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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (13 page)

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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—Así es el mundo -replicó la doncella.

Era de noche, y ambas yacían codo con codo, conversando en voz baja. Ai, Hana y las demás mujeres estaban dormidas en la habitación contigua. La noche era tranquila; el aire, frío.

—No todos piensan de ese modo. Tal vez existan otros países donde prevalezca otra opinión. Incluso en nuestras tierras hay quien se atreve a pensar de forma diferente; la señora Maruyama, por ejemplo... -Kaede prosiguió, bajando aún más el tono de voz-, los Ocultos...

—¿Y qué sabes tú de los Ocultos? -preguntó Shizuka, con una risa ahogada.

—Me hablaste de ellos hace mucho tiempo, cuando viniste a mí por primera vez en el castillo de los Noguchi. Me dijiste que, según sus creencias, los hombres y las mujeres son creados iguales por su dios. Recuerdo que pensé que tanto tú como ellos debíais de estar locos. Pero ahora, cuando sé que incluso el Iluminado menosprecia a las mujeres -al menos sus sacerdotes y monjes lo hacen-, me preguntó el porqué.

—¿Qué esperabas? -se asombró Shizuka-. Son los hombres quienes escriben historias y textos sagrados, incluso poesía. No es posible cambiar el mundo; hay que aprender a sobrevivir en él.

—Existen mujeres escritoras -rebatió Kaede-. Recuerdo haber escuchado sus historias en el castillo de los Noguchi. Pero mi padre dice que no debo leer sus escritos porque me corromperán la mente.

A veces la joven tenía la impresión de que su padre seleccionaba ciertos textos para que ella los leyera tan sólo porque criticaban a las mujeres; aunque, pensándolo bien, quizá no existieran obras diferentes. A Kaede le desagradaba en especial Kung Tzu, a quien su padre admiraba enormemente. Una tarde, mientras la muchacha escribía los pensamientos del profeta al dictado de su padre, llegó un visitante a la casa.

Las condiciones del tiempo habían cambiado durante la noche. El aire era húmedo y frío, y en los valles flotaba la bruma, mezclada con el humo de las hogueras. En el jardín, las enormes flores de los últimos crisantemos se encorvaban a causa del peso del agua. Las mujeres habían dedicado las últimas semanas a preparar las ropas para el invierno, y Kaede apreciaba las prendas acolchadas que llevaba bajo sus túnicas. Al permanecer sentada tanto tiempo, dedicada a la lectura y la caligrafía, las manos y los pies se le quedaban fríos. Pronto tendría que conseguir braseros... Kaede temía la llegada del invierno, para el que aún no estaban preparados.

Ayame llegó, nerviosa, hasta el umbral de la puerta; en su voz se detectaba cierto desasosiego:

—Señor, el señor Fujiwara está aquí.

Entonces, Kaede intervino:

—Os dejaré solos -a continuación, colocó el pincel sobre el suelo y se incorporó.

—No, quédate. Se alegrará de conocerte. Sin duda ha venido para oír las noticias que has traído del este.

El padre de Kaede franqueó la puerta y salió a recibir a su huésped. Se giró, llamó por señas a su hija, y después se hincó de rodillas.

El patio estaba lleno de hombres a caballo y otros ayudantes. El señor Fujiwara descendió en ese momento de un palanquín que habían depositado junto a la enorme roca plana situada en el jardín para tal propósito -Kaede recordaba el día en que, siendo ella niña, la piedra había sido colocada en aquel lugar-. Se asombraba de que alguien pudiera viajar de semejante manera por decisión propia y, al mismo tiempo, abrigaba la esperanza -no exenta de remordimiento- de que los hombres hubiesen traído comida consigo. Entonces, cayó de rodillas mientras el noble se quitaba las sandalias y entraba en la casa.

Kaede logró mirarle de soslayo antes de bajar los ojos. El señor Fujiwara era alto y esbelto; su rostro, pálido y esculpido, recordaba a una máscara, y tenía la frente anormalmente ancha. Sus ropas eran de colores discretos pero elegantes, y estaban confeccionadas con los tejidos más exquisitos. Desprendía una seductora fragancia que sugería atrevimiento y originalidad.

El invitado devolvió la reverencia del padre de Kaede con gentileza, y respondió a su saludo de forma elocuente y con absoluta cortesía.

La joven permaneció inmóvil mientras el noble pasaba junto a ella para acceder a la sala, y percibió el fuerte olor que despedía.

—Mi hija mayor -dijo el padre de Kaede de un modo informal, mientras entraba en la estancia detrás de su huésped-, Otori Kaede.

—Señora Otori -saludó el huésped, antes de añadir-: Me gustaría conocerla.

—Pasa, hija mía -le pidió su padre con impaciencia, y Kaede entró arrastrando las rodillas.

—Señor Fujiwara -murmuró la muchacha.

—Parece muy hermosa -comentó él-. Veamos su rostro.

Kaede levantó los ojos, y las miradas de ambos se encontraron.

—Exquisita.

