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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (24 page)

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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Entonces, Jo-An habló. No había duda, era su voz:

—Perdóname, señor; no quería asustarte.

—Me dijeron que habías muerto. No sabía si eras tú... o tu fantasma.

—Creo que estuve muerto durante un tiempo -susurró Jo-An-. Eso es lo que pensaron los hombres de Arai cuando me arrojaron a la ciénaga; pero el dios secreto tenía otros planes para mí y me envió de vuelta a este mundo. Mi trabajo aquí aún no ha terminado.

Levanté la cabeza lentamente y le miré. Una cicatriz reciente le cruzaba el rostro, de la nariz a la oreja, y le faltaban varios dientes. Le tomé la muñeca para mirarle la mano; le habían arrancado las uñas y los dedos estaban deformados a causa de los golpes.

—Debería pedirte perdón -dije yo, impresionado ante lo que veía.

—Nunca nos sucede nada que nuestro dios no haya proyectado -replicó él.

Yo me pregunté por qué la tortura tenía cabida en los planes de los dioses, pero no me hice eco de mis pensamientos.

—¿Cómo me encontraste?

—El barquero vino a verme y me contó que había transportado a un pasajero que podrías ser tú. Llevo tiempo esperando noticias tuyas; sabía que regresarías -Jo-An recogió el hatillo que había dejado a un lado de la carretera y lo desató-. Por fin se cumplirá la profecía.

—¿De qué profecía hablas? -exclamé yo, a la vez que recordaba cómo la mujer de Kenji le había tildado de lunático.

Jo-An no respondió. Sacó dos pastelillos de mijo, entonó una plegaria y me ofreció uno de ellos.

—Siempre me alimentas -le comenté, agradecido-, pero ahora me siento incapaz de comer.

—Entonces, bebe -replicó Jo-An, mientras sacaba un tosco recipiente fabricado con bambú. Yo dudé si debía aceptarlo, pero después pensé que el licor me haría entrar en calor. En cuanto el líquido me llegó al estómago, la oscuridad se cernió sobre mí otra vez y vomité varias veces con tanta violencia que me puse a temblar de forma incontrolable.

Jo-An chasqueó la lengua como se hace con los caballos o los bueyes. Tenía la paciencia propia de quien está acostumbrado a tratar con animales; no en vano, él era quien les daba muerte y después despellejaba sus cadáveres. Cuando recobré el habla, acerté a decir, a pesar del castañeteo de los dientes:

—Tengo que seguir mi camino.

—¿Hacia dónde te diriges? -preguntó Jo-An.

—A Terayama. Pasaré allí el invierno.

—Entiendo -dijo él, sumiéndose en uno de sus familiares silencios. Estaba rezando, prestando atención a una voz interior que le indicara cómo actuar-. Está bien -exclamó por fin-, cruzaremos la montaña. Si viajaras por la carretera, te detendrían en la barrera y, aunque eso no sucediera, tardarías demasiado; nevaría antes de que llegases a Yamagata.

—¿Cruzar la montaña? -pregunté, extrañado, llevando la mirada hacia los escarpados picos que se extendían en dirección noroeste.

La carretera que discurría entre Tsuwano y Yamagata rodeaba la falda de las montañas, pero Terayama se encontraba justo al otro lado de la cordillera. Las nubes grises cubrían las altas cumbres y emitían el húmedo resplandor que presagia la llegada de la nieve.

—El camino es muy escarpado -dijo Jo-An-. Tienes que descansar antes de ponerte en marcha.

Empecé a contemplar la idea de incorporarme.

—No tengo tiempo. Debo llegar al templo antes de que nieve.

Jo-An elevó la vista hacia el cielo y respiró profundamente.

—Esta noche no nevará, hace demasiado frío, pero la nieve podría empezar a caer mañana. Le pediremos al dios secreto que la detenga.

Jo-An se levantó y me ayudó a incorporarme.

—¿Estás en condiciones de andar? Mi casa no queda lejos; allí podrás descansar. Después te llevaré a ver a unos hombres que te mostrarán el camino que atraviesa las montañas.

