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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

¡Cómo Molo! (8 page)

BOOK: ¡Cómo Molo!
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Mi madre se empezó a poner de los nervios al segundo día. No hacía más que ponerle pegas a la noruega por lo
bajini
, al oído de mi abuelo:

—Come estupendamente, pero la cocina ni la pisa.

—Mujer —le decía mi abuelo—, no querrás que para dos días que viene a España se ponga a guisar.

Como mi madre no tenía éxito con mi abuelo, le decía al oído a mi padre:

—No me digas tú que está bonito que una mujer se deje los pelos.

—Son tan rubios, Cata, que no se notan —le contestó mi padre.

Y luego, al oído de mi tío:

—Estás como poseído, todo el día detrás de ella. Con lo grande que es te dejará por otro tan grande como ella.

—¿Verdad que parece una sirena? —le decía mi tío, que nunca hace mucho caso de lo que dice mi madre.

Entonces mi madre vino por fin a mi oído:

—No hace falta que la sigas por toda la casa.

—La sigo por si te rompe algo a su paso. Como es tan grande… —es lo único que se me ocurrió.

Para terminar, bajó al Imbécil de los brazos de mi futura tía noruega y le dijo:

—El nene ya no es tan pequeño como para pasarse el día en brazos.

El Imbécil se la quedó mirando fijamente, como él mira cuando está indignado, y sin decir nada, volvió a subirse en brazos de la super-novia de mi tío Nicolás. Cuando el Imbécil mira de esa manera, ni mi madre se atreve a contrariarle; podría tener un ataque de furia que ríete tú de los de la niña endemoniada de
El Exorcista
.

Una madre celosa puede ser terrible. Una madre celosa a la que nadie hace caso no se la deseo a nadie.

Mientras ella iba de un oído a otro y se pasaba hablando de los defectos de la noruega, yo pasé los tres días más importantes de mi vida. Mi tío me dejó que la llevara por todo Carabanchel (Alto), para enseñarle a ella el barrio y para que el barrio la viera a ella… conmigo. Ella no me entendía ni palabra, pero se enteraba de todo porque yo se lo expliqué con gestos. Me di cuenta de que habría sido un gran actor de cine mudo. Lástima haber nacido tan tarde.

Le expliqué todos los secretos de mi barrio: el parque del Ahorcado, la cárcel de Carabanchel (hasta le conté lo de los presos en régimen abierto), los cuernos de chocolate que vende la Porfiria, las tapas del Tropezón, y que la socia cocinera del Ching-Chong se ha quedado embarazada del camarero chino, así que dentro de seis meses sabremos qué cara tiene la mezcla. También le enseñé mi colegio y le hablé mucho rato de Yihad, de lo contento que estaba sin verle. Como mi futura tía no sabe la pobre cuáles son las palabrotas en español, me dediqué a insultar a Yihad con todas las que me sabía y con todas su letras, y ella todo el rato sonriendo. Es lo bueno que tiene hablar con alguien que no te entiende, que tienes más libertad.

En todas partes a las que iba con ella tenía éxito. Ella hacía lo que le había dicho mi tío Nicolás: decía Hola, daba dos besos a las mujeres y la mano a los hombres, y así quedaba estupendamente. Mi tío serviría para ser maestro: le repitió cincuenta veces que los besos sólo se los diera a las mujeres, que a los hombres sólo la mano. Y como ella se reía, se lo volvía a repetir. Mi tío me dijo que yo le contara a la vuelta si ella había seguido al pie de la letra sus enseñanzas. Yo hice todo lo posible porque no se equivocara: cuando el señor Ezequiel, el dueño del Tropezón, se salió del mostrador y todo para abrazarla cuando se la presenté, yo le advertí:

—Mi tío Nicolás le ha enseñado que en Carabanchel a los hombres sólo se les da la mano.

El señor Ezequiel me dijo riéndose:

—Dile a tu tío que baje y que hablaremos él y yo de las costumbres de Carabanchel.

Mi tío bajó y se encontró con sus antiguos amigos de cuando él vivía también hace dos años en el barrio. Mi tío Nicolás habló mucho rato de Noruega, de que a las tres de la tarde ya era de noche y de que lo mejor que te podía pasar en Oslo era echarte una novia como la suya, para no ponerte triste aunque se hiciera de noche. Mi tío Nicolás dice que aunque Noruega es muy bonito, él está ahorrando para poner en un futuro un restaurante italiano en Carabanchel. Mi tío Nicolás decía esto sin soltar la mano de su novia, y yo le escuchaba sin soltar la mano de mi futura tía. Las dos manos, como te habrás percatado, eran de la misma noruega.