La joven apreció en su mirada un matiz de admiración, aunque no de deseo. Esto la sorprendió bastante, y casi sin darse cuenta esbozó una ligera sonrisa. Él pareció igualmente extrañado, y la severa línea que conformaba sus labios se suavizó.

—Os he interrumpido -se disculpó, mientras contemplaba los instrumentos de caligrafía y los pergaminos. Sin poder contener la curiosidad, preguntó-: ¿Una lección, tal vez?

—No tiene importancia -replicó el padre de Kaede, avergonzado-. Tonterías de muchachas. Pensaréis que soy un padre muy indulgente.

—Por el contrario, estoy fascinado -admitió él, tomando el papel en el que la muchacha había plasmado su escritura-. ¿Puedo...?

—Por favor, os lo ruego -replicó el padre.

—Un trazo magnífico. Nadie diría que ha sido escrito por una mujer.

Kaede se ruborizó, y de nuevo sintió asombró ante el atrevimiento y la falta de feminidad que demostraba al intentar adquirir conocimientos exclusivos de los hombres.

—¿Os agrada KungTzu? -el señor Fujiwara se dirigió a ella directamente, lo que la confundió aún más.

—Me temo que mis sentimientos hacia él son contradictorios -respondió Kaede-. Al parecer, no le importo mucho.

—¡Hija mía! -la amonestó su padre.

Pero los labios de Fujiwara se movieron de nuevo y esbozaron algo parecido a una sonrisa.

—Él no podía haber previsto una relación tan cercana -replicó Fujiwara con ligereza-. Tengo entendido que habéis llegado hace poco de Inuyama. Debo confesar que mi visita se debe en parte a mi deseo de averiguar las noticias que traéis.

—Llegué hace casi un mes -informó la joven-; pero no directamente desde Inuyama, sino desde Terayama, donde está enterrado el señor Otori.

—¿Vuestro esposo? No conocía la noticia. Os ofrezco mis condolencias.

La mirada del noble recorrió el cuerpo de Kaede. "Nada se le escapa", pensó ésta. "Tiene los ojos de un cormorán".

—Iida provocó su muerte -le informó pausadamente ella-, y él a su vez murió a manos de los Otori.

Fujiwara le dio cortésmente el pésame, y después Kaede le informó con brevedad sobre Arai y la situación en Inuyama. Sin embargo, bajo el elegante lenguaje que Fujiwara utilizaba, la joven percibió sus ansias por conocer más detalles. A pesar de que la curiosidad del noble la incomodaba, sintió la tentación de acceder a sus deseos, pues tenía la sensación de que nada que pudiera contarle le escandalizaría. Además, el indiscutible interés que él demostraba la halagaba en gran medida.

—Ése es el Arai que juró lealtad a los Noguchi -terció el padre de Kaede, mostrando una vez más su resentimiento-. A causa de su ingratitud me vi obligado a combatir contra los soldados del clan de los Seishuu en mis propias tierras. Algunos de ellos eran mis parientes. Fui traicionado y derrotado, pues el ejército enemigo era más numeroso.

—¡Padre! -exclamó Kaede, intentando que callara.

Aquél no era un asunto que incumbiera a Fujiwara, y cuanto menos se hablase de aquella desgracia, mejor.

El aristócrata se dio por enterado con una reverencia.

—Tengo entendido que el señor Shirakawa resultó herido.

—Levemente, para mi desgracia -replicó el padre de Kaede-. Mas valdría que hubiera muerto. Debería quitarme la vida, pero por culpa de mis hijas me flaquean las fuerzas.

La muchacha no deseaba seguir escuchando. Por fortuna, la conversación se vio interrumpida por Ayame, que traía té y pastelillos elaborados con pasta de judías. Kaede sirvió a los hombres, se excusó y abandonó la sala, dejándolos a solas para que continuaran la charla. Los ojos de Fujiwara la siguieron mientras se marchaba, y ella cayó en la cuenta de que le gustaría hablar con él otra vez sin que su padre estuviera presente.

Era impensable que Kaede sugiriera tal cosa, pero de cuando en cuando intentaba imaginar cómo podría lograrlo.

* * *

Unos días más tarde, su padre le comunicó que había llegado un mensaje del noble invitándola a que le visitara, pues deseaba enseñarle su colección de pinturas y otros tesoros.

—Has despertado su interés -le anunció su padre con cierta sorpresa-. Lleva a tu doncella contigo... aunque en ese aspecto no hay nada que temer de Fujiwara.

Complacida, aunque algo nerviosa, Kaede le pidió a Shizuka que fuera a los establos para ordenar a Amano que preparase a
Raku,
y que después la acompañase cabalgando hasta la residencia de Fujiwara, que se encontraba a poco más de una hora de viaje.

—Tienes que viajar en el palanquín -replicó Shizuka con firmeza.

—¿Por qué?

—El señor Fujiwara procede de la corte, es un noble. No puedes ir a visitarle a lomos de un caballo como si fueras un guerrero -Shizuka se mostraba severa, pero su seriedad quedó interrumpida cuando, entre risas, añadió-: Ahora bien, si fueras un muchacho y llegases cabalgando en
Raku,
lo más probable es que él nunca te dejase marchar. Pero tienes que impresionarle como mujer; debes mostrar una apariencia perfecta -miró entonces a Kaede con ojo crítico-. Te encontrará demasiado alta, de eso no hay duda.

