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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Cinco semanas en globo (30 page)

BOOK: Cinco semanas en globo
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—Era un valiente explorador —dijo el cazador—. ¿Y qué fue de él?

—Murió a los treinta y nueve años, de resultas de sus fatigas. En Inglaterra se le habrían tributado los mayores honores; pero en Francia se creyó haber hecho bastante adjudicándole en 1828 el premio de la Sociedad Geográfica. Y mientras él realizaba tan maravilloso viaje, un inglés concebía la misma empresa y la intentaba con igual valor, aunque con menos fortuna. Se trata del capitán Clapperton, el compañero de Denham. En 1829 entró en África por la costa oeste en el golfo de Benin, siguió las huellas de Mungo-Park y de Laing, encontró en Bussa los documentos relativos a la muerte del primero y llegó el 20 de agosto a Sakatu, donde, tras haber sido apresado, exhaló el último suspiro entre los brazos de su fiel criado Richard Lander.

—¿Y qué fue de ese tal Lander? —preguntó Joe con mucho interés.

—Consiguió llegar a la costa y regresar a Londres con los papeles del capitán y una relación exacta de su propio viaje. Entonces ofreció sus servicios al Gobierno para completar el reconocimiento del Níger; incorporo a su empresa a su hermano John, segundo hijo de una humilde familia de Cornualles, y de 1829 a 1831 ambos bajaron por el río desde Bussa hasta su desembocadura, describiendo el camino milla a milla y aldea por aldea.

—Entonces, ¿esos dos hermanos se libraron de la suerte común? —preguntó Kennedy.

—Sí, al menos en aquella exploración; pero en 1833 Richard emprendió un tercer viaje al Níger y murió de un balazo junto a la desembocadura del río. Ya veis, pues, amigos míos, que el país que atravesamos ha sido testigo de nobles sacrificios que con harta frecuencia no han tenido más recompensa que la muerte.

CAPITULO XXXIX

El doctor Fergusson quiso matar el tiempo en aquel pesado día dando a sus compañeros mil detalles acerca de la comarca que atravesaban. El terreno, bastante llano, no presentaba ningún obstáculo para su marcha. La única preocupación del doctor era el maldito viento del noroeste, que soplaba furiosamente y le alejaba de la latitud de Tombuctú.

El Níger, después de haber subido hasta esta ciudad por la parte norte, crece hasta convertirse en un inmenso chorro de agua y desemboca en el océano Atlántico formando un ancho delta. En aquel recodo el país es muy variado, distinguiéndose tan pronto por una exuberante fertilidad como por una aridez extrema. Llanuras incultas suceden a campos de maíz, que son luego reemplazados por dilatados terrenos cubiertos de retama. Todas las especies de aves acuáticas, el pelícano, la cerceta, el martín pescador, habitan las orillas de los torrentes y los márgenes de los pantanos, formando numerosas bandadas.

De vez en cuando aparecía un campamento de tuaregs, refugiados bajo sus tiendas de cuero, en tanto que las mujeres se dedicaban a las faenas exteriores, ordeñando los camellos, con sus pipas encendidas en la boca.

Hacia las ocho de la tarde, el Victoria había avanzado más de doscientas millas en dirección oeste, y los viajeros fueron entonces testigos de un magnífico espectáculo.

Algunos rayos de luna, abriéndose paso por una hendidura de las nubes y deslizándose entre las gotas de lluvia, bañaban las cordilleras del Hombori. Nada más extraño que aquellas crestas de apariencia basáltica que se perfilaban formando fantásticas siluetas en el sombrío cielo. Parecían las ruinas legendarias de una inmensa ciudad de la Edad Media y recordaban los bancos de hielo de los mares glaciales, tal como en las noches oscuras se presentan a la mirada atónita.

—He aquí una ciudad de Los Misterios de Udolfo —dijo el doctor—; Ann Radcllff no hubiera acertado a describir estas montañas con un aspecto más imponente.

