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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (13 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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—Muy bien. Esto significa que debe haber un número infinito de estrellas y planetas. Por consiguiente, según la ley de probabilidades, cada suceso posible debe ocurrir no sólo una vez, sino un número infinito de veces. ¿Correcto?

—Supongo que sí.

—Entonces debe haber un número infinito de mundos exactamente iguales que la Tierra. Cada uno de ellos con un Arnold y un Webb subiendo este monte, como hacemos nosotros, y pronunciando las mismas palabras.

—Esto resulta bastante difícil de aceptar.

—Sé que es un concepto desconcertante, pero también lo es el infinito. Pero lo que me interesa es la idea de todas las otras Tierras que no son exactamente iguales a ésta. Las Tierras donde Hitler ganó la guerra y la esvástica ondea en Buckingham Palace, la Tierra donde Colón no descubrió América, la Tierra donde el Imperio Romano ha existido hasta el día de hoy. En realidad, las Tierras donde todas las grandes alternativas de la Historia hubiesen dado resultados diferentes.

—Volviendo al principio, ¿aquélla en la que el hombre-mono, que habría sido el padre de todos nosotros, se rompió el cuello antes de poder tener algún hijo?

—Ésta es la idea, pero ciñámonos a los mundos que conocemos, los mundos en que nosotros estamos escalando este monte en esta tarde de primavera. Piensa en todos nuestros reflejos en aquellos millones de planetas. Algunos de ellos son exactamente iguales, pero también deben existir todas las variantes posibles que no vulneren las leyes de la lógica.

»Podríamos (deberíamos) llevar toda clase imaginable de ropa, y ninguna en absoluto. Aquí brilla el Sol, pero no en innumerables miles de millones de aquellas otras Tierras. En muchas de ellas será invierno o verano en vez de primavera. Pero consideremos también otros cambios más fundamentales.

»Pretendemos escalar este monte y bajar por el otro lado. Pero piensa en todas las cosas que podrían ocurrimos en los próximos minutos. Por muy improbables que sean, puesto que son posibles, tienen que suceder en alguna parte.

—Comprendo —admitió despacio Arnold, asimilando la idea con visible renuencia. Una expresión de ligero malestar se pintó en su semblante—. Supongo que entonces, caerás muerto de un ataque al corazón en alguna parte cuando des el próximo paso.

—No en este mundo —dijo Webb con una sonrisa—. Esto ya lo he refutado. Tal vez la víctima serás tú.

—O tal vez —replicó Arnold— me hartaré de esta conversación, sacaré una pistola y te pegaré un tiro.

—Podría ser —admitió Webb—, si no fuese porque estoy seguro de que en esta Tierra no llevas pistola. Pero no olvides que, en millones de aquellos mundos alternativos, yo desenfundaré el arma antes que tú.

El sendero serpenteaba ahora en una cuesta boscosa, con espesos árboles a ambos lados. El aire era fresco y suave. Todo estaba tranquilo, como si las fuerzas de la Naturaleza se hubiesen concentrado, con silenciosa intensidad, en reconstruir el mundo después de la ruina del invierno.

—Me pregunto —siguió diciendo Webb— lo improbable que puede llegar a ser una cosa antes de hacerse imposible. Hemos mencionado algunos sucesos inverosímiles, pero no son completamente fantásticos. Aquí estamos en un paraje de Inglaterra, caminando por un sendero que conocemos perfectamente.

»Sin embargo, en algún universo, aquellos... ¿cómo podría llamarlos?... «gemelos» nuestros doblarán aquella esquina y no encontrarán nada, absolutamente nada que pueda concebir la imaginación. Pues como he dicho al principio, si el cosmos es infinito, deben darse todas las posibilidades.

—Por consiguiente —completó Arnold, soltando una risa no tan ligera como hubiese deseado—, es posible que nos tropecemos con un tigre o con alguna otra cosa desagradable.

—Desde luego —replicó alegremente Webb, entusiasmándose con el tema—. Y si es posible, tiene que ocurrirle a alguien, en alguna parte del universo. Entonces, ¿por qué no a nosotros?

Arnold lanzó un bufido de disgusto.

—Esta conversación se está volviendo fútil —protestó—. Hablemos de algo sensato. Si no encontramos un tigre a la vuelta de aquel recodo, consideraré refutada tu teoría y cambiaré de tema.

—No seas tonto —dijo alegremente Webb—. Esto no refutaría nada. No tienes manera de...

Fueron las últimas palabras que pronunció. En un número infinito de Tierras, un número infinito de Webbs y Arnolds se encontraron con tigres amistosos, hostiles o indiferentes. Pero ésta no era una de aquellas Tierras; estaba mucho más cerca del punto en que lo improbable rayaba con lo imposible.

