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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Criptozoico (8 page)

BOOK: Criptozoico
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Una respuesta ambigua, pensó Bush.

Necesitó algún tiempo para captar exactamente el porqué de que la calle donde vivían sus padres pareciera más pequeña, pobre y sobre todo deslucida que antes. No era sólo porque varias ventanas estuvieran rotas y tapadas con tablas; recordaba eso de antes, y la suciedad en las calles. A poco de pagar su viaje y enfrentarse con la casa de su padre se dio cuenta de que todos los árboles de la calle habían sido talados. En el pequeño y cuidado jardín frente a la casa del dentista había habido dos cerezos ornamentales —el propio James Bush los había plantado cuando abrió su consulta—, que tendrían que haber empezado a florecer por aquel entonces. Mientras recorría el sendero de ladrillos, vio sus amarronados y podridos tocones brotando del suelo como reclamos de la profesión de su padre.

Algunas cosas seguían igual. La placa de cobre anunciaba aún ‘James Bush, Cirujano Dental Diplomado’. Metida en su funda de plástico transparente, la misma tarjeta seguía diciendo: “Llame y entre, por favor”, con letra de su madre. Cuando la clientela empezó a mermar, ella se había visto obligada, por razones económicas, a convertirse en la recepcionista de su marido, lo cual proporcionaba un impensado ejemplo de la naturaleza circular del tiempo, puesto que se conocieron cuando ella llegó para oficiar como recepcionista. Bush se preparó para oír una larga sucesión de ejemplos de cómo las cosas habían ido de mal en peor desde que se marchara; su madre siempre fue experta en proporcionar tediosas y reiterativas listas de cualquier cosa —esperaba que continuara siéndolo—. Sujetando el pomo de la puerta, Entró Sin Llamar.

El vestíbulo, que era también la sala de espera, estaba vacío. Diseminados sobre la mesa y las sillas, revistas y periódicos, en tanto que, cubriendo las paredes, anuncios, diagramas y diplomas, como si se tratara de un centro de pruebas de alfabetismo.

—¡Madre! —gritó, mirando escaleras arriba. El descansillo estaba oscuro. No se observaba ningún movimiento.

No volvió a llamarla… En vez de eso, golpeó con los nudillos la puerta de la consulta y entró.

Su padre, Jimmy Bush, James Bush, Diplomado en Cirugía Dental, estaba sentado en el sillón de dentista, mirando hacia el jardín trasero de la casa. Llevaba zapatillas de fieltro, y su bata blanca estaba desabotonada, revelando debajo un jersey raído. Volvió lentamente la cabeza hacia su hijo, como reluctante a mirar a otro ser humano.

—¡Hola, padre! Soy yo, de nuevo… Acabo de regresar.

—¡Ted, muchacho! ¡No te esperábamos! ¡Qué alegría verte! Así que has vuelto, ¿eh?

—Sí, padre.

Para algunas situaciones, no había ninguna forma racional de hablar.

Jimmy Bush se levantó del sillón y estrechó la mano de su hijo, sonriendo mientras se murmuraban algunas palabras afectuosas. Tenía el mismo tipo que su hijo…, un aspecto más bien descuidado. La edad y el desgaste lo habían marcado con un encorvamiento que impresionaba como si estuviera pidiendo disculpas, y el mismo aire de disculpa aparecía en su sonrisa. Jimmy Bush no era un hombre que exigiera mucho para sí mismo.

—¡Pensaba que no regresarías nunca! ¡Esto hay que celebrarlo! Tengo algo por ahí, un enjuagatorio escocés…, la ruina de los dentistas —rebuscó en una alacena, apartó un esterilizador y sacó una botella de whisky de medio litro, por la mitad.

—¿Sabes cuánto cuesta esto ahora, Ted? Cincuenta libras con sesenta, y no es más que una botella de medio litro. Ha vuelto a aumentar desde la última vez. ¡Oh, no sé adónde van a ir a parar las cosas, realmente no lo sé! Ya sabes lo que dijo Wordsworth… “El mundo es demasiado para nosotros; tarde o temprano, tomando y gastando consumimos nuestras fuerzas.” ¡Sufriría un ataque si viviera en nuestros días!

