlos torvamente y callaron de nuevo. El autobús cruzaba el lecho seco de un río, daba bandazos entre los peñascos, se arrastraba con dificultades por el suelo arenoso. Una paloma montaraz machacaba su acento melancólico entre las enjutas palmeras de la orilla.

El de pobladas cejas hirsutas dijo luego:

—¡Qué hermosas fueron vivas aquellas casas muertas!

Y el de los ojos inquietos bajo los lentes doctorales:

—Fueron hechas con un sólido y sobrio sentido de la arquitectura.

Y el de los tranquilos ojos azules:

—Una casa sin puertas y sin techo es más conmovedora que un cadáver.

Y el mestizo de bigotes mustios y gestos apacibles:

—Será necesario levantarlas de nuevo.

Pasaron un pequeño caserío y después El Sombrero, otra ciudad polvorienta. A la puerta de una choza taciturna ladró un perro cobrizo y esquelético. Desde la orilla del camino los vio pasar un jinete macilento sobre un caballo desvencijado. Comenzaba a caer la tarde pesadamente en un cielo cremoso, desagradable. Los presos dormitaban fatigados.

El de la negra mirada incisiva dijo súbitamente:

—Yo no vi las casas, ni vi las ruinas. Yo solo vi las llagas de los hombres.

Y el de la pálida frente cavilosa:

—Se están derrumbando como las casas, como el país en que nacimos.

Y el de la aguda nariz hebraica:

—«Plurima mortis imago».

Varela se sacudió, enardecido por el latinazo que estaba muy lejos de su entendimiento.

—¡A callarse! —gritó con voz destemplada.

Callaron esta vez largo trecho. La velocidad del autobús había disminuido considerablemente. Ahora iban, en lento rodar silencioso, al encuentro de la noche. A ras del horizonte parpadeaban las primeras luces del presidio.

Capítulo VIII

E
L COMPADRE
F
ELICIANO

22

L
AS HUELLAS
del autobús amarillento se borraron primero en el polvo de las sabanas y luego en el lecho arenoso de los ríos sin agua, pero no en el corazón de Sebastián. Cuando dijo «Hay que hacer algo» en el patio de las Villena, no lo dijo por decir, sino porque lo escuchaba como mandato imperioso de su condición humana. Tratando de desentrañar una expresión concreta de ese «algo» en el aroma del mastranto, en el grito de los alcaravanes, en el espejo sucio de las charcas, iba de Parapara a Ortiz, de Ortiz a Parapara, a ver a Carmen Rosa, de ver a Carmen Rosa, por las mismas trochas de antaño pero sacudido por un ímpetu nuevo y avasallador.

Carmen Rosa lo oía hablar de cosas que nunca le preocuparon en el pasado, de cuya existencia no se había percatado él cabalmente hasta el instante en que se detuvo un autobús de presos frente a la bodega de Epifanio:

—No es posible soportar más. A este país se lo han cogido cuatro bárbaros, veinte bárbaros, a punta de lanza y látigo. Se necesita no ser hombre, estar castrado como los bueyes, para quedarse callado, resignado y conforme, como si uno estuviera de acuerdo, como si uno fuera cómplice.

Y otro domingo:

—Los estudiantes dejaron sus casas y sus libros y sus novias, para hundirse en los calabozos de la Rotunda y del Castillo, para que los mataran de un tiro, para que los mandaran a morirse en Palenque. Sería un crimen dejarlos solos.

Y al domingo siguiente:

—Los que mandan son cuatro, veinte, cien, diez mil. Pero los otros, los que soportamos los planazos y bajamos la cabeza, somos tres millones. Yo sí creo que se puede hacer algo. Yo no soy un iluso, ni un poeta de pueblo, sino un llanero que se gana la vida con sus manos, que ha criado becerros, que ha domado caballos. Y sé que se puede hacer algo.