—No me gustaría —respondió Joe— pasear solo durante la noche por este país de fantasmas. Si no pesase tanto, me llevaría todo este paisaje a Escocia. Quedaría muy bien en las márgenes del lago Lomond y atraería a muchos turistas.

—Nuestro globo no es lo bastante grande para satisfacer tu capricho. Pero, me parece que nuestra dirección varía. ¡Bueno! Los duendes de estos lugares son muy amables; nos envían un vientecillo del sureste que nos pondrá de nuevo en el buen camino.

En efecto, el Victoria se dirigía más al norte, y el día 20 por la mañana pasaba por encima de una inextricable red de canales, torrentes y ríos, que constituían la encrucijada completa de los afluentes del Níger. Algunos de aquellos canales, cubiertos de una hierba espesa, parecían feraces praderas. Allí encontró el doctor la ruta de Barth, cuando éste embarcó para bajar por el río hasta Tombuctú. El Níger, de unas ochocientas toesas de ancho, corría allí entre dos orillas cubiertas de crucíferas y tamarindos. Grupos de gacelas triscadoras confundían sus retorcidos cuernos con las altas hierbas, desde las cuales el caimán las acechaba silencioso.

Largas recuas de asnos y camellos, cargados de mercancías de Yenné, se adentraban en las frondosas arboledas; al poco, en una revuelta del río apareció un anfiteatro de casas bajas, en cuyas azoteas y techos estaba acumulado todo el heno recogido en las comarcas circundantes.

—He aquí Kabar —exclamó el doctor con alegría—. Es el puerto de Tombuctú; la ciudad se encuentra apenas a cinco millas de aquí.

—¿Está, pues, satisfecho, señor? —preguntó Joe.

—Encantado, muchacho.

—Bueno, la cosa marcha.

En efecto, dos horas después la reina del desierto, la misteriosa Tombuctú, que tuvo, como Atenas y Roma, sus escuelas de sabios y sus cátedras de filosofía, se desplegó bajo las miradas de los viajeros.

Fergusson seguía los menores detalles en el plano trazado por el propio Barth, y reconoció su gran exactitud. La ciudad forma un enorme triángulo en una inmensa llanura de arena blanca. La punta se dirige hacia el norte y penetra en un extremo del desierto. ¡En los alrededores, nada! Algunas gramíneas, algunas mimosas enanas, algunos arbustos casi secos.

El aspecto de Tombuctú, a vista de pájaro, es el de un amontonamiento de bolos y de dados. Las calles, bastante estrechas, están bordeadas de casas de una sola planta, edificadas con ladrillos cocidos al sol, y de chozas de paja y cañas, cónicas o cuadradas. En las azoteas se ven indolentemente tendidos a algunos habitantes, vestidos con sus ropajes de colores chillones y con la lanza o el mosquete en la mano. A aquellas horas no aparece ni una mujer.

—Pero se dice que las mujeres son bellas —añadió el doctor—. Mirad los tres minaretes de las tres mezquitas, únicas que quedan de las muchas que había. La ciudad ha perdido su antiguo esplendor. En el vértice del triángulo se alza la mezquita de Sankoro, con sus hileras de galerías sostenidas por arcos de un diseño bastante puro. Más lejos, junto al cuartel de Sane-Gungu, se ve la mezquita de Sid-Yahia y algunas casas de dos pisos. No busquéis ni palacios ni monumentos. El jeque es un simple traficante, y su morada real, un lugar de comercio.

—Me parece ver murallas medio derribadas —dijo Kennedy.

—Fueron destruidas por los fuhlahs en 1826, entonces la ciudad era una tercera parte mayor, pues Tombuctú, objeto de codicia general desde el siglo XI ha pertenecido sucesivamente a los tuaregs, los kaurayanos, los marroquíes y los fellatahs. Pero este gran centro de civilización, en que un sabio como Ahmed-Baba poseía en el siglo XVI una biblioteca de mil seiscientos manuscritos, no es hoy más que un almacén de comercio de África central.