—Ha dicho que soy hermosa -replicó Kaede, herida.

—Tiene que encontrarte única. Como una pieza de seda o una pintura de Sesshu. De ese modo, sentirá el deseo de añadirte a su colección.

—¡No quiero formar parte de su colección! -protestó Kaede.

—¿Qué es lo que quieres? -la voz de Shizuka había adquirido un tono serio.

Kaede respondió de modo similar.

—Quiero arreglar mis tierras y reclamar lo que me pertenece. Quiero tener poder, como los hombres.

—Entonces, necesitas un aliado -replicó Shizuka-. Y si quieres que tu aliado sea el señor Fujiwara, tienes que resultar exquisita para él. Envía un mensaje diciendo que has tenido un mal sueño y que el día no es propicio. Dile que irás a visitarle pasado mañana. Tendremos tiempo suficiente.

El mensaje fue enviado y Kaede se sometió a los preparativos impuestos por Shizuka. Le lavaron el cabello, le depilaron las cejas, le frotaron la piel con salvado, le dieron masajes con afeites y volvieron a frotarla por todo el cuerpo. Shizuka examinó las ropas que había en la casa y seleccionó unos mantos que habían pertenecido a la madre de Kaede. No eran nuevos, pero el tejido era excelente y los colores -gris, como el ala de una paloma; púrpura, como la lespedeza- resaltaban la piel de marfil de la muchacha y los reflejos azulados de su negro cabello.

—Sin duda tienes la belleza suficiente como para atraer su interés -admitió Shizuka-, pero además debes intrigarle. No seas demasiado explícita. Tengo la impresión de que es un hombre al que le encantan los secretos. Si compartes los tuyos con él, primero asegúrate de que pagará un alto precio por ellos.

* * *

Las noches eran frías y llegaron las primeras heladas, pero los dias aun era claros. En las montañas que rodaban la casa de Kaede brillaba el intenso color rojo de los arces y los zumaques, que contrastaba con el verde oscuro de los cedros y el pálido azul del cielo. Los sentidos de la joven se habían aguzado a causa de su embarazo y, cuando descendió del palanquín a la puerta de la residencia Fujiwara, la belleza que contempló ante sus ojos la conmovió profundamente. Era un momento perfecto del otoño que pronto se desvanecería para siempre, arrastrado por los vientos tormentosos que llegarían silbando desde las montañas.

La casa de Fujiwara era más amplia que la suya y estaba mucho mejor conservada. El agua fluía a través del jardín; caía desde antiquísimas rocas y atravesaba estanques en los que las carpas de tonos rojo y oro nadaban perezosamente. Daba la impresión de que las montañas iniciaban su ascenso justo desde allí. Una cascada distante se hacía eco del torrente, al tiempo que lo reflejaba como un espejo, y dos enormes águilas surcaron los aires y atravesaron el cielo libre de nubes.

Un joven dio la bienvenida a Kaede ante los escalones y la condujo por una amplia veranda hasta la sala principal, donde aguardaba sentado el señor Fujiwara. Kaede franqueó la puerta de la estancia, se hincó de rodillas e hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente. La estera estaba recién puesta; aún conservaba su tono verde pálido y su olor penetrante.

Shizuka permaneció en el exterior, arrodillada sobre el suelo de madera. Dentro de la sala reinaba el silencio. Kaede esperó a que el señor Fujiwara hablase, pues era consciente de que la estaba examinando. Mientras tanto, ella intentó mirar a su alrededor sin mover los ojos ni la cabeza, y sintió alivio cuando por fin él se dirigió a ella y le suplicó que se incorporase.

—Me complace sobremanera que hayáis podido venir -dijo él.

A continuación, intercambiaron unas frases de cortesía. Kaede hablaba suavemente, en voz baja, y Fujiwara utilizaba un lenguaje tan retórico que, a veces, la joven no acertaba a comprender el total significado de sus palabras. Ella abrigaba la esperanza de que si hablaba lo menos posible el noble la encontraría enigmática... y no aburrida.

El hombre joven regresó con los utensilios para el té, y el propio Fujiwara se encargó de preparar la infusión, removiendo con energía las hebras verdosas hasta formar un brebaje espumoso. Los cuencos eran ásperos, de un tono entre rosa y marrón, agradables a la vista y al tacto. Kaede giró el suyo y mostró su admiración.

—Procede de Hagi -explicó él-, la ciudad del señor Otori. Es mi loza favorita -tras una pausa, preguntó-: ¿Iréis allí?

"Desde luego, debería ir", pensó ella de inmediato. "Si Otori fuera realmente mi esposo y yo estuviera esperando su hijo, tendría que ir a su casa, con su familia".

—No puedo -respondió la joven, elevando la mirada. Como de costumbre, el recuerdo de la muerte de Shigeru, así como el papel que Kaede había desempeñado en ella y en el acto de venganza, la llevaron al borde de las lágrimas; los ojos se le oscurecieron y fueron adquiriendo un nuevo brillo.

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