Sin embargo, no era totalmente inconcebible que, durante la noche, la ladera empapada por la lluvia se hubiese hundido, poniendo al descubierto una tremenda grieta que conducía al mundo subterráneo. Respecto a lo que había abierto trabajosamente aquella grieta hacia la desconocida luz del día..., bueno, en realidad no era más improbable que el calamar gigante, la boa constrictor o los fantásticos lagartos de la jungla del Jurásico. Había estirado las leyes de probabilidades geológicas, pero no hasta el punto de ruptura.

Webb había dicho la verdad. En un cosmos infinito, todo debe suceder en alguna parte, incluida la suerte singularmente mala de aquellos hombres, pues ésta estaba hambrienta, muy hambrienta, y un tigre o un hombre eran un pequeño pero aceptable bocado para cualquiera de su media docena de fauces abiertas.

E
PÍLOGO

El concepto de que todo posible universo puede existir no es original, desde luego, pero ha sido revisado recientemente en una forma sofisticada por los físicos teóricos de hoy (en la medida en que puedo entender algo de lo que digo). También está relacionado con el llamado Principio Antrópico, que tanto interesa ahora a los cosmólogos. (Véase The Anthropic Cosmological Principie, de Tipler y Barrow. Aunque tengan que saltarse muchas páginas de música, los trozos de texto entre ellas son fascinantes e invitan al ejercicio mental.)

Los antroposistas han observado las que parecen ser algunas peculiaridades de nuestro universo. Muchas de las constantes físicas fundamentales —a las que, por lo que podemos ver, pudo dar Dios el valor que quiso— en realidad están exactamente ajustadas, o entonadas, para producir la única clase de universo que hace posible nuestra existencia. Un pequeño porcentaje en cualquier dirección, y no estaríamos aquí.

Una explicación de este misterio es que, de hecho, todos los demás universos posibles existen (¡en alguna parte!), pero desde luego carecen de vida en su inmensa mayoría. Sólo en una fracción infinitesimal de la creación total, permiten los parámetros que exista la materia, que se formen los astros y, en definitiva, que surja la vida. Estamos aquí porque no podemos estar en otra parte.

Pero todas estas otras partes están en alguna parte, por lo que mi cuento puede estar muy cerca de la verdad. Por suerte, nunca habrá manera de probarlo.

Creo yo...

En las profundidades

(
The Deep Range
, 1958)

Escribí el cuento En las profundidades en 1954, mucho antes del casi obsesivo interés actual por la exploración y la explotación de los océanos.

Un año después fui al Great Barrier Reef, tal como expliqué en The Coast of Coral («La costa de Coral»). Aquella aventura me dio ímpetu —y datos— para ampliar el cuento en una novela del mismo título, que terminé después de fijar mi residencia en Ceilán (hoy Sri Lanka).

Por esta razón, nunca volví a publicar el cuento original en ninguna de mis colecciones, y hoy ofrezco a los esperanzados aspirantes a doctores en Literatura Inglesa la oportunidad de «comparar y contrastar».

La idea de reunir en manadas a las ballenas es algo que aún no ha llegado, pero me pregunto si algún día llegará. En el curso del último decenio, las ballenas han adquirido tanto prestigio que la mayoría de los europeos y de los americanos antes comerían hamburguesas de perro o de gato que carne de ballena. Yo la probé una vez durante la Segunda Guerra Mundial: sabía a carne de vaca bastante dura.

Sin embargo, hay un producto de las profundidades que podría consumirse sin escrúpulos morales. ¿Qué les parecería un batido de leche de ballena?

H
abía un asesino suelto en la zona. La patrulla de un helicóptero había visto a ciento cincuenta kilómetros de la costa de Groenlandia, el gran cadáver tiñendo el agua de rojo mientras flotaba en las olas. A los pocos segundos se había puesto en funcionamiento el intrincado sistema de alerta: los hombres trazaban círculos y movían piezas sobre la carta del Atlántico Norte, y Don Burley aún se estaba frotando los ojos cuando descendió en silencio hasta treinta metros de profundidad. Las luces verdes del tablero eran un símbolo resplandeciente de seguridad. Mientras esto no cambiase, mientras ninguna de las luces esmeralda pasara al rojo, todo iría bien para Don y su pequeña embarcación. Aire, carburante, fuerza: éste era el triunvirato que regía su vida. Si fallaba uno, descendería en un ataúd de acero hasta el cieno pelágico, como le había pasado a Johnnie Tyndall la penúltima temporada. Pero no había motivo para que fallasen; los accidentes que uno preveía, se dijo Don para tranquilizarse, no ocurrían nunca.

Se inclinó sobre el tablero de control y habló por el micro. Sub 5 aún estaba lo bastante cerca de la nave nodriza como para alcanzarla por radio, pero pronto tendría que pasar a los sónicos.