La ciudad, en efecto, parecía sumida en una gran incuria. Acusaba la desidia epidémica de las ciudades condenadas a desaparecer. Enormes cantidades de escombros se amontonaban en los arrabales y formaban, con la colina del mercado, los únicos accidentes del terreno.

Al pasar el Victoria se produjo cierto revuelo e incluso se oyó toque de tambores, pero el último sabio de la localidad apenas tuvo tiempo de observar aquel nuevo fenómeno. Los viajeros, empujados por el viento del desierto, volvieron a seguir el curso sinuoso del río, y muy pronto Tombuctú no fue más que uno de los fugaces recuerdos del viaje.

—Y ahora —dijo el doctor—, que el Cielo nos conduzca a donde le plazca.

—¡Con tal de que sea al oeste! —replicó Kennedy.

—¡Bah! —exclamó Joe—. No me asustaría aunque se tratase de volver a Zanzíbar por el mismo camino o de atravesar el océano hasta América.

—No podríamos, Joe.

—¿Qué nos falta para ello?

—Gas, Joe. La fuerza ascensional del globo disminuye sensiblemente, y tendremos que llevar mucho cuidado para conseguir que nos lleve hasta la costa. Voy a verme obligado a echar lastre. Pesamos demasiado.

—He aquí las consecuencias de no hacer nada, señor. Tendidos todo el día como unos haraganes, engordamos excesivamente y así no hay globo que pueda sostenernos. A la vuelta de nuestro viaje, que es un viaje de perezosos, nos encontrarán horriblemente obesos.

—Tus reflexiones, Joe, son dignas de ti —respondió el cazador—. Pero espera hasta el final. ¿Sabes acaso lo que el Cielo nos reserva? Estamos aún lejos del término de nuestro viaje. ¿A qué parte de la costa de África crees que llegaremos, Samuel?

—No puedo decírtelo, Dick; estamos a merced de vientos muy variables. Pero, en fin, me daré por muy dichoso si llego entre Sierra Leona y Portendick, donde hay cierta extensión de tierra donde encontraremos amigos.

—Y tendremos mucho gusto en estrecharles la mano. Pero ¿seguimos al menos el rumbo apetecido?

—No enteramente, Dick; mira la brújula y verás que nos dirigimos al sur y remontamos el Níger hacia sus fuentes.

—¡Buena ocasión para descubrirlas —respondió Joe—, si no estuviesen ya descubiertas! Pero ¿no podríamos encontrar otras?

—No, Joe. Pero, tranquilízate; espero no llegar hasta allí.

A la caída de la tarde, el doctor echó los últimos sacos de lastre. El Victoria se elevó, pero el soplete, aunque funcionaba con toda la llama, apenas podía mantenerlo. Se hallaba entonces sesenta millas al sur de Tombuctú, y al día siguiente los viajeros amanecieron sobre las orillas del Níger, no lejos del lago Debo.

CAPITULO XL

En aquel sitio el lecho del río estaba dividido por grandes islotes en estrechos brazos de una corriente muy rápida. En uno de aquéllos se alzaban algunas chozas de pastores, pero la velocidad del Victoria, que iba en progresivo aumento, no permitió realizar un examen exhaustivo. Desgraciadamente el globo se inclinaba todavía más hacia el sur, y en unos instantes cruzó el lago Debo.

Fergusson buscó a diferentes alturas, forzando extraordinariamente su dilatación, otras corrientes atmosféricas, pero infructuosamente, por lo que pronto abandonó una maniobra que aumentaba la pérdida de gas, comprimiéndolo contra las fatigadas paredes del aeróstato.

Estaba muy inquieto, pero no manifestó su zozobra a sus compañeros. La obstinación con que el viento lo empujaba hacia la parte meridional de África desbarataba sus cálculos. No sabía a que recurrir para salir de apuros. Si no llegaba a territorio inglés o francés, ¿qué sería de él y de sus compañeros entre los bárbaros que infestaban las costas de Guinea? ¿Cómo aguardarían en ellas un buque para regresar a Inglaterra? Y la dirección actual del viento los lanzaba al reino de Dahomey, una de las tribus más salvajes, a merced de un rey que en las fiestas públicas sacrificaba millares de víctimas humanas. Allí su perdición era irremisible.

Por otra parte, el globo perdía gas visiblemente, y el doctor veía acercarse el momento en que sería de todo punto inservible. Sin embargo, viendo que el tiempo se despejaba un poco, abrigaba la esperanza de que después de la lluvia sobrevendría alguna variación en las corrientes atmosféricas.

Pero volvió a tomar conciencia de su crítica situación al oír la siguiente exclamación de Joe:

—¡Frescos estamos! Va a arreciar la lluvia, y ahora diluviará, a juzgar por el nubarrón que se acerca a pasos agigantados.

—¡Otro nubarrón! —dijo Fergusson.

—¡Y no pequeño! —repuso Kennedy.

—Como no he visto otro —comentó Joe.

—¡Qué alivio! —dijo el doctor, dejando el anteojo—. No es un nubarrón.

—¿Cómo que no? —exclamó Joe.

—¡No! ¡Es una nube!

—Pues eso es lo que decimos.

—Pero una nube de langostas.

—¡De langostas!

—Como lo oyes. Millones de langostas pasarán sobre estas tierras como una tromba, y desgraciada será la comarca que sirva de teatro a sus devastaciones.

—Quisiera ver eso.

—Lo vas a ver, Joe —dijo el doctor—. Dentro de diez minutos, esa nube nos alcanzará y juzgarás por ti mismo.

Fergusson no mentía. Aquella nube espesa, opaca, de varias millas de extensión, llegaba con un ruido atronador, proyectando en la tierra su inmensa sombra. Era una innumerable legión de esas langostas a las que se da el nombre de caballejos. A cien pasos del Victoria, se precipitaron sobre un territorio alfombrado de verdor; un cuarto de hora después, la masa reemprendía el vuelo y los viajeros aún podían distinguir de lejos los árboles desprovistos de hojas y las praderas convertidas en rastrojos. Hubiérase dicho que un repentino invierno había sumido la campiña en la esterilidad más completa.

—¿Qué te ha parecido, Joe?

—Una cosa muy curiosa, señor, pero muy natural. Lo que haría en pequeño una langosta, lo hacen en grande millones de ellas.

—¡Espantosa lluvia! —exclamó el cazador—. ¡Y más devastadora que el granizo!

—Y de la cual no es posible preservarse —respondió Fergusson—. Alguna vez, los campesinos han tenido la idea de incendiar los bosques y hasta las mieses para detener el vuelo de tan voraces insectos; pero las primeras filas, precipitándose sobre las llamas, las apagaban bajo su enorme mole, y el resto de la columna pasaba inexorablemente. Por suerte, en estas comarcas se encuentra cierta compensación de sus estragos, pues los indígenas recogen un número inmenso de langostas, que son para ellos un bocado delicado y exquisito.

—Son los cangrejos del aire —dijo Joe—, y siento no haberlos podido probar, pues me gusta instruirme.

Al anochecer, los viajeros llegaron a comarcas más pantanosas. Sucedieron a los bosques grupos de árboles aislados, y en las márgenes del río se distinguían algunas plantaciones de tabaco y terrenos anegados cubiertos de forraje. En una extensa isla apareció entonces la ciudad de Yenné, con las dos torres de su mezquita de tierra y el olor infecto que emana de millones de nidos de golondrinas acumulados en sus paredes. Algunas copas de baobabs, mimosas y palmeras descollaban entre las casas; incluso durante la noche, la actividad de la población parecía muy grande. Yenné es, en efecto, una ciudad muy comercial, y abastece casi exclusivamente a Tombuctú, a donde llegan, con los diversos productos de su industria, sus barcas por el río y sus caravanas por caminos sombreados.

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