Yo me sentía desfallecer; era como si mi cuerpo hubiese perdido su materia, como si me hubiese desdoblado en dos y me hubiera marchado con mi segundo cuerpo vacío. En ese momento agradecí la doctrina de la Tribu, con la que había aprendido a encontrar las reservas de energía que la mayoría de las personas desconoce. Concentré la respiración, y poco a poco recobré algo de vigor y resistencia. Sin duda, Jo-An atribuyó mi recuperación al poder de sus plegarias. Me observó durante unos instantes con sus ojos hundidos, luego se dio la vuelta esbozando una ligera sonrisa y comenzó a desandar el trayecto que había recorrido.

Yo dudé por un momento, en parte porque detestaba la idea de volver sobre mis pasos, de regresar por el camino que tanto esfuerzo me había costado recorrer, y en parte porque me disgustaba estar en compañía de un paria. No me importaba hablar con él de noche, a solas; pero caminar a su lado, ser visto en su presencia, era algo muy diferente. Me recordé a mí mismo que todavía no era un señor Otori, que tampoco pertenecía ya a la Tribu, que Jo-An me estaba ofreciendo ayuda y refugio; pero mientras le seguía me envolvió una sensación de incomodidad.

Anduvimos durante casi una hora y a continuación giramos por un angosto sendero que partía desde la carretera, discurría a orillas de un pequeño río y atravesaba dos míseras aldeas. Unos chiquillos salieron corriendo a nuestro encuentro suplicando comida, pero se detuvieron en seco al reconocer al paria. En la segunda aldea, dos niños algo más mayores se atrevieron a arrojarnos piedras, y una de ellas estuvo a punto de golpearme en la espalda; pero yo pude oír cómo se precipitaba por el aire y me aparté justo a tiempo. Cuando iba a darme la vuelta para castigar al descarado muchacho, Jo-An me lo impidió.

Mucho antes de llegar a la curtiduría, se distinguía un intenso olor a cuero. El torrente se fue ensanchando hasta desembocar en otro río de mayor caudal. En la confluencia de ambos había varias hileras de bastidores de madera sobre los que las pieles estaban extendidas. En este húmedo y abrigado lugar quedaban protegidas de la escarcha; aunque, cuando llegase lo más crudo del invierno, los curtidores retirarían los cueros de los marcos y los guardarían hasta la primavera. Varios hombres estaban ya trabajando -todos ellos parias, desde luego-; a pesar del frío estaban medio desnudos y, como Jo-An, eran tan delgados que se les adivinaban los huesos. También tenían el mismo aspecto derrotado, como de perros apaleados. Sobre las aguas flotaba la bruma, que se mezclaba con el humo procedente de las hogueras de carbón. Un puente flotante, construido con cañas de bambú unidas con cuerdas, cruzaba el río. Recordé que Jo-An me había pedido que acudiera al puente de los parias siempre que necesitara ayuda, y me asombré de que el destino me hubiese llevado hasta allí; sin duda él diría que yo había sido guiado por el poder del dios secreto.

En el extremo más alejado de las hileras de bastidores se veían varias chozas de madera; su apariencia era tan frágil que daba la impresión de que una ráfaga de viento podría derrumbarlas. Seguí a Jo-An hasta el umbral de la cabaña más cercana. Aunque los hombres seguían trabajando, percibí que me observaban, y en sus miradas detecté una especie de súplica, como si yo fuera alguien importante para ellos y pudiera ayudarlos.

Intenté disimular mi reticencia y entré en la choza sin quitarme las sandalias, pues el suelo era de tierra. En el hogar ardía un pequeño fuego y los ojos me escocían por el humo que llenaba el ambiente. En una esquina, acurrucada bajo una pila de piezas de cuero, se encontraba una persona. En un primer momento creí que se trataba de la esposa de Jo-An, pero luego se acercó arrastrando las rodillas e inclinó la cabeza hasta tocar el suelo. Era el barquero con el que había cruzado el río.