Bush había olvidado los clichés literarios de su padre. Le gustaban. Intentando infundir algo de vida en sí mismo, dijo:

—Acabo de regresar, papá. Aún no he hecho mi informe al Instituto —y preguntó, mientras su padre traía dos vasos—: ¿Está mamá en casa?

Jimmy Bush vaciló, luego se apresuró a servirse el whisky.

—Tu madre murió el mes de junio último, Ted. El diez de junio. Estuvo enferma varios meses. Preguntó a menudo por ti. Por supuesto, lamentamos mucho que no estuvieras aquí, pero no había nada que pudiéramos hacer, ¿verdad?

—No. No, nada. Papá, siento que… Yo nunca… ¿Fue algo grave? —dándose cuenta de la tontería que acababa de decir, se corrigió—: Quiero decir, ¿qué le ocurrió?

—Lo de siempre —dijo Jimmy Bush, como si su esposa hubiera muerto a menudo antes; su atención estaba fija en su vaso, que levantó nerviosamente—. Cáncer, pobre vieja. Pero era en los intestinos, y no sufrió en ningún momento, así que tendríamos que estar agradecidos. Bueno, salud de todos modos… ¡Brindemos!

Bush no supo qué responder. Ella nunca había sido una mujer feliz, pero los recuerdos de algunos pocos momentos de dicha volvieron, intensos, a su memoria. Bebió un sorbo de whisky. No estaba mezclado y tenía un sabor como de desinfectante, pero el camino a lo largo de su garganta fue agradable. Aceptó un mesca cuando su padre se lo ofreció, y chupó obedientemente.

—Necesito digerir la noticia, papá. ¡Me cuesta creerlo! —dijo, muy calmadamente; no podía dejar traslucir sus auténticos sentimientos. Dejó el vaso y salió al jardín, pasando por delante de su padre. Cruzó el pequeño invernadero y vio, al otro lado del césped, su estudio prefabricado. Corrió hasta allá y se encerró dentro.

Estaba muerta… ¡No, no era posible! No, mientras existieran cosas inacabadas entre ellos… Si hubiera regresado a tiempo… Pero ella estaba bien cuando se marchó. Simplemente no se había imaginado que ella, su madre, pudiera morir. ¡Dios! ¡Si pudiera, cambiaría todas las malditas leyes de la naturaleza!

Levantó el puño, lo sacudió…, apretó los dientes. Habían sido demasiadas impresiones para su ego. Aturdido, levantó la vista y la detuvo con repugnancia en el Goya: “Cronos devorando a sus hijos”. Una reproducción de un Turner, “Lluvia, Vapor y Velocidad”, colgaba de otra pared; también éste, con su terrible amenaza de disolución, era insoportable. En una estantería estaba una de las esculturas eléctricas de Takis, perteneciente a la década de 1960, deslucida por el polvo, rota, una ruina que ya no se iluminaba. En peor estado se hallaban los propios intentos de expresión de Bush; telas, apuntes, montajes, esculturas de tela plástica, composiciones…, las últimas CEC que había realizado. Nada de eso tenía significado ahora; una progresión sin progreso.

Bush empezó a demoler el estudio, utilizando sus brazos como arietes, apenas consciente de sus roncos gritos y sollozos. Todo el lugar pareció volar en pedazos.

Cuando recobró el sentido, estaba tendido en el sillón del dentista. Su padre estaba sentado al lado, bebiendo whisky abstraídamente.

—¿Cómo he llegado hasta aquí?

—¿Te sientes bien ahora?

—¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Andando. Luego, al parecer, te desvaneciste… Espero que no haya sido el whisky.

No pudo responder a aquella estupidez. Su padre nunca lo había comprendido; ya no quedaba nadie que lo comprendiera. Se recuperó lentamente.

