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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

Cuentos completos - Los mundos reales (52 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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—Hola —dice Bender—. Vos estás loco.

Del otro lado, una urgente voz de varón en celo le está pidiendo cinco palos. O por lo menos, tres. O sea otros tres millones viejos y todavía no pasó una hora. Le pregunto para qué esa importante suma: ¿tiene hambre?, ¿tiene el hijo enfermo? Coma mierda. Mate al hijo. Mi amigo del alma dice que hay que ser muy poco instruido para preguntar una cosa así. Una mina, oigo. Oigo la palabra mina y siento que Jack el destripador era argentino. Fui yo en Londres. La lluvia me trae el recuerdo y me cosquillean en las manos las tijeras y los bisturís y los escalpelos. Las voy a matar a todas. No quedará una puta sobre la faz de la Tierra. En cuanto termine de oscurecer salgo al parque y a la primera que pase le corto todo. Me oís, dice la voz de mi mejor amigo: una mina, esas cosas frágiles de ideas cortas y pelo largo, con ombligo. La tengo sentada en un boliche roñoso hace una hora, se le va a deformar el culo por tu pijotería, me oís o no me oís. Yo no lo oigo. Yo estoy mirando la fotografía del diario. Yo no lo oigo pero digo:

—Espera un momento, no vayas a cortar, no te muevas de ahí ni hagas nada irreparable. —Bender mira la cara del anciano, lee el titular. Entonces era eso lo que estaba tratando de decirle el diario. Bender, de pronto, se despierta. Cuando vuelve a hablar le sorprende reconocer su voz. Varias especies de machos gallardos hablan por su boca. El león, el enjoyado pavo real, el buchón robador de palomas. No le sorprende, en cambio, lo que dicen. —La mujer es la casa del hombre —dicen—. Te presto diez, no cinco. Te los regalo, no te los presto. Si cuando llegas ya me fui, te los dejo encima de la cama. También te presto la cama. Estás oyendo perfectamente. Acaba de morir Henry Miller y yo debo colgar.

Siete minutos después, bañado, afeitado, reluciente y fresco como un pepino, Bender, totalmente desnudo, marcó el número de las Hermanas Adoratrices. Cuando lo atendieron se apretó la nariz con los dedos y, con impersonal voz de telefonista, preguntó si ése era el número. Le dijeron que sí. De larga distancia un momentito que le van a hablar, dijo Bender. Hable, dijo Bender.

—Gracias —dijo Bender con tono latifundista de papá de Agustina—. Hola, hola —dijo—. Con la hermana Sofía, por favor —y la voz que oyó del otro lado parecía estar tan en paz con Dios que Bender se tapó con urbanidad el ombligo con el diario. La hermana Sofía habla, sí, dijo la voz—. La escucho muy mal, hermana. Le habla el doctor Daireaux, el papá de Agustina. Usted me escucha. —Sí, sí señor Daireaux, dijo la voz en armonía con los cielos.

—Entonces escúcheme bien, yo casi no oigo nada. Usted cállese y escuche. Mi tía la mayor, tía Merceditas, la tía abuela de Agustina, usted la recuerda, la tutora de la niña, sí. Se dislocó la paletilla. Y va a necesitar que Agustina la asista por lo menos esta noche. Hola. A la niña la pasará a buscar mi primo segundo, el doctor Bender. Bender, exacto. Tiene una autorización mía, firmada, en regla. Merceditas se me quedó sin enfermera y sin mucama, Dios me perdone pero siempre lo mismo cuando más hacen falta. —Bender tomó aliento; desde el diario, los ojitos socarrones del viejo le estaban indicando algo, un pequeño problema. —Ah, sí. Gracias —dijo Bender al diario—. Me oye, hermana Sofía. Usted se preguntará por qué llamo yo desde mi establecimiento de tambo y no mis propios familiares desde Buenos Aires. Escrúpulos. Seriedad de mi primo segundo. Delicadeza, en suma. Figúrese que el doctor Bender, Bender, el del papelito, ha viajado en su avioneta ida y vuelta para recabar mi autorización. Al tambo. Hasta Junín. Fue y vino. Quiero decir, vino y fue, qué me dice. ¿Qué dice? Ah sí, con este tiempo. Vino y fue en su avioneta con este tiempo. No oigo nada. Cómo para qué tanta molestia, por si la necesitara a Agustina más de un día o algún otro día. Nunca se puede saber en ciertos casos. A veces pienso que esto puede durar toda la vida. Usted rece. Ah, hermanita, que se ponga su mejor vestido. Como si fuera a una fiesta. Es por la tía Merceditas, para que no crea que está grave. Si la niña quiere pintarse que se pinte. Los ojos, sobre todo. Que impresione. No quiero que la tía piense que se va a quedar sola con una criatura, usted me comprende. Hola, ¿me comprende? No oigo nada, debe ser por las inundaciones. Se me han ahogado cuatrocientas vacas y encima ahora la paletilla. Bender, ya sabe. Le cuelgo, hermana. Dios quede con usted, hermana.
Ora pro nobis
. No se imagina qué clase de favor está haciendo.