—Caminó casi toda la noche para decirme que te había visto -dijo Jo-An con tono de disculpa-. Tiene que descansar antes de regresar a su casa.

Yo era consciente del sacrificio que el barquero había llevado a cabo. No sólo había caminado en solitario gran parte de la noche bajo la oscuridad habitada por los espíritus, sino que se había expuesto a ser atacado por los bandoleros o detenido por las patrullas; además, había perdido los escasos ingresos de un día de trabajo.

—¿Por qué hiciste eso por mí?

El barquero se incorporó, elevó los ojos y me miró durante un instante. No pronunció palabra, pero reconocí la misma mirada de los curtidores; era una mezcla de consuelo y de hambre. Hacía varios meses yo había visto aquella misma expresión en los rostros de las gentes con quien Shigeru y yo nos cruzamos en nuestro viaje de vuelta de Terayama a Yamagata; aquellas miradas estaban lanzando una súplica a Shigeru, pues en él habían encontrado la promesa de justicia y compasión. Ahora aquellos hombres buscaban lo mismo en mí; lo que Jo-An les había contado me había convertido en su esperanza.

Algo en mi interior me hizo reaccionar ante sus súplicas, de la misma forma en que lo había hecho ante los aldeanos o ante los granjeros y sus campos de cultivo secretos. Los parias eran tratados como perros, golpeados y condenados al hambre; pero yo los consideraba como los hombres que eran, con un cerebro y un corazón tan humanos como los de cualquier guerrero o comerciante. Yo me había criado entre los Ocultos y había aprendido que el dios secreto veía a todo hombre con los mismos ojos. No importaba en lo que llegase a convertirme, no importaba qué otras enseñanzas hubiera podido recibir de los Otori o de la Tribu... Incluso a pesar de mi propia oposición, me era imposible olvidar tales creencias.

En ese momento, Jo-An intervino:

—Ahora él te pertenece; como yo, como todos nosotros. Sólo tienes que reclamar nuestra presencia.

Jo-An sonrió abiertamente y sus dientes rotos brillaron en la penumbra. Había hecho té y me pasó un pequeño cuenco de madera. Noté el vapor en la cara, y percibí que la infusión estaba elaborada con tallos, como la preparábamos en Mino.

—¿Y por qué tendría yo que reclamaros? ¡Lo que necesito es un ejército! -exclamé. Con el primer sorbo de té, noté una agradable sensación de calor.

—Sí, necesitas un ejército -convino Jo-An-. Tienes ante t¡ muchas batallas. Eso dice la profecía.

—Entonces, ¿cómo podéis ayudarme? Os está prohibido matar.

—Los guerreros se encargarán de matar -explicó Jo-An-. Pero existen muchas otras labores que los soldados no realizan y que son igualmente necesarias; labores que consideran indignas, como levantar edificaciones o descuartizar y enterrar a los muertos. Tú mismo te darás cuenta cuando nos necesites.

El té me asentó definitivamente el estómago. A continuación, Jo-An trajo unos pastelillos de mijo, pero yo no tenía apetito y dejé que el barquero diese cuenta de mi ración. Jo-An tampoco probó bocado, y guardó el pastel restante. Vi como el otro hombre seguía los alimentos con la mirada y le entregué unas monedas antes de que se pusiera en camino. Él no quería aceptarlas, pero se las puse en la mano.

Jo-An murmuró la bendición con la que se despedía del barquero y después apartó unas piezas de cuero para que yo me colocase bajo ellas. El calor del té permanecía en mi interior. El cuero apestaba, pero me libraba del frío y amortiguaba los ruidos. Por un instante me vino a la mente el pensamiento de que cualquiera de aquellos hombres me podría delatar por un cuenco de sopa caliente, pero yo no tenía otra alternativa más que confiar en Jo-An. Dejé que la oscuridad cayese sobre mí y me sumergiera en un profundo sueño.

* * *

Jo-An me despertó varias horas después, bien pasado el mediodía. Me ofreció té -apenas agua caliente- y se disculpó por no tener comida.