—¿Cómo te las has arreglado, padre? ¿Quién se ha ocupado de ti?

—La señora Annivale, la vecina. Es muy buena.

—No la recuerdo. Señora Annivale…

—Se mudó el año pasado. Es viuda. Su marido cayó en la revolución.

—¿…revolución? ¿Qué revolución?

Papá Bush miró preocupado a su hijo por encima del hombro. Visto a través del invernadero, el descuidado jardín aparecía vacío al sol abrileño. Tras una somera verificación de que no eran espiados, el dentista se animó a decir:

—El país se fue a la ruina, ya lo sabes… Todos estos gastos del viaje mental, sin ningún beneficio a cambio… Había millones de parados. Las fuerzas armadas se pasaron al lado de ellos y el gobierno fue derribado. ¡Durante unos meses esto fue el infierno! ¡Qué bien que tú estuvieras fuera del país! Me sentí feliz de que tu madre no viviera para ver lo peor.

Bush pensó en
El huevo amniótico
, prosperando.

—De todos modos el nuevo gobierno no puede detener los viajes mentales, ¿verdad?

—¡Demasiado tarde! Todo el mundo se aferra a ellos. Es como la bebida, que pone punto final a la deshilachada madeja de preocupaciones y todo eso. Ahora tenemos un gobierno militar, que dirige las exportaciones y las importaciones y lo demás, pero el Instituto Wenlock forma parte ampliamente del gobierno…, al menos, eso es lo que se dice. No me preocupa. Ya no me preocupo absolutamente de nada. Vinieron a verme y me ordenaron que trabajara en los cuarteles, a cargo de la higiene bucal de los soldados. Les dije: Tengo mi consulta aquí; si sus soldados lo desean, pueden venir a verme aquí, yo no iré a los cuarteles. ¡Y pueden fusilarme antes de que tenga que hacerlo! Desde entonces no han vuelto a molestarme.

—¿Qué ocurrió con los cerezos de delante?

—El último invierno fue terrible… ¡El peor que recuerdo! Tuve que talarlos para hacer leña con que encender fuego. Y sólo por piedad me traje a la señora Annivale a vivir aquí conmigo. Ella no tenía con qué calentarse. Fue algo puramente altruista, Ted; prefiero la botella que el sexo en estos días…, como un bebé. Soy viejo, ya lo sabes, tengo setenta y dos años. Además, soy fiel a la memoria de tu madre.

—Estoy seguro de que la echarás mucho de menos.

—Ya sabes lo que decía Shelly: “Cuando el laúd está roto, no se recuerdan los suaves acordes; cuando los labios han hablado, los queridos acentos se olvidan pronto”. ¡Todo tonterías! Hay muchas cosas de las que ni siquiera te das cuenta hasta que han desaparecido hace tiempo, muchas acciones que nunca comprenderás hasta varios años después de ocurridas. Por Dios, tu madre podía ser a veces un verdadero hueso para mí. ¡Me hizo sufrir… no sabes cuánto!

Bush nada admitió, y su padre siguió sin hacer pausa alguna, como si siguiera un tren racional de pensamiento.

—Y una tarde, cuando las cosas estaban en lo peor, las tropas se lanzaron sobre la ciudad. Quemaron la mayor parte de Neasden. La señora Annivale vino aquí en busca de protección: estaba llorando. Dos soldados habían cogido a una chica en la calle; no supe el nombre, la gente ha cambiado mucho aquí en estos últimos años. Ya no mantengo relaciones con nadie…, o bien tienen unos dientes maravillosos o las mandíbulas llenas de podredumbre, porque no vienen a molestarme mucho. Sea como fuere, era una chica hermosa, de no más de veinte años; uno de aquellos soldados la arrastró hasta aquí, hasta el jardín delantero, ¡mi jardín delantero! La tiró al suelo junto a la pared…, era un hermoso día de verano y los árboles aún estaban ahí. ¡Se comportó de un modo terriblemente brutal! Ella se debatía fieramente… Le hizo trizas todas las ropas. La señora Annivale y yo lo vimos todo desde la ventana de la sala de espera —los ojos le brillaban, era como si hubiera una nueva vida en él.

