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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

Codigo negro (Identidad desconocida) (45 page)

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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—Soy demasiado vieja para ti. Por favor, baja la voz.

—Viejas son mi madre y mi tía. La viuda sorda que vive en la casa de al lado es vieja.

Me di cuenta de que no tenía la menor idea de dónde vivía Talley. Ni siquiera tenía el número de teléfono de su casa.

—Vieja es la forma en que actúas cuando eres arrogante, condescendiente y cobarde —aseguró y levantó su copa hacia mí.

—¿Cobarde? Me han llamado muchas cosas, pero nunca cobarde.

—Eres una cobarde emocional. —Bebió como si tratara de apagar un incendio—. Por eso estabas con él. Él era tu seguridad. No me importa todo lo que dices sobre que lo amabas. Él era tu seguridad.

—No hables de lo que no sabes —le advertí y empecé a temblar.

—Porque tienes miedo. Has tenido miedo desde que tu padre murió, desde que te sentiste diferente de todos los demás porque eres diferente, y ése es el precio que las personas como nosotros debemos pagar. Somos especiales. Estamos solos y rara vez pensamos que es porque somos especiales. Sólo pensamos que hay algo malo en nosotros.

Puse la servilleta sobre la mesa y empujé mi silla hacia atrás.

—Ése es el problema con los imbéciles como tú que se dedican a apropiarse de los secretos, los tesoros, las tragedias y los éxtasis de alguien como si les pertenecieran —recité con voz baja y calma—. Yo al menos tengo una vida. No vivo como un voyeur a través de personas que no conozco y tampoco soy una espía.

—Yo no soy un espía —se defendió él—. Era mi trabajo averiguar todo lo posible sobre ti.

—Y debo decir que hiciste tu trabajo extraordinariamente bien —dije, furiosa—. Sobre todo esta tarde.

—Por favor, no te vayas —me pidió en voz baja y extendió un brazo sobre la mesa para tomarme la mano.

La aparté. Salí del restaurante mientras otros comensales me miraban. Alguien rió e hizo un comentario que entendí sin que nadie me lo tradujera. Era obvio que ese apuesto hombre joven y su amiga de más edad mantenían una pelea de enamorados. O quizás él era su gigoló.

Eran casi las nueve y media y yo caminaba con actitud resuelta hacia el hotel mientras parecía que todas las demás personas de la ciudad salían a divertirse. Una agente de policía con guantes blancos dirigía el tránsito mientras yo aguardaba, junto con una multitud, poder cruzar el Boulevard des Capucines. En el aire flotaban voces y la luz fría de la luna. El aroma a crêpes, buñuelos y castañas que se asaban en pequeña parrillas me hizo sentir abatida y mareada.

Apuré el paso como una fugitiva que trata de que no la apresen y, sin embargo, me demoré en las esquinas porque en el fondo deseaba que me pescaran. Talley no corrió tras de mí. Cuando llegué al hotel, sin aliento y trastornada, no pude soportar la sola idea de ver a Marino o regresar a mi habitación.

Tomé un taxi porque había una cosa más que debía hacer. La haría sola y por la noche porque me sentía temeraria y desesperada.

—¿Sí? —dijo el chofer y giró la cabeza para mirarme—. ¿Madame?

Sentí que partes de mí habían sido cambiadas de lugar y no sabía dónde ponerlas porque no recordaba dónde estaban antes.

—¿Habla usted inglés? —le pregunté.

—Sí.

—¿Conoce bien la ciudad? ¿Podría decirme qué es lo que voy viendo?

—¿Viendo? ¿Se refiere ahora?

—Sí, mientras avanzamos —dije.

—¿Acaso soy un guía turístico? —Sus palabras le parecieron muy graciosas—. No, pero vivo aquí. ¿Adonde desea ir?

—¿Sabe dónde está la morgue? ¿Sobre el Sena, cerca de la Gare de Lyon?