—Debemos partir inmediatamente -dijo- para poder encontrarnos con los carboneros antes de que anochezca.

—¿Los carboneros? -pregunté aún aturdido; normalmente me espabilaba con rapidez, pero aquel día estaba atontado por el sueño.

—Todavía siguen en la montaña. Las veredas que utilizan para atravesar los bosques te conducirán hasta la frontera, pero ellos se marcharán con la caída de las primeras nevadas -Jo-An hizo una breve pausa, y prosiguió-: De camino tenemos que hacer una visita.

—¿A quién?

—No nos llevará mucho tiempo -replicó, dedicándome una de sus tenues sonrisas.

Salimos de la choza, y yo me acerqué a la orilla del río para refrescarme la cara. El agua estaba helada; como Jo-An había previsto, la temperatura había descendido y se notaba menos humedad en el aire. Hacía mucho frío y el ambiente estaba demasiado seco como para que nevara.

Me sacudí el agua de las manos mientras dirigía unas palabras a los hombres, quienes volvieron su tímida mirada hacia mí. Cuando partimos, dejaron de trabajar y se arrodillaron con la cabeza gacha a medida que yo pasaba junto a ellos.

—¿Acaso saben quién soy? -pregunté en voz baja a Jo-An, temiendo de nuevo que aquellos pobres hombres me traicionasen.

—Saben que eres Otori Takeo -replicó-, el ángel de Yamagata que traerá la paz y la justicia. Eso dice la profecía.

—¿Qué profecía? -pregunté yo nuevamente.

Y él respondió:

—Lo averiguarás por ti mismo.

Me sentí lleno de recelos. ¿Qué hacía yo poniendo mi vida en manos de aquel loco? Sabía que si desperdiciábamos un solo momento no me sería posible llegar a Terayama antes de que me atraparan las nevadas... o los asesinos de la Tribu; pero también era consciente de que mi única esperanza era salvar la montaña. No tenía más remedio que seguir a Jo-An.

Atravesamos el río corriente arriba, por una presa. Nos cruzamos con muy pocos caminantes: un par de pescadores y algunas muchachas cargadas con comida para los hombres que quemaban los tallos de arroz y extendían estiércol en los campos sin cultivar. Las muchachas se desviaron del camino para no toparse con nosotros, y uno de los pescadores nos escupió, mientras que el otro maldijo a Jo-An por mancillar el agua. Yo mantuve la cabeza baja para esconder el rostro, pero ninguno de ellos me prestó atención. De hecho, evitaron mirarnos directamente, como si tan ligero contacto pudiera deshonrarlos y traerles mala suerte.

Jo-An no daba muestras de que aquella hostilidad le perturbara, y se ocultaba en sí mismo como si una capa negra le cubriese; pero cuando nos alejamos de los hombres, intervino:

—No nos permiten utilizar el puente de madera para transportar las piezas de cuero; por eso tuvimos que construir nuestra propia pasarela. Y ahora que su puente está derruido, ellos se niegan a utilizar el nuestro -sacudió la cabeza en señal de negación, y susurró-: Ojalá conocieran al dios secreto...

Al llegar a la otra orilla seguimos el curso del río por espacio de unos dos kilómetros y después giramos hacia el noroeste y empezamos a escalar la ladera. Los arces y los robles de ramas desnudas dieron paso a los pinos y los cedros. A medida que el bosque se hacía más denso, el sendero se hacía más oscuro y más empinado, hasta que llegamos a unas formaciones rocosas por las que a menudo teníamos que avanzar a gatas. Había conseguido librarme del sueño y ya notaba que la energía regresaba a mí. Jo-An ascendía sin descanso y apenas le faltaba la respiración. No resultaba fácil calcular su edad. La pobreza y el sufrimiento habían hecho mella en él, y parecía un anciano; pero puede que no sobrepasara los 30 años. Había algo en su persona que parecía proceder de otro mundo, como si efectivamente hubiese regresado del universo de los muertos.

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