Bush se preguntó qué habría pasado entre la señora Annivale y su padre en aquella ocasión. Ahí estaban de nuevo las imágenes de violencia y odio, de las que nunca se libraría. ¿Qué tenía que ver aquella violación con los recuerdos que conservaba su padre de su madre? ¿Se trataba de una fantasía mediante la que él expresaba sus deseos, su agresividad, su odio hacia las mujeres, su miedo? Era un enigma que Bush no quería ver resuelto; el antiguo tabú acerca de hablar de sexo con su padre no se había levantado tan sólo porque éste estuviera ya borracho… Pero sabía que quizás él no había sido la única persona excluida del amor de su madre. No quería oír nada más; anhelaba los herméticos silencios del remoto pasado.

Cuando se puso de pie, su padre se estaba tranquilizando.

—Los hombres son como animales —dijo—. ¡Malditos animales! —antiguamente ése había sido otro tabú en las discusiones con su padre. Eso al menos había muerto allá donde se arrastraban los crosopterigios, o quién sabe en qué lugar donde se hubiera exiliado de su propia vida.

—Jamás he oído de ningún animal violador, padre. ¡El ser humano, sólo; ésa es una de sus prerrogativas! La reproducción era un acto neutral, como el comer o el dormir o el orinar, mientras perteneció al reino animal. Pero en manos del hombre se ha visto retorcida hasta convertirse en lo que él quiso…, un instrumento de amor, un instrumento de odio…

Papá Bush vació el vaso, lo dejó y dijo fríamente:

—Le tienes miedo, ¿eh? Al sexo, quiero decir. Siempre le has temido, ¿eh?

—En absoluto. Tú estás proyectando tus miedos sobre mí. Pero… no es extraño, considerando el modo en que te burlabas de mí cuando era un muchacho y traía alguna chica a casa.

—¡El buen viejo Ted, nunca olvidando un rencor, exactamente igual que su madre!

—Y tú tenías que tenerle también un buen miedo, ¿eh? Por no arriesgarte de nuevo y proporcionarme algunos hermanos y hermanas.

—Tendrías que haberle preguntado a tu madre acerca de esas cosas…

—¡Ja! Esos queridos acentos no se olvidan pronto, ¿verdad? ¡Cristo, vaya trío el que formamos!

—Un dúo…, no más que tú y yo, ahora. Y tendrás que ser paciente conmigo.

—¡No, todavía un trío…! Se necesita algo más que la muerte para librarse de los recuerdos, ¿no crees?

—Los recuerdos son todo lo que poseo ahora, hijo… No soy ningún viajero mental, capaz de vivir en el pasado… No tengo más que otra botella arriba, únicamente para casos de emergencia —James Bush se levantó y salió de la habitación arrastrando los pies. Su hijo lo siguió, impotente.

Subieron las escaleras en la oscuridad y penetraron en el saloncito, que olía a humedad.

El dentista encendió la luz.

—Tenemos un agujero en el tejado. No toques el techo, el yeso podría caerse. En el verano estará seco y entonces intentaré arreglarlo; las cosas son muy difíciles. Quizá puedas darme una mano si es que todavía sigues por aquí —trajo una botella de litro de whisky, llena en más de sus tres cuartas partes.

Habían subido con sus vasos. Se sentaron en enmohecidos sillones y se sonrieron mutuamente.

James Bush guiñó un ojo.

—¡A la salud de la infame vieja raza humana! —dijo—. ¡Un hombre es un hombre por ello!

Bebieron.

—Somos gobernados por un hombre llamado general Peregrine Bolt —dijo luego papá Bush—. No parece un mal hombre para ser un dictador. Tiene mucho apoyo popular. Al menos mantiene las calles tranquilas por la noche.

—¿Ya no hay más violaciones?

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