—¿Quiere ir allí? —Volvió a girar la cabeza y frunció el entrecejo mientras aguardaba el momento de insertarse en el tráfico.

—Voy a querer ir allí. Pero primero quiero ir a la Île Saint-Louis —respondí, mientras con la vista buscaba a Talley y esa esperanza se volvía tan sombría como la calle.

—¿Qué? —El chofer se echó a reír como si yo fuera una chiflada total—. ¿Usted quiere ir a la morgue y a la Île Saint-Louis? ¿Qué relación existe entre esos dos lugares? ¿Algún rico se murió?

Yo comenzaba a fastidiarme con ese tipo.

—Por favor —le pedí—. Lléveme.

—De acuerdo, si eso es lo que quiere.

Sobre el empedrado, los neumáticos sonaban como timbales y la luz de los faroles sobre el Sena parecía un cardumen de peces plateados. Froté la niebla de mi ventanilla y la abrí lo suficiente para poder ver mejor cuando cruzamos el Pont Louis-Philippe y entramos en la isla. Enseguida reconocí las casas del siglo XVII que antes habían sido las residencias privadas de la nobleza. Yo había estado allí con Benton.

Habíamos caminado por esas calles empedradas angostas y curioseado las placas históricas que había sobre algunas de las paredes y que contaban quién había vivido allí antes. Nos habíamos detenido en los cafés a la calle y, en el camino, habíamos comprado helados en Berthillon. Le pedí al chofer que diera un rodeo por la isla.

Tenía un aspecto sólido con hermosas casas con frentes de piedra caliza deteriorada por el tiempo, y balcones de hierro forjado negro. Las ventanas se encontraban iluminadas y a través de ellas alcancé a ver fugazmente techos con vigas, bibliotecas y cuadros costosos, pero ninguna persona. Era como si las personas elitistas que vivían allí fueran invisibles para el resto de nosotros.

—¿Ha oído hablar de la familia Chandonne? —le pregunté al chofer.

—Desde luego —contestó—. ¿Le gustaría ver dónde viven?

—Sí, por favor —respondí, con bastantes recelo.

Camino al Quai d'Orléans, pasamos frente a la residencia en cuyo primer piso murió Pompidou, y que tenía las persianas bajas. Después nos dirigimos por el Quai de Béthune al extremo este de la isla. Metí la mano en mi bolso y saqué un frasco de aspirinas.

El taxi frenó. Intuí que el chofer no quería acercarse más a la casa de los Chandonne.

—Doble allí en la esquina —señaló— y camine hasta el Quai d'Anjou. Verá entonces puertas talladas con antílopes. Podría decirse que es el escudo de armas de los Chandonne. Hasta los caños de desagüe tienen esa forma. Es algo que vale la pena ver. No puede perdérselo. Y no se acerque al puente que hay en la margen derecha —me recomendó—. Debajo de él viven los sin techo y los homosexuales. Es peligroso.

El
hôtel particulier
en el que la familia Chandonne vivía desde hacía cientos de años era una casa de cuatro plantas con infinidad de ventanas de gablete, chimeneas y un
œ
il
de boeuf
u ojo de buey, que era una ventana redonda en el techo. Las puertas de calle eran de madera oscura y talladas con antílopes, y machos cabríos ligeros de pies se aferraban con los dientes y las colas para formar caños de desagüe dorados.

Se me puso piel de gallina. Entré en las sombras y, desde la vereda de enfrente, observé la madriguera que había engendrado a ese monstruo que se llamaba a sí mismo hombre lobo. A través de las ventanas, las arañas brillaban y las bibliotecas estaban repletas de cientos de libros. Me sobresalté cuando de pronto apareció una mujer junto a la ventana. Era enormemente gorda y usaba una bata color rojo oscuro con mangas largas, de una tela que parecía satén o seda. Me quedé mirándola, paralizada.

