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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (4 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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Abrió la puerta del carruaje y dijo:

—Esta tormenta también te ayudará con tu problemilla, Marie.

—¿Lo crees?

—No se podría haber improvisado mejor.

Un chico salió del establo, sacudiéndose la nieve que cubría sus rodillas. La carroza se inclinó hacia un lado cuando el señor Pen se apeó, mientras grandes trozos de nieve se desprendían de su abrigo.

—Pobre hombre —Kitty se cubrió con la capucha la cabellera, que esa misma mañana su doncella había recogido en dos elegantes trenzas. En algún momento del viaje, cada vez más lento, el primer cochero de Emily adelantó en el camino al coche en que iban los sirvientes, decidido a llegar al destino antes de que los alcanzase la tormenta.

Por desgracia, no hubo suerte. Ahí estaban, aparentemente en medio de ningún lugar, y sin saber dónde se encontraba el carruaje en que viajaban los sirvientes.

—¿Crees que esto durará mucho, joven? —gritó Emily por encima del fragor de la ventisca, dirigiéndose al chico del establo, que era todo dientes y huesos.

—Como mínimo toda la noche, puede estar segura, señora —dijo el chico, llevándose una mano a la gorra.

Abrieron la puerta de la posada y entraron, seguidas de una ráfaga de hielo y polvo.

—¡Buenas noches, señoras! —un hombre de mediana edad, achispado por el whisky y con un pañuelo rojo al cuello, se acercó—. Bienvenidas al Cock and Pitcher.

—Señor Milch —dijo Emily de la forma directa que Kitty tanto admiraba—. Hace un año estuvimos aquí con mi madre y mi padre, lord y lady Vale. Su esposa nos sirvió un rosbif y un pudín excelentes. ¿Tendrá lo mismo para lady Katherine y para mí esta noche? ¿Y habitaciones?

—Claro, señora —el posadero sonrió amablemente y les cogió las capas—. Mi mujer enviará a las chicas para que preparen las habitaciones de inmediato.

—Nuestros criados aún están en camino —dijo Emily, pensando en su dama de compañía, la formidable madame Roche. Los rumores en Londres sobre la soltería de Kitty se habían convertido en un tema de conversación durante cinco años; entre risas, muchos decían que se merecía estar soltera después de alardear de su historia de amor con Lambert Poole. Pero hasta el momento esos cotilleos no habían convertido a Emily en objeto de crítica, excepto, claro, por su amistad con Kitty. A Emily, sin embargo, no le importaba. Le bastaba con sus libros y no le preocupaba en absoluto el que consideraran a Kitty inadecuada como compañía de una damisela.

Pero a Kitty sí le importaba la intachable reputación de Emily, y pensaba que una noche en el camino sin la vigilancia de una dama de compañía no ayudaría mucho.

El señor Milch chasqueó la lengua y dijo:

—Bien, pónganse cómodas —les hizo un gesto desde el vestíbulo y añadió—: Voy a buscar a mi Gert y luego nos ocuparemos de su cochero. Espero que podamos encontrar lugar para él en la taberna. Aquí estamos completos.

Emily asintió.

—No creo que a Pen le importe mucho mientras tenga con qué abrigarse —un buen abrigo, buenos libros y buena conversación era todo lo que Emily Vale necesitaba. Siempre había sido una chica práctica y no le preocupaba el pasado de una persona por rebelde que esta fuese. Por eso era tan buena amiga de Kitty, una de sus preferidas.

La planta baja de la posada era una sala modesta dividida en dos por la escalera que conducía al piso superior. En la parte derecha había dos mesas cuadradas flanqueadas por bancos y cubiertas con manteles de encaje, y a la izquierda, delante de la chimenea, había un sofá y un par de sillas gastadas. De las paredes colgaban tapices de punto de cruz y una impresionante cornamenta que hacía las veces de perchero; las ventanas estaban cubiertas por sencillas cortinas de lana. El lugar olía a cebollas, a guisado de cordero y a café.

—Kitty —dijo Emily, mirando alrededor—, sospecho que jamás has estado en un sitio como este. Nunca me lo perdonarás.

—No seas tonta. Es encantador —«
y horriblemente rústico y sencillo
», pensó.

De pronto, sobre la alfombra que había delante de la chimenea algo se movió. Kitty saltó hacia atrás. Una cabeza gris y peluda se levantó del suelo y la miró con unos ojos grandes y profundos. Sonriendo, Kitty se quitó la bufanda y el sombrero y se acercó a la chimenea, con cuidado de no pisar la cola del perro, extendiendo las manos para calentárselas.

—Supongo que no tiene remedio, como dices —Emily, a quien nada de aquello le hacía mucha gracia, se sentó en una silla, se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el corto cabello con ademán varonil. Cuando tenía dieciocho años carecía de toda gracia femenina, pero durante los últimos cinco años, y gracias a la ayuda y el ejemplo de Kitty, había ganado en femineidad.

Kitty se echó a reír y dijo:

—Realmente, no tienes que preocuparte. Pero ¿dónde estamos exactamente?