Veinte minutos después, Bender (piloto abrochado hasta el cuello, paraguas a botón, diario en ristre) estaba sentado con las rodillas muy juntas en el banco frailero de la recepción del pensionado de Las Adoratrices. Junto a él, la plácida hermana. Sofía. Igual a la abuelita del té Mazawathee. Hablaban de paletillas e inundaciones y de los designios inescrutables de la Providencia. Todo siempre era para bien. De tanto en tanto, en lo alto de la escalera, aparecían y desaparecían ovales rostros núbiles, o casi. Como en un palco del Cielo. Miraban a Bender con los ojos que Zola le describe en
La taberna
a la nena de siete años. La nena que después será Nana. Había una cuantas, ahí arriba, bajo cuyas camisetas de frisa galopaba el corazón de Brunilda. ¡Guerra! ¡Guerra! Sonreían detrás de sus manitos, ji ji, y desaparecían. Son como gallinitas. Todas alrededor de mi granito de maíz. Quizá la imagen era mazorca. O marlo. Qué putesco puterío potencial, oh sombra de lo que fui. Cuándo bajará Agustina. Acá corro peligro. Tienen ojos de ménades. Nam, ñam. ¡Socorro!, pensó Hender y, como a un amuleto, se aferró con las dos manos al diario enrollado sobre su rodillas.

—Decía, hermana.

—Que si la niña no puede venir mañana no importa. Es el aniversario de la fundación de Buenos Aires así que no hay facultad. Puede llamarnos por teléfono.

—Creo que no hará falta, hermana. Si Dios me ayuda. Es menos un tratamiento prolongado que intensivo. Por fortuna todo lo anterior está hecho. A conciencia. Masajes, calor. Alguna punción. Usted me comprende. Yo calculo que en seis o siete horas va a cantar en japonés.

—No lo entendí, señor Bender.

—Tía Merceditas es orientalista. Canta tankas, haikús. En la Colina del Arroz Sonoro me encontré con Tu Fu; bajo el sol cenital de ojos de oro, tenía puesto un sombrero de bambú. Esas cosas. Se acompaña con un laúd chiquito de la dinastía Ping. No ahora, claro, por la paletilla.

Entonces bajó Agustina. Circundada de adolescentes con caras de torta y ojos constelados, bajó Agustina. Como emergiendo entre los pétalos de la Rosa Mística. Seguida por un cortejo de miradas de ciervas, gatas de corralón, asombradas gacelas. Pintada a lo Cleopatra, armada de belleza hasta los dientes. Con lentitud bajaba. Con cara de loca, con un pie delante del otro. Como una pitonisa que desciende las escalinatas deificas, bien a lo turra, bajó Agustina.

Las mujeres saben. Agustina y su mirada más allá del
Bien y del Mal
. Agustina glacial pero borracha ahora de aventura inédita. Sólo cambiar de dirección esa ebriedad y clavarse en la memoria de Agustina como un menhir, como un tótem, inmortal en Agustina todo lo que dure la transitoria ceniza de su cuerpo. En la iglesia vecina comenzaron a sonar campanas. ¡A la guerra! ¡A la guerra! Bender estaba de pie, su pito también. ¡Milagro! Las campanas llamaban a la bendición nocturna. Un coro de voces infantiles cantaba
Lauda Jerusalem
. ¡Hosanna! ¡Hosanna!

—Hola, tío Bender —dijo Agustina y su natural cinismo femenino hizo que Bender se felicitara por ser huérfano y varón.

—Hola, nena —dijo Bender.

Y en presencia de las niñas adoratrices del palquito, bajo la mirada aprobatoria de María de Magdala, de la hermana Sofía y de las once mil vírgenes, se dieron un casto, aunque ambiguo, beso de refilón en la comisura de los labios. ¡Hosanna!

Liliputienses flechas de ángeles gorditos volaban en todas direcciones, incluso me pareció ver angelitos de culo redondo cayendo desde lo alto en distintas posturas. Incluso, una de las niñas rodó por las escaleras. Y un gran pájaro negro se posó sobre su pecho. Y me miró fijamente a los ojos. Y graznando algo sobre la brevedad de la vida, le arrancó el corazón.

Bender y Agustina en Yrigoyen y Pozos, bajo un único paraguas. No llueve ni garúa ni llovizna. Orvalla. Agustina con vestido de jersey negro. No me mira. La miro de reojo. Somos una pareja de perfil, como dos egipcios. Agustina con su vestido y su cuello de garza real y su escote. Lista para ser pelada como una chaucha. Collarcito rutilante y quizá propio. Tapado sobre los hombros. No propio. Tapado de zorro requerido a último momento a alguna adoratriz adulta, una de esas viejas trotonas que ya tienen como veintiún años. Al bajar la escalera del pensionado lo llevaba entre los brazos, apretado contra el pecho. Tan niña y tan artera. Ahora uno nota lo que jamás imaginaría la hermana Sofía. Esta chica no tiene corpiño. Tampoco le hace mucha falta, es cierto, pero eso que se ve allí es en cierto modo una teta. Si yo fuera tu padre, piensa Bender.

—Cerrate ese tapado. Venus de las pieles.

—Te gusta, es mío —informa con impávida falsedad Agustina y Bender la mira—. Mentís, trompeta —se dice a sí misma Agustina bajando los ojos—. A dónde me llevas —preguntó después.

Entonces Bender se lo dijo, estaba enojado y se lo dijo con brutalidad. No le dijo adonde sino a qué. Empleó una palabra fea, un vulgarismo. Tal vez debió decir a hacer el amor, no esa palabrota.

—Agustina estaba encantada.

—¡Surprise! —dijo—. ¿Otra vez? Bender la miró con ojos de loco.

—Pero antes —dijo Bender— te llevo al cine. Siempre jodiste con que te llevara al cine —no sé por qué estoy hablando con ferocidad, pensó Bender, yo no soy así, yo soy más bien un melancólico—. Y después del cine te llevo a comer a algún lugar exótico, carísimo, con zíngaros y bayaderas y turcas con el ombligo al aire que bailen la danza del vientre —me enloquecí, pensó Bender.

—¡Fa! —dijo Agustina.

—Y a caminar. También a caminar por parques húmedos.

—Qué hermoso. Y después de eso me abandonas. O te suicidas. Te lo veo en la cara.

—Qué, cómo.

—Que quiero ir a ver una prohibida para menores de dieciocho.

Y Bender tuvo una revelación. O dos.

La primera no fue,
strictu semu
, una revelación auténtica: fue una constatación. Siempre lo sospeché. Las mujeres saben todo acerca de todo. Cumplen once años y ya está. Colegiala que pese más de treinta y cinco kilos trae, en su carterita, un biberón y un Mejoralito para Bender. Debido a que soy huérfano. El desamparo se nota. La soledad es como un resplandor. Enfermera, pitonisa, madre y puta son funciones litúrgicas de la mujer. Por eso se me pegan estas yeguas. Practican conmigo. Y yo me voy a morir lejos del Paraíso. Sin confesión y sin Dios. Y seguramente sin pilila. Crucificado a mis penas como abrazado a un rencor. Nada de lo cual fue la verdadera revelación. La revelación fue cuando Bender oyó que Agustina quería ver una película chancha. La miró y se quedó mirándola. La miró con helados ojos repentinamente grises, dos pequeñas y frías monedas de níquel, qué cosa escalofriante. Bajo su negro paraguas Bender miró a Agustina desde Transilvania. Y ahora habla secamente. La está corrompiendo, la seduce, ha empezado a violarla hasta el más remoto sarampión, hasta el último vestigio de Quacker Oats.

—No querés nada de eso —dijo—. Lo que Agustina quiere es ir a ver el festival de Tom y Jerry. Y que lo aproveche bien, que se ría hasta hacerse pipí de felicidad. Carpe diem. Porque nunca en su vida volverá a ver un dibujo animado con los mismos ojos.

Agustina muy seria. Va a decir alguna pavada.

—El otro día hicimos
Otelo
con las chicas del pensionado. La gorda Martínez hacía de Otelo pero en vez de oh infame puta decía oh esposa impura. Te da una risa bárbara, no te da nada de risa. Bueno que de golpe me acordé de la gorda cuando Otelo la agarra del cogote a Desdémona y le dice que rece. Impresiona más porque le dice de usted, ha rezado Desdémona sus oraciones, a mí los sádicos no me dan nada de susto.

—Je —dijo Bender.

—Por qué no te casas conmigo y me sacas del pensionado. Odio las vacas. Odio el latín. Yo te lavo la ropa.

—Je —dijo Bender—. Taxi —dijo—. Al cine Real, rápido, al festival de
Tom y Jerry
.

—No, no —susurró Agustina clavándole las uñas en la mano—. Tom y Jerry, no. Tengo miedo.

Y en el iris de sus ojos huían, en todas direcciones, fulgurantes y aterrados pececitos de colores. —Je, je —dijo Bender.

Y he aquí que no vieron a Tom y Jerry. Vieron
Los hechos del Rey Arturo y sus Nobles Caballeros
con el pato Donald en el papel de Sir Lancelot del Lago. Él y grande elenco rico en mandobles y catapultas. Y aunque Agustina no reía aquello era mucho mejor que la historia del Rey Rodericus y Carlos Martel en los albores del protocastellano, había explosiones y salvajismo a rolete, la vaca Clarabella tocaba el laúd, el tío Patilludo era Merlín y Pete Pata de Palo acaba de raptar a Guenever porque es el Ogro. Con música de Bartók y Ligeti. Y Walt Disney, que flotaba sobre el caos, dijo Hágase un Gran Petardo. Y el petardo se hizo. Y los niños que pataleaban en el cine Real y rodeaban a Bender y a Agustina (que no reía) y enchastraban a su mamá de maní con chocolate y moco vieron que el petardo era bueno. Y el petardo estalló. Maldición, Sir Lancelot está en peligro. Y Walt Disney dijo Haréle ayuda idónea para él. Y apareció un cañoncito negro y apuntó el culo de Pete y uno de los sobrinos de Donald sacó una caja de fósforos, el otro la abrió, el otro encendió la mecha, y el pícaro gordo fue a parar a la mierda con grande regocijo de la platea al borde de la histeria colectiva. Pero Agustina no reía. Tenía enormes ojos de hechizada, se le desorbitaban los ojos y parecía estar viendo los frisos pornográficos de Pompeya, leyendo el
Ananga Ranga
, visitando las cámaras secretas de Sumeria, iniciándose en Eleusis, con los labios entreabiertos, igual a la prostituta de Babilonia. Y la reina Guenever, interpretada por Margarita (largas pestañas, holgados zapatos de taco alto, bonete con tul), iba a ser quemada en un puente pero tocaba la mandolina. Un niño, enloquecido de placer, le dio una patada a Bender y depositó algo dulzón y derretido en su mano. Era rico, constató Bender al chuparse el dedo. Ahora no estaba muy seguro de si Patilludo era el rey o Merlín, algo confuso por las explosiones y los degüellos, sin contar un interrogante que lo hizo sentir aún más huérfano. A quién preguntarle por qué, si Dippy es un perro, tiene a su vez un perro llamado Pluto. Y por qué Pluto es también perro de un ratón. Por qué Clarabella, que es vaca, anda a caballo por campiñas donde hay vacas que parecen vacas. Cómo es que todos tienen cuatro dedos. Y usan guantes. Y ese auto que viene ahí de dónde salió.

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