Su rostro era impaciente, sus labios se movían con rapidez mientras le hablaba a alguien y casi enseguida apareció una mucama con una pequeña bandeja de plata sobre la que había una copa de licor. Madame Chandonne, si es que se trataba de ella, bebió el contenido. Encendió un cigarrillo con un encendedor de plata y salió de mi campo visual.

Caminé deprisa hacia la punta de la isla, que quedaba a menos de una cuadra de allí, y desde un pequeño parque alcancé a ver la silueta de la morgue. Calculé que estaba algunos kilómetros río arriba, del otro lado del Pont Sully. Paseé la vista por el Sena y fantaseé que el asesino era el hijo de esa mujer obesa que acababa de ver, y que durante años él se había bañado desnudo allí sin que ella lo supiera, mientras la luz de la luna brillaba sobre su pelo claro y largo.

Imaginé que emergía de ese noble hogar y merodeaba por ese parque después de que oscureciera, para sumergirse en lo que él creía podía curarlo. ¿Durante cuántos años había vadeado esa agua helada y sucia? Me pregunté si enfilaría hacia la margen derecha, desde donde observaba a personas tan rechazadas por la sociedad como él mismo. Tal vez hasta se mezclara con ellas.

Unos peldaños descendían de la calle al
quai,
y el río estaba tan alto que golpeteaba sobre los adoquines en ondas barrosas con un leve olor a albañal. El Sena estaba crecido por una lluvia implacable, la corriente era intensa y cada tanto un pato flotaba por allí aunque no se suponía que nadaran por la noche. Los faroles de gas de hierro brillaban, lanzaban chispas doradas y formaban dibujos sobre el agua.

Destapé el frasco de aspirinas y arrojé las píldoras al suelo. Con mucho cuidado bajé por esos peldaños resbaladizos de piedra hacia el
quai.
El agua lamió la piedra alrededor de mis pies cuando terminé de vaciar el frasco y lo llené de esa agua helada. Volví a ponerle la tapa y regresé al taxi. Cada tanto miraba hacia la casa de los Chandonne, esperando en cierta forma que el cartel de criminales se abalanzara repentinamente sobre mí.

—Lléveme a la morgue, por favor —le dije al chofer.

Estaba oscuro y el alambre de púas que no se notaba durante el día reflejaba la luz de los faros de los autos que pasaban por allí a toda velocidad.

—Entre al estacionamiento de atrás —dije.

Salió del Quai de la Rapée y dobló hacia el pequeño sector de detrás del edificio donde había furgonetas estacionadas y la pareja apesadumbrada había esperado sentada en un banco, más temprano, ese mismo día. Me bajé del vehículo.

—Espéreme aquí —le dije al chofer—. Volveré en un minuto.

Su rostro era macilento y, cuando lo miré mejor, me di cuenta de que tenía muchas arrugas y le faltaban varios dientes. Parecía inquieto y no hacía más que mirar en todas direcciones como si planeara huir de allí.

—Está todo bien —le aseguré y saqué un bloc de mi bolso.

—Ah, usted es periodista —dijo con alivio—. Y está aquí para escribir una nota.

—Sí, una nota.

Él sonrió y asomó medio cuerpo por la ventanilla.

—¡Me tenía preocupado, Madame! ¡Pensé que era una especie de profanadora de tumbas!

—Déme sólo un minuto —repetí.

Deambulé por allí y sentí el frío húmedo de la piedra antigua y el aire que soplaba desde el río al avanzar por la oscuridad de las sombras profundas interesándome en cada detalle, como si yo fuera el hombre lobo. Sin duda también él se habría sentido fascinado por ese lugar. Era algo así como el salón del deshonor, que exhibía los trofeos de sus asesinatos y le recordaba su soberana impunidad. Él podía hacer lo que quisiera, cuando quisiera, y dejar todas las pruebas del mundo, y nadie lo tocaría.

Probablemente habría caminado de su casa a la morgue en veinte o treinta minutos, y me pareció verlo sentado en el parque, la vista fija en ese viejo edificio de ladrillos, mientras imaginaba lo que sucedía adentro, el trabajo que él había creado para la doctora Stvan. Me pregunté si el olor a muerte lo excitaba.

Una leve brisa meció las acacias y me rozó la piel cuando volví a proyectar en mi mente lo que la doctora Stvan había dicho sobre el hombre que había llamado a su puerta. Él fue a asesinarla y fracasó. Y después volvió a ese mismo lugar al día siguiente y le dejó una nota.

Pas la pólice…

Tal vez estábamos tratando de complicar demasiado su modus operandi.

Pas de problème… Le Loup-Garou.

Quizá se trataba de algo tan simple como un impulso furioso y asesino que él no podía controlar. Una vez que el monstruo que había en él era despertado por alguien, no había salida. Estaba segura de que, si él hubiera seguido en Francia, la doctora Stvan estaría muerta. Quizá cuando fue a Richmond creyó que podría controlarse por un tiempo. Y tal vez lo logró durante tres días. O a lo mejor estuvo vigilando a Kim Luong todo ese tiempo, fantaseando con ella hasta que ya no pudo resistir ese impulso malévolo.

Corrí de regreso al taxi y cuando llegué las ventanillas estaban tan empañadas que no pude ver a través de ellas. Abrí la puerta de atrás y noté que adentro la calefacción estaba al máximo y el chofer, semidormido. Se incorporó de un salto y lanzó una maldición.

38

El vuelo número 2 del Concorde despegó del aeropuerto Charles de Gaulle a las once y llegó a Nueva York a las 8:45 A.M., hora estándar del este, que, en cierto sentido, era antes que la hora en que salimos. Entré en mi casa a media tarde de mal humor, con el cuerpo confuso con respecto a la hora y mis emociones gritando a todo volumen. El tiempo estaba empeorando, con pronóstico de lluvia helada y cellisca de nuevo, y yo debía hacer algunos trámites. Marino se fue a su casa. Después de todo, tenía su enorme camioneta.

El almacén estaba pelado de mercadería porque cada vez que se pronosticaba cellisca o nieve los habitantes de Richmond perdían la cabeza. Imaginaban que morirían de hambre o no tendrían nada que beber, y cuando llegué a la sección panadería, no quedaba ni una sola hogaza. Tampoco había pavo ni jamón en la sección fiambres. Compré lo que pude, porque confiaba en que Lucy se quedara un tiempo conmigo.

Enfilé hacia casa un poco después de las seis y sin la energía necesaria para negociar un arreglo de paz con mi garaje. Así que estacioné el auto frente a casa. Las nubes que flotaban sobre la luna se parecían mucho a un cráneo. Después se desarmaron y quedaron sin forma y se dispersaron cuando el viento sopló con más fuerza y los árboles temblaron y susurraron. Me sentí dolorida y aturdida como si estuviera por enfermarme, y mi preocupación aumentó cuando, una vez más, Lucy no me llamó ni vino a casa.

Di por sentado que estaba en el hospital de la Facultad de Medicina, pero cuando me comuniqué con la unidad de ortopedia, me dijeron que no había vuelto allí desde la mañana del día anterior. Comencé a sentirme frenética, a pasearme por el living y a pensar. Eran casi las diez cuando volví a subir al auto y lo conduje hacia el centro, mientras sentía que la tensión aumentaba tanto que creí que algo se quebraría en mí.

Sabía que era posible que Lucy se hubiera ido a Washington, pero no la imaginaba haciéndolo sin dejarme al menos una nota. Cada vez que había desaparecido sin decir palabra, nunca significó nada bueno. Doblé en la salida de la calle Nueve, avancé por las calles vacías del centro y recorrí distintos niveles del estacionamiento del hospital antes de encontrar un espacio. Del asiento de atrás del auto tomé un guardapolvo.

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