—Yo diría que cerca de Shrewsbury —respondió Emily—. Pen dijo que íbamos hacia Sever, y de eso hace horas. Si quieres que sea sincera contigo, Kitty, no puedo evitar sentirme preocupada.

—Emily… —Emily apretó los labios—. Marie —se corrigió Kitty—. No debes preocuparte. Incluso si la nieve nos confina en Willows Hall mientras el señor Worthmore está allí, trazaré un plan para disuadir a tus padres de ese encuentro inapropiado. Lo prometo.

Emily frunció el entrecejo.

—Por eso te pedí que vinieras, Kitty —dijo en tono serio—, porque eres increíblemente lista para esta clase de cosas. Mis padres se las han ingeniado para aturdirme por completo con esta situación, pero sé que para ti no supondrá ningún problema. A fin de cuentas, si el verano pasado conseguiste derrotar a todo un lord británico, seguramente también lograrás ahuyentar de la casa de mis padres a un simple señor.

A Kitty se le hizo un nudo en la garganta, y no pudo disimularlo.

—Oh, lo lamento mucho, Kitty —se apresuró a decir Emily—. Madame Roche me advirtió que no debía mencionarlo, pero ya sabes lo desmemoriada que soy para esas cosas.

Hasta el momento ninguna de sus relaciones había hablado de ello en voz alta. A excepción de Emily…

Tres años antes, después del baile de disfraces en el que ella le dijo a Lambert Poole que no le importaba lo suficiente ni para odiarlo, había guardado bajo llave toda la información importante que había obtenido sobre él. Durante dos años y medio no hizo nada con ella. Pero seis meses atrás, al final de la temporada, Lambert había amenazado a su hermano Alex, acusándolo de actividades delictivas con el único fin de ocultar las propias. Y Kitty finalmente echó mano de sus archivos. Junto a la información proporcionada por el Consejo del Almirantazgo procedente de otra fuente, su conocimiento de las actividades indeseables de Lambert había acabado por condenarlo.

Por supuesto, nadie debía saber que ella estaba involucrada en el asunto. Pero la información se filtró y en pocos meses comenzó a correr el rumor de la asombrosa actuación de lady Katherine Savege, que había ayudado a llevar ante la justicia al delincuente lord, murmuraciones a las que pronto se sumó la humillante historia de que había entregado su virtud a aquel mismo hombre.

—No debes dejar que te afecte, Marie. Con que me aflija a mí ya es suficiente…

De pronto se oyó que alguien que calzaba botas subía la escalera. Con un alivio que le resultó a un tiempo bochornoso, Kitty puso los ojos en blanco. Sintió un nudo en el estómago.

En el rellano de la planta superior había un caballero de estatura considerable, espalda ancha y movimientos ágiles, pero sin otros méritos que esas cualidades masculinas, en este caso muy estimables para quien sólo ama la belleza física por encima de la belleza moral. O el carácter. O la educación. O las aficiones.

Kitty había querido escapar de Londres, pero no por ello renunciar a ciertas cosas.

Bueno, no era del todo verdad… Notó las palmas de las manos húmedas. No sólo había querido escapar de Londres. Había querido escapar también de los rumores, de que en los salones de la ciudad se asociara su nombre con el de Lambert, de los errores del pasado, de los que al parecer no conseguía librarse.

La presencia repentina de aquel hombre en medio de ningún lugar hizo que todo resultase imposible.

Lord Blackwood sonrió y la miró fijamente. Ella le hizo una reverencia.

La sonrisa de Blackwood se hizo más amplia. Era, en efecto, una sonrisa elegante. Pese a su barba escandalosamente bárbara.

—Milady, qué agradable sorpresa el que nos encontremos aquí.

Las rudas palabras en escocés retumbaron como un rebaño de ovejas negras huyendo de los lobos. Algo enorme veteado de gris corrió alrededor de sus largas piernas. Kitty dio un respingo.

—Hermes, fuera.

El animal se tumbó en el suelo, a los pies de ella, moviendo la cola frenéticamente.

—¡Señor! —exclamó Emily.

—Tranquila, que no le hará ningún daño.

—¿Cómo está, milord? —preguntó Kitty, intentando recuperar el aliento—. Marie, permíteme presentarte al conde de Blackwood. Milord, ella es mi compañera de viaje, lady Emily Vale, a quien actualmente se la conoce con el nombre de Marie Antoine.

—Madame —Blackwood se inclinó hacia Emily con una sonrisa y comenzó a bajar la escalera.

Él hizo una reverencia hacia Kitty, con perfecta soltura.

—Milady…

No había escapatoria. Aquello era absurdo. Sólo había hablado con aquel hombre en una ocasión, tres años atrás, prácticamente para intercambiar saludos. Sin embargo, su vida había cambiado.

Él tenía los pómulos altos, las mejillas lisas, los bigotes poblados y una mirada indolente.

Kitty sabía muy bien que debía fiarse de esa indolencia. Al menos así lo había decidido aquella noche cuando sus ojos oscuros parecían mirar dentro de ella.

—¿Qué le trae a Shropshire, milord?

—La pesca —respondió él, y un eco de placer resonó en su voz.