Mi tía noruega fue un acontecimiento que los vecinos de Carabanchel recordarán durante mucho tiempo. Incluso mi madre, que tantas pegas le puso, ha empezado a presumir de
su-cuñada
por aquí y de
su-cuñada
por allá. Yo no la volveré a ver hasta las próximas navidades. Por un lado quiero que no se acabe el verano y por otro quiero que vuelvan. Qué difícil es la vida.

La última noche mi tío Nicolás me dijo que durmiera con ellos en el sofá-cama del salón. Ellos se reían mucho de tenerme en medio y yo estaba muy cortado. Yo le dije a mi tío:

—Es verdad lo que dijiste, tío Nicolás, parece una sirena pero muy grande, del tamaño de una ballena.

Mi tío se lo dijo en
osleño
, en su idioma. Y mi futura tía noruega se reía como una loca. Aquella noche soñé con sirenas noruegas en el lago de la Casa de Campo. Debió de ser por eso que pasó lo que pasó. Ella me dijo que nunca se lo contaría a nadie. Mi tío me lo tradujo. Ahora que tengo un secreto con una noruega ya no soy el mismo de antes; soy el tío más importante que conozco. Ninguno de mi clase tiene un secreto internacional. Aunque el secreto sea que… que… me meé.

—Natural —dijo mi tío Nicolás—. Eso pasa siempre que uno sueña con sirenas.

Mostaza, mi amigo de toda la vida

Antes de ayer, a las cuatro de la tarde, mientras en Carabanchel Alto todo el mundo dormía la siesta, íbamos el Imbécil y yo por la calle hablando de nuestras cosas. Yo estaba dándole unos consejos prácticos sobre la vida y los problemas que ésta nos plantea. El tema era: «¿Cómo comerse un helado a las cuatro de la tarde?». Se chupa, diréis unos; se muerde, diréis otros. Qué listos sois todos. Me gustaría veros a vosotros intentando comeros un helado a esa hora en mi barrio sin mancharos la camiseta que vuestra madre os dio limpia por la mañana. A mí me han hecho falta años de entrenamiento. Ahora soy un maestro y estoy enseñando a mi alumno.

Si quieres una sauna gratuita, te recomiendo que te sientes con una toalla en el parque del Ahorcado a esa hora mortal. A los cinco minutos, estás deshidratado, a los diez minutos, estás muerto. Te preguntarás cómo sobrevivimos nosotros. Científicos de todo el mundo vinieron a mi barrio a estudiar este extraño proceso de supervivencia ante situaciones extremas. No pudieron obtener respuesta, tan sólo una hipótesis:

«Los habitantes de Carabanchel Alto están hechos de otra pasta que el resto de los humanos. Si hubiera una hecatombe nuclear sólo sobrevivirían los insectos y los habitantes de ese extraño lugar.»

Estoy de acuerdo con esa hipótesis porque la compruebo todas las tardes. Después de comer, mi abuelo se pone la boina y la dentadura y se baja con nosotros a la calle. Mientras nosotros damos vueltas con el helado que nos compra en el Tropezón, mi abuelo ronca un rato en el banco del parque. Dice que el calorcito le sienta muy bien para los huesos. Hay veces que cuando vamos a despertarlo y le levantamos la boina la cabeza le quema. Se podría freír un huevo en la propia cabeza de mi abuelo. Una vez se bajaron unos turistas de un coche y le sacaron una foto mientras dormía, y el Imbécil y yo nos pusimos uno a cada lado. Los turistas se metieron rápidamente porque estaban a punto de sufrir un desmayo mortal con quemaduras de primer grado.

Con todo este rollo repollo te quiero decir que no es fácil tener un helado a esas horas en la mano sin que se te derrita. Yo, como experto devorador de helados, tengo mis normas:

1. Hay que comerlo deprisa.

2. Darle con la lengua magistralmente, para que en ningún momento gotee.

3. Sorprender al helado con un lametón, antes de que el helado te sorprenda a ti con un manchurrón.

Además, el manchurrón en mi casa está penalizado: «Un manchurrón = una colleja». He prosperado bastante: hace dos años me llevaba muchas más que ahora. Pero claro, hoy en día tengo la responsabilidad del Imbécil. Aunque a él nunca le riñen demasiado; por eso siempre va por la vida tan tranquilo. El tío se toma su helado sin prisas, metiendo los dedos dentro del cucurucho, limpiándoselos luego en los pantalones, y chupándose el trozo de ropa donde se le ha caído el goterón. Si el helado es de chocolate, el Imbécil acaba negro (incluidos los calzoncillos); si es de fresa acaba rosa. Lo malo es que a veces se las arregla para mancharme también a mí. Pero es muy feliz. Yo, sin embargo, cuando me como un helado con él a las cuatro de la tarde, acabo atacado de los nervios, pensando en que futuras collejas me sobrevuelan la nuca.

De estas cosas le iba hablando al Imbécil antes de ayer. Mientras yo me deshacía en consejos sobre la forma de comer el helado, él se untaba el cucurucho por todo el cuerpo igual que mi madre se da con la bola del desodorante. Así que le dije:

—Pero ¿te enteras de algo?

—El nene quiere con Manolito hablando.

Eso quiere decir:

«Quiero comerme el helado y que tú me sigas hablando» o «Aunque no te vaya a hacer ni caso, me entretiene mucho que cuentes tu vida». No sé por qué, pero cumplí sus órdenes. Sí sé por qué: porque soy un tío buena persona y porque si no lo hago es capaz de ponerse a llorar y sacar a mi madre de la siesta (mi madre tiene una antena especial para escuchar los llantos del Imbécil a varios kilómetros de distancia).

Me puse a hablarle de que estaba harto de pasar las tardes con un niño tan pequeño como él, que necesitaba hablar con gente de mi generación, que estaba harto de que todos mis amigos estuvieran por ahí de vacaciones…

—Yo también estoy harto.

Me dio un vuelco el corazón. Miré al Imbécil. No podía creer que él hubiera dicho aquella frase. No es su estilo. Él siempre habla en tercera persona. Descubrí que la voz procedía de otro sitio. El que había pronunciado aquellas palabras estaba sentado en la ventana de un bajo que hay cerca del Tropezón. ¡Era Mostaza! ¡Mostaza, mi compañero de clase!

—¿Quieres venir un rato a mi casa? —me dijo.

¡Qué sorpresa! El Imbécil y yo pasamos a su casa. Nunca había estado allí porque a Mostaza y a mí nunca se nos ha ocurrido ser amigos. Entré hablando bajito: mi madre nos tiene dicho que a esa hora se habla así para no despertar a nadie de la siesta. Dice que cuando despiertas a una madre de la siesta, se pone enferma del corazón. La madre de Mostaza no estaba porque la madre de Mostaza limpia pisos a domicilio durante todo el día, y el padre de Mostaza se fue de su casa hace dos años y no han vuelto a saber de él. Él no me lo ha contado, lo sé por la Luisa, que sabe todo lo que pasa en Carabanchel Alto. Incluso hay veces que hasta se entera de lo que pasa en Carabanchel Bajo. Yo le pregunté, por ampliar datos:

—¿Y tu madre?

—Limpiando.

—¿Y tu padre?

—Pues no lo sé ni me importa.

Si a él no le importaba, a mí tampoco; que para eso estaba en su casa, y dice mi abuelo que en una discusión siempre lleva la razón el dueño de la casa en la que se está discutiendo. Dice que es así en cualquier país del mundo. Así que pasamos del padre, y entonces Mostaza se puso a hablar de su madre. Me contó que una vez se limpió todas las escaleras de la Torre Picasso, que tiene 25 pisos.

Conociendo a su hijo, no me extraña: ya te dije un día que a Mostaza le llamamos en el colegio «La Hormiga Atómica» porque es bajito y terriblemente veloz. En una ocasión llegó a superar la velocidad de la luz. Demostrado con cronómetro y ante notario. Mostaza es el único niño de mi clase que es más bajo que yo; sólo por eso siempre le he tenido algo de cariño. Pero la
sita
Asunción dice que por lo que realmente Mostaza será conocido algún día en el extranjero, es por ser un gran cantante.

Todos los finales de curso Mostaza canta una canción. Canta mejor que Joselito y que
Tutto Pavarotti
. Yo, la verdad, es que había hablado con él muy poco; sólo le había escuchado cantar. Mostaza casi nunca habla con los de mi banda. Siempre habla bajito y nada más que con el que se siente a su lado. Hace eso porque la
sita
dice que es tímido, como lo han sido casi todos los hombres ilustres de niños. Eso quiere decir que yo nunca seré un hombre ilustre, porque yo no soy tímido. Lo intento; hay veces que me lo propongo por las mañanas. Pienso: «Hoy voy a empezar a ser un tímido, seré un niño callado, interesante, de esos que guardan dos o tres grandes secretos», pero por más que me pongo, no me sale. En cuanto la
sita
hace una pregunta, ya estoy yo con la mano levantada me sepa o no me sepa la respuesta. Hablo con todo el mundo, soy un niño sin vida interior.

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