A Carmen Rosa le preocupaba hondamente ese estado de ánimo de Sebastián, pero se limitaba a escucharlo emocionada y un poco triste. ¿Qué podía hacer Sebastián solo, desarmado, habitante de una región palúdica y sin gente, contra la implacable, todopoderosa, aniquiladora maquinaria del gobierno? Era como si una brizna de paja pretendiese detener la marcha de un tractor, o como si una mariposa amarilla, de esas del Llano, intentara atajar con sus alas el empuje del viento. Pero de nada valía exponer tales razones a Sebastián. Carmen Rosa había llegado a conocerlo y sabía que cuando adoptaba una resolución y esa resolución le echaba raíces en la mirada terca, ya nada ni nadie podían torcer el camino que iba a tomar.

Un lunes no enrumbó el caballo hacia Parapara sino por la ruta de El Sombrero, a comprar dos vacas, dijo. Pero al regreso no mencionó las dos vacas. Carmen Rosa adivinó en el brillo de los ojos que algo trascendental le había ocurrido. Sebastián se lo contó al atardecer, a la sombra del cotoperí:

—Hay un complot para asaltar la China y librar a los estudiantes. Ya están comprometidos varios soldados y caporales de la guarnición del presidio. Y en El Sombrero hay treinta hombres armados dispuestos a secundarlos. Mi compadre Feliciano es uno de ellos. Cuando yo le hablé de mi resolución de hacer algo, cuando le dije lo que te he dicho a ti tantas veces, me lo contó todo.

—Y después que tomen el presidio y pongan en libertad a los estudiantes, ¿qué van a hacer? El gobierno mandará un ejército de miles de hombres para aplastarlos...

—Todo está previsto —interrumpió Sebastián con vehemencia—. Después que se tome el presidio, los estudiantes, los treinta hombres de El Sombrero, los soldados de la guarnición y los presos comunes que quieran acompañarlos, formarán un contingente para unirse a Arévalo Cedeño que anda alzado por los Llanos.

—¿Y cómo encuentran a Arévalo?

—Buscándolo, mi amor, buscándolo. Y si no lo encuentran, tomarán el camino de Apure para llegar hasta Colombia con los estudiantes sanos y salvos.

—¿Y tu compadre Feliciano está metido en ese asunto?

—Mi compadre Feliciano y yo también. Hay que hacer algo, Carmen Rosa.

Ya lo presentía la muchacha desde las primeras palabras, desde la mañana cuando vislumbró un resplandor extraño en los ojos de Sebastián. Se había comprometido, en efecto, con los conspiradores. El asalto había de producirse cuatro o cinco semanas después. Sebastián volvería a El Sombrero al aproximarse la fecha y se incorporaría a los treinta hombres que había mencionado el compadre Feliciano.

Expusieron parte del plan al señor Cartaya y a la señorita Berenice. Se podía confiar en ellos ilimitadamente. Sin embargo, Sebastián omitió lo del complot para librar a los estudiantes y se limitó a decirles que las guerrillas de Arévalo andaban por los Llanos y que él había decidido salir en su busca para sumarse a la montonera. Desde hacía tiempo constituían los cuatro tácitamente un pequeño comité revolucionario que comentaba con esperanzado entusiasmo las noticias aisladas que hasta Ortiz llegaban atravesando sabanas pardas y linfas cerdosas: «El general Gabaldón se alzó en Santo Cristo»; «Norberto Borges respondió en los Valles del Tuy»; «Los desterrados venezolanos tomaron a Curazao e invadieron por Coro»; «Se espera una expedición en grande, con barco y todo, que viene de Europa». El señor Cartaya había mantenido durante largo tiempo correspondencia en tinta simpática con el doctor Vargas, orticeño, revolucionario y bragado, cuando éste se hallaba en el destierro.

La señorita Berenice, no obstante su total adhesión a la insurgencia cívica de los estudiantes de Caracas, no obstante su indignada congoja por saberlos presos y engrillados, se mostraba en desacuerdo absoluto con esos alzamientos armados y mucho más aún con el proyecto de Sebastián.

—La guerra civil —gemía con un horror casi supersticioso— es la causa de todos nuestros males. Si Ortiz está en escombros, si la gente ha huido, si la gente se ha muerto, todo pasó por culpa de las guerras civiles. Dicen que fue el paludismo, que fue el hambre, que fue la ruina de la agricultura y de la ganadería. Pero, ¿quién trajo el hambre? ¿quién trajo el paludismo? ¿quién arrasó los conucos? ¿quién acabó con el ganado?

Y se respondía ella misma:

—La guerra civil. Aquí había mosquitos siempre y nos picaban siempre sin que nos diera paludismo. Pero los soldados jipatos que venían en campaña desde el Llano se paraban en Ortiz. Y se paraban en Ortiz los que iban a perseguir las revoluciones de Oriente y los que venían de Oriente en revolución. Ésas fueron las sangres que envenenaron a nuestros mosquitos, que nos trajeron la perniciosa y la muerte.

Era difícil interrumpirla entonces:

—Las guerras civiles reclutaron a nuestros hombres jóvenes, pisotearon y arrancaron nuestras maticas de maíz y frijoles, mataron nuestras vacas y nuestros becerros y nos dejaron el paludismo para que acabara con lo poquito que quedaba en pie.

El señor Cartaya esperó pacientemente en aquella ocasión el final del discurso y luego arremetió en defensa de la insurrección:

—Berenice (era la única persona en el pueblo que la llamaba Berenice a secas), Berenice, yo no soy partidario de la guerra civil como sistema, pero en el momento presente Venezuela no tiene otra salida sino echar plomo. El civilismo de los estudiantes terminó en la cárcel. Los hombres dignos que han osado escribir, protestar, pensar, también están en la cárcel, o en el destierro, o en el cementerio. Se tortura, se roba, se mata, se exprime hasta la última gota de sangre del país. Eso es peor que la guerra civil. Y es también una guerra civil en la cual uno solo pega, mientras el otro, que somos casi todos los venezolanos, recibe los golpes.

Pero no se rindió fácilmente la señorita Berenice. Volvió a insistir una y otra vez acerca de las calamidades que las guerras civiles acarreaban, acerca de la estéril consumación de aquellos sacrificios.

—Y ahora se van a llevar al novio de Carmen Rosa —concluyó desolada.

—A mí no me lleva nadie, señorita Berenice. Yo voy por mi cuenta —dijo Sebastián.

Finalizada la reunión del comité en la casa de las Villena, Sebastián acompañó a la señorita Berenice hasta la puerta de la escuela. Desde el umbral le preguntó la maestra:

—¿Entonces usted está resuelto a irse con Arévalo de todos modos?

—Así lo pienso —respondió Sebastián con firmeza.

La señorita Berenice lo dejó solo un instante y regresó con un pesado paquete cuidadosamente envuelto. Al abrirlo más tarde, a la luz de la lámpara de carburo del señor Cartaya, Sebastián encontró un revólver. Era un Smith y Wesson anticuado, de cacha nacarada y largo cañón, cargado con seis desmesuradas balas negruzcas.

¿De dónde diablos sacaría la señorita Berenice, toda blanca y serena como una bandera de paz, aquel anacrónico, imponente, espantoso revólver?

23

En cuanto a Carmen Rosa, permanecía en una resignada, silenciosa actitud frente a la decisión de Sebastián. Si él se iba, rumbo a un oscuro destino del cual bien podía no regresar, que no se fuera al menos con la espina de suponerla en desacuerdo.

Por otra parte, sucedió algo que la hizo meditar. Ortiz derrumbada seguía siendo hito forzoso en el camino de los Llanos. La carretera atravesaba su antigua calle real, enfrentándose a un decorado de escombros y hombres llagados. Los viajeros que la cruzaban por vez primera miraban hacía las ruinas con asombro, a veces con espanto, sobrecogidos bajo la sensación de desembocar inopinadamente en un mundo fantasmagórico.

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