Kitty no entendió una palabra de lo que dijo a continuación, como siempre que hablaba en escocés. Era imposible mantener una conversación racional con aquel bárbaro, por apuesto que fuese.

—Ya veo —se limitó a decir. Y añadió—: ¿También se aloja aquí?

—Sí.

—La tormenta es atroz.

Se presentó el posadero.

—Señoras, ella es la señora Milch, viene a arreglar sus habitaciones. Cuando gusten, serviré la cena.

—Sólo tenemos salchicha de cordero, y aquí mi marido ya se ha comido la mitad —la señora Milch miró a su marido con el entrecejo fruncido, cubierta del cuello a las rodillas con un sencillo vestido de batista—. Es cuanto hemos recibido, aparte de los huevos, que los guardaré para el desayuno.

—Salchicha de cordero estará muy bien —respondió Kitty.

—No me esperaba que miembros de la alta sociedad nos visitaran esta noche —dijo la señora Milch con voz monocorde—. Es todo lo que puedo ofrecer.

Kitty la siguió, a ella y a Emily. Pero al llegar a lo alto de la escalera no pudo evitar mirar hacia atrás. Lord Blackwood la estaba observando. Ahora no había ninguna sonrisa que iluminara su rostro, sólo un destello de frialdad y perspicacia tras la indolencia.

Aquella noche, tres años atrás, sus cálidos y oscuros ojos habían brillado trémulamente. A través de la sala de baile él la había mirado como lo hacía en ese momento, y eso fue todo lo que ella necesitó para decidir cambiar el rumbo de su vida.

Durante tres años, Kitty se había preguntado si su imaginación había inventado ese destello acerado para satisfacer su propia necesidad en aquel momento. Ahora lo sabía.

Capítulo 3

—Katherine Savege está aquí —dijo Leam mientras se rasuraba el mentón con la navaja—. Y lady Emily Vale.

—¿Lady Katherine, la exquisita soltera? —Yale ganduleaba en la silla de madera de la habitación mientras hacía girar una guinea entre los dedos. La moneda de oro brilló a la delicada luz matinal que entraba por la ventana. El juego iba ganando agilidad.

—La única —puntualizó Leam—. Haute société. Política. Frecuenta el salón de la condesa de March —y a través de ciertos amigos presentes en ese salón, seis meses antes ella había sellado para el lord un destino traicionero.

—Belleza e inteligencia —Yale miraba fijamente la moneda—. Pero lo último seguro que no le interesaría al cretino del conde de Blackwood.

—Su madre juega a las cartas.

—Ah. Ve al grano.

—Lady Katherine tiene algunos conocidos influyentes, cercanos al Consejo del Almirantazgo, en concreto.

Yale se guardó la moneda en el bolsillo y dijo:

—No es asunto nuestro, entonces.

—Ya no —la fría hoja de la navaja se deslizaba por la piel de Leam. Un poco de jabón cayó sobre su ropa—. Maldición.

—¿Por qué te afeitas, entonces?

Leam se pasó las palmas de las manos por las mejillas y el mentón. Qué gran satisfacción volver a sentirse civilizado.

—Tenía que hacerlo —repuso—. Lo tenía programado —al contrario que ir a Alvamoor, donde debería estar en ese momento. Maldijo a Jin por cambiar el lugar de encuentro de Bristol a Liverpool. Si no hubiera sido por la nieve, Leam lo habría dejado en manos de Yale y se habría desentendido de los negocios del
Club Falcon
de una vez por todas.

—¿Quién es lady Emily? —preguntó Leam, anudándose la corbata.

—¿Aún faltan quince días para que termines el trabajo y ya estás perdiendo facultades? Te la presentaron en el baile de Pembroke la primavera pasada.

Yale se puso serio.

—¿Athena?

—Marie Antoine, al parecer.

El galés se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.

—Bien, debo irme, antes que les belles se pongan nerviosas.

—Hay dos metros de nieve.

Si a Leam no le hubiese importado abusar de sus animales, habría ensillado su caballo y llevado a Bella y a Hermes hacia el camino sin pérdida de tiempo. Pero no podía hacer algo así. De modo que se encontraba atrapado a cientos de kilómetros de donde debería estar en dos días.

—¿Adónde esperas ir?

—Debería abrir una zanja hasta el muelle, robar una batea y, una vez en la desembocadura del río, mirar hacia el mar buscando un corsario despistado.

—Wyn…

—¿Leam?

—Ve con cuidado.

El hombre más joven se inclinó con un floreo. Vestía completamente de negro, su única extravagancia.

—Como siempre, milord.

Leam se echó el abrigo por encima de los hombros. Atrapado en una posada con un par de mujeres que frecuentaban las más altas esferas, aún no podía librarse del todo de su fama de bromista; su personalidad pública era muy bien conocida. En casa habría pocas similitudes con la vida que había dejado atrás hacía media década. Allí podría vestirse y comportarse como quisiera. No iría a Edimburgo. No tenía ninguna razón para ver a otros y tenía trabajo suficiente en su propiedad como para permanecer allí. Ya la había descuidado durante demasiado tiempo, y no sólo su propiedad.

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