—Pongo rumbo 255, velocidad 50 nudos, profundidad 30 metros, el sonar en pleno funcionamiento... Tiempo calculado hasta el sector de destino, 70 minutos... Informaré a intervalos de 10 minutos. Esto es todo... Cambio.

La contestación, ya debilitada por la distancia, llegó al momento desde el
Herman Melville
.

—Mensaje recibido y comprendido. Buena caza. ¿Qué hay de los sabuesos?

Don se mordisqueó el labio inferior, reflexionando. Esto podía ser un trabajo que tuviese que hacer él solo. No tenía idea de dónde estaban en este momento Benj y Susan, en un radio de ochenta kilómetros. Lo seguirían sin duda si les hacía la señal, pero no podrían mantener su velocidad y pronto se quedarían atrás. Además, podía encontrarse con una pandilla de asesinos y lo último que quería era poner en peligro a sus marsopas cuidadosamente adiestradas. Era lógico y sensato. También apreciaba mucho a Susan y a Benj.

—Está demasiado lejos y no sé en qué voy a meterme —respondió—. Si están en el área de interceptación cuando llegue allí, puede que los llame.

Apenas pudo oír el asentimiento de la nave nodriza, y Don apagó la radio. Era hora de mirar a su alrededor.

Bajó las luces de la cabina para poder ver más claramente la pantalla del sonar, se caló la gafas Polaroid y escudriñó las profundidades. Éste era el momento en que Don se sentía como un dios, capaz de abarcar entre las manos un círculo de treinta kilómetros de diámetro del Atlántico, y de ver con claridad las todavía inexploradas profundidades, a cinco mil metros por debajo de él. El lento rayo giratorio de sonido inaudible estaba registrando el mundo en el que él flotaba, buscando amigos y enemigos en la eterna oscuridad donde jamás podía penetrar la luz. Los chillidos insonoros, demasiado agudos incluso para el oído de los murciélagos que habían inventado el sonar un millón de años antes que el hombre, latieron en la noche del mar: los débiles ecos se reflejaron en la pantalla como motas flotantes verdeazuladas.

Gracias a su mucha práctica, Don podía leer su mensaje con toda facilidad. A trescientos metros debajo de él, extendiéndose hasta el horizonte sumergido, estaba la capa de vida que envolvía la mitad del mundo. El prado hundido del mar subía y bajaba con el paso del sol, manteniéndose siempre al borde de la oscuridad. Pero las últimas profundidades no le interesaban. Las bandadas que guardaba y los enemigos que hacían estragos en ellas, pertenecían a los niveles superiores del mar.

Don pulsó el interruptor del selector de profundidad y el rayo del sonar se concentró automáticamente en el plano horizontal. Se desvanecieron los resplandecientes ecos del abismo, pero pudo ver más claramente lo que había aquí, a su alrededor, en las alturas estratosféricas del océano. Aquella nube reluciente a tres kilómetros delante de él era un banco de peces; se preguntó si la Base estaba enterada de esto, y puso una nota en su cuaderno de bitácora. Había algunas motas más grandes y aisladas al borde del banco: los carnívoros persiguiéndolo, asegurándose de que la rueda eternamente giratoria de la vida y la muerte no perdiese nunca su impulso. Pero este conflicto no era de la competencia de Don; él perseguía una caza mayor.

Sub 5 siguió navegando hacia el oeste, como una aguja de acero más rápida y mortífera que cualquiera de las otras criaturas que rondaban por los mares. La pequeña cabina, iluminada tan sólo por el resplandor de las luces del tablero de instrumentos, vibraba con fuerza al expulsar el agua las turbinas. Don examinó la carta y se preguntó cómo había podido penetrar esta vez el enemigo. Todavía había muchos puntos débiles, pues vallar los océanos del mundo había sido una tarea gigantesca. Los tenues campos eléctricos, extendidos entre generadores a muchas millas de distancia los unos de los otros, no podían mantener siempre a raya a los hambrientos monstruos de las profundidades. Éstos también estaban aprendiendo. Cuando se abrían las vallas, se deslizaban a veces entre las ballenas y hacían estragos antes de ser descubiertos.

El receptor de larga distancia hizo una señal que parecía un lamento, y Don marcó TRANSCRIBA. No era práctico transmitir palabras a cualquier distancia por un rayo ultrasónico, y además en clave. Don nunca había aprendido a interpretarla de oídas, pero la cinta de papel que salía de la rendija le solucionó esta dificultad.

HELICÓPTERO INFORMA MANADA. 50-100 BALLENAS DIRIGIÉNDOSE 95 GRADOS REF CUADRÍCULA X186475 Y438034 STOP. A GRAN VELOCIDAD. STOP. MELVILLE. CORTO.

Don empezó a poner las coordenadas en la cuadrