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Authors: Lord Dunsany

Cuentos de un soñador (14 page)

BOOK: Cuentos de un soñador
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Altos hombres encorvados bajaban por la calle envueltos en capas maravillosas. Todos eran de rostro pálido y de negra cabellera, y la mayor parte con extrañas barbas. Andaban pausadamente, apoyados en báculos, y tendían sus manos en demanda de limosna.

Todos los mendigos habían bajado a la ciudad.

Yo les hubiera dado un doblón de oro grabado con las torres de Castilla, pero no tenía semejante moneda. No parecían gentes a quienes fuese propio ofrecer la misma moneda que se saca para pagar el taxi. (¡Oh maravillosa palabra contrahecha, seguramente palabra de paso en alguna parte de una Orden siniestra!) Unos vestían capas color púrpura con anchos embozos verdes, y el verde embozo era en algunas una estrecha franja; y otros llevaban capas de viejo y marchito rojo, y otros capas violeta, y ninguna era negra. Pedían elegantemente, como los dioses podrían pedir almas.

Me detuve junto a un farol, y vinieron hacia él, y uno le habló, llamándole hermano farol; y dijo: «¡Oh farol, nuestro hermano de la sombra! ¿Hay muchos naufragios para ti en la mareas de la noche? No duermas, hermano; no duermas. Hubo muchos naufragios y no fueron para ti. »

Era extraño: nunca había pensado en la majestad del farol callejero y en su larga vigilancia sobre los hombres descarriados. Pero el farol no era indigno de la atención de aquellos embozados extranjeros.

Uno de ellos murmuró a la calle: «¿Estás cansada, calle? Sin embargo, no tardarán mucho en andarte por encima y vestirte de alquitrán y briquetas de madera. Ten paciencia, calle. Ya vendrá el terremoto.»

«¿Quiénes sois —preguntaba la gente— y de dónde venís?»

«¿Quién puede decir quiénes somos —respondieron— o de dónde venimos?»

Y uno de ellos volvióse hacia las ahumadas casas, diciendo: «Benditas sean las casas, porque dentro de ellas sueñan los hombres.»

Entonces percibí lo que jamás había pensado: que todas aquellas casas absortas no eran iguales, sino diferentes unas de otras, porque todas soñaban sueños diferentes.

Y otro se volvió hacia un árbol que estaba junto a la verja de Green Park, diciendo: «Alégrate, árbol, porque los campos volverán de nuevo.»

Y entre tanto ascendía el feo humo, el humo que ha ahogado la fábula y ennegrecido a los pájaros. A éste, pensé, ni pueden alabarle ni bendecirle. Pero cuando le vieron, levantaron hacia él sus manos, hacia los miles de chimeneas, diciendo: «Contemplemos el humo. Los viejos bosques de carbón que han yacido tanto tiempo en la oscuridad, y que yacerán tanto tiempo todavía, están danzando ahora y volviendo hacia el sol. No te olvidamos, hermana tierra, y te deseamos la alegría del sol.»

Había llovido, y un triste arroyuelo destilaba de una sucia gotera. Venía de montones de despojos inmundos y olvidados; había recogido en su camino cosas que fueron desechadas, y encaminábase a sombrías alcantarillas desconocidas del hombre y del sol. Este taciturno arroyuelo era una de las causas que me habían movido a decirme en mi corazón que la Ciudad era vil, que la belleza había muerto en ella, y huido la Fantasía.

Y aun a esta cosa bendecían los mendigos. Y uno que llevaba capa púrpura con un ancho embozo verde dijo: «Hermano, conserva la esperanza aún, porque seguramente has de ir al fin al deleitoso mar y encontrar allí los pesados, enormes navíos muy viajados, y gozarte junto a las islas que conocen el sol de oro.» Así bendecían la gotera, y yo no sentía deseos de burlarme.

Y a la gente que pasaba al lado con sus negras, malparecidas chaquetas, y sus desdichados, monstruosos y brillantes sombreros, también la bendecían los mendigos. Uno de ellos dijo a uno de estos oscuros ciudadanos: «¡Oh tú, mellizo de la noche, con tus pintas de blanco en las muñecas y en el cuello como las desparramadas estrellas de la noche! ¡Qué espantosamente velas de negro tus ocultos insospechados deseos! Hay en ti hondos pensamientos que no quieren alegrarse con el color, que dicen «no» al púrpura y «apártate» al verde adorable. Tú tienes salvajes impulsos que requieren ser domados con negro, y terribles imaginaciones que deben ser encubiertas de ese modo. ¿Tiene tu alma sueños de los ángeles y de los muros del palacio de las hadas, que has guardado tan secretamente por temor de que ofusquen a los pasmados ojos? Así Dios oculta en lo profundo el diamante bajó millas de barro.

»La maravilla de ti no es dañada por la alegría.

»Mira que eres muy secreto.

»Sé maravilloso. Vive lleno de misterio.»

Pasó silenciosamente el hombre de la blusa negra. Y yo vine a entender, cuando el purpúreo mendigo hubo hablado, que el negro ciudadano tal vez había traficado con la India, que en su corazón había extrañas y mudas ambiciones, que su mudez estaba fundada por solemne rito en las raíces de antigua tradición, que podía ser vencida un día por un rumor alegre de la calle y por alguien que cantase una canción, y que cuando este mercader hablara, podían abrírsele grietas al mundo y la gente atisbar por ellas al abismo.

Y entonces, volviéndose hacia Green Park, adonde aún no había llegado la primavera, extendieron los mendigos sus manos, y mirando a la helada hierba y a los árboles todavía sin brotes, cantando a coro, profetizaron los narcisos.

Un autobús bajaba por la calle pasando casi por encima de los perros que aún ladraban furiosamente. Bajaba sonando su bocina clamorosa.

Y la visión se desvaneció.

El cuerpo infeliz

«Por qué no bailas y te solazas con nosotros?», le decían a cierto cuerpo. Y el cuerpo confesó su tribulación. Dijo: «Estoy unido a un alma feroz y violenta que es sobremanera tiránica y no me deja reposo, y me arrastra fuera de las danzas de los míos para hacerme trabajar en su detestable obra, y no me deja hacer las cosas menudas que complacerían a la gente que amo, sino que sólo cuida de agradar a la posteridad cuando haya concluido conmigo entregándome a los gusanos; y entre tanto, hace absurdas demandas de afecto a los que están cerca de mí, y es demasiado orgullosa para apreciarlo cuando se le da menos de lo que pide, así que aquellos que serian bondadosos para mí me odian.» Y el cuerpo infeliz rompió a llorar.

Y le dijeron: «Ningún cuerpo sensible se cuida de su alma. Un alma es poca cosa y no ha de gobernar a un cuerpo. Tú debes beber y fumar hasta que deje de afligirte.» Pero el cuerpo no hacía más que llorar y decir:

«La mía es un alma espantosa. La he arrojado fuera de mí un rato con la bebida. Mas pronto volverá. ¡Ay, pronto volverá!»

Y el cuerpo fuese a acostar anhelando reposo, porque estaba adormilado por la bebida. Mas cuando el sueño se le acercaba, levantó los ojos, y allí estaba su alma sentada en el alféizar de la ventana, como nebulosa llama de luz, mirando a la calle.»

«Ven —dijo aquel alma tirana— y mira a la calle.»

«Necesito dormir», dijo el cuerpo.

«Pero la calle es una bella cosa —dijo el alma con vehemencia—. Cien personas están soñando en ella.»

«Estoy enfermo por falta de descanso», dijo el cuerpo.

«No importa», dijo el alma. «Hay millones como tu en la tierra, y millones y millones que vendrán. Los sueños de la gente vagan a campo traviesa; cruzan mares y montañas de maravilla, guiándose por sus almas en los intrincados pasos; vienen a los templos de oro que resuenan con miles de campanas; suben empinadas calles que alumbran farolillos de papel, donde las puertas son verdes y pequeñas; conocen el camino de las cámaras de los hechiceros y de los castillos encantados; saben el hechizo que los atrae a las calzadas a través de las montañas de marfil. Si miran a un lado y hacia abajo, contemplan los campos de su juventud, y al otro se extienden las radiantes planicies del futuro. Levántate y escribe lo que sueña la gente.»

«¿Qué recompensa hay para mí —preguntó el cuerpo— si escribo lo que me pides?»

«No hay recompensa ninguna», dijo el alma.

«Entonces voy a dormir», dijo el cuerpo.

Y el alma empezó a susurrar una perezosa canción que cantara un joven en una tierra fabulosa al pasar una ciudad de oro (que guardaban fieros centinelas), y sabía que su mujer estaba en ella, aunque no era todavía más que una niña, y sabía por las profecías que feroces guerras aún no empeñadas en lejanas e ignoradas montañas habrían de rodar sobre él con su polvo y su sed antes de volver de nuevo a aquella ciudad. El joven cantaba al pasar por la puerta, y estaba muerto con su mujer hacía cien anos.

«No puedo dormir con esa canción abominable», gritó el cuerpo al alma.

«Entonces haz lo que se te manda», replicó el alma. Y cansado el cuerpo, tomó otra vez la pluma. Entonces habló el alma alegremente en tanto que miraba por la ventana.

«Allí hay una montaña que se alza escarpada sobre Londres, en parte de cristal y en parte de niebla. A ella van los soñadores cuando se ha apagado el ruido del tráfico. Al principio apenas pueden soñar a causa del estruendo; pero antes de media noche se para, gira y se va a marea menguante con todos sus naufragios. Entonces, los soñadores se levantan y escalan la montaña fulgurante, y en su cumbre encuentran los galeones del ensueño. De allí navegan unos rumbo a Oriente, otros a Occidente, unos por el Pasado y otros por el Futuro, porque los galeones navegan sobre los años como sobre los espacios; pero casi todos ponen proa al pasado y a las viejas dársenas, porque allá van los suspiros de los hombres y los navíos navegan a su favor, como los mercaderes bajan costeando el Africa empujados por los perennes vientos alisios. Todavía veo a los galeones levar ancla tras ancla; las estrellas fulguran entre ellos; los navíos deslízanse fuera de la noche; sus proas van resplandecientes hacia el crepúsculo del recuerdo, y la noche pronto queda lejos, una negra nube que cuelga baja, y débilmente salpicada de estrellas, como el puerto y la ribera de una tierra baja vista a lo lejos con las luces de su puerto.»

Uno tras otro, el alma, sentada junto a la ventana, relató los sueños. Contó de tropicales selvas vistas por desdichados hombres que no pueden salir de Londres, ni nunca podrán; selvas que hacía de súbito maravillosas el canto de una ave de paso que cruza volando hacia desconocidos lugares y cantando un canto desconocido. Vio a los viejos bailando ligeramente al son de los pífanos de los elfos hermosas danzas con vírgenes quiméricas, toda la noche, sobre montañas imaginarias, a la luz de la luna; oía a lo lejos la música de rutilantes primaveras; vio la hermosura de las yemas del manzano caídas acaso hacía treinta años; oyó viejas voces, viejas lágrimas tornaban brillando; la Leyenda sentábase encapotada y coronada sobre las lomas del sur, y el alma la conoció.

Uno a uno contó los sueños de todos los que dormían en aquella calle. A veces deteníase para denostar al cuerpo porque trabajaba mal y perezosamente. Sus ateridos dedos escribían tan veloces como podían, pero el alma no reparaba en ello. Y así transcurrió la noche, hasta que oyó el alma tintinear por el cielo de Oriente las pisadas de la mañana.

«Mira ahora —dijo el alma— la alborada que temen los soñadores. Comienzan a palidecer las velas luminosas de los galeones insumergibles; los marineros que los gobiernan tornan al mito y la fábula; la marea del tráfico vuelve ahora a subir, y va escondiendo sus pálidos naufragios, y viene por oleadas con su tumulto a la pleamar. Ya los destellos del sol flamean en los golfos tras el Oriente del mundo; los dioses lo han visto desde el palacio crepuscular que han levantado sobre el amanecer; calientan las manos a su llama cuando fluye por sus arcos resplandecientes antes de tocar el mundo; allí están todos los dioses que han sido y todos los dioses que serán; siéntanse allí a la mañana, cantando y alabando al Hombre.»

«Estoy entumecido y helado por falta de sueño», dijo el cuerpo.

«Tendrás siglos para dormir —repuso el alma—, pero no puedes dormir ahora, porque he visto hondas praderas con flores de púrpura llameando altas y extrañas sobre el brillante césped; rebaños de puros y blancos unicornios que retozan alegres, y un río que corre con un reluciente galeón en él, todo de oro, que va de una tierra desconocida a una ignorada isla del mar, para llevar una canción de un hijo del Rey de las Cumbres a la Reina de la Lontananza.

»Yo te cantaré este canto, y tú has de escribirlo.»

«He trabajado años y años para ti», dijo el cuerpo. «Dame ahora siquiera una noche de descanso, porque estoy fatigado.»

«¡Oh, vete y descansa! Estoy harta de ti. Me voy», dijo el alma.

Elevóse y partió no sabemos adónde. Pero al cuerpo lo colocaron en la tierra, y a la media noche siguiente los espectros de los muertos vinieron desde sus tumbas para felicitar al cuerpo.

«Aquí eres libre, ya lo sabes», dijeron a su nuevo compañero.

«Ya puedo descansar», dijo el cuerpo.

Notas

[1]
Esa planta maravillosa que crece junto a la cúspide del monte Zaumnos; aroma toda la extensión zaumniana y su perfume se percibe muy lejos, en las llanuras kepuscranias, y cuando el viento sopla desde la montaña, llega hasta las calles de la ciudad de Ognoth. Por la noche cierra sus pétalos y se la oye respirar, y su respiración es un veneno rapido. También respira durante el día si se agitan las nieves cerca de ella. Ninguna planta de este género ha sido arrancada en vida por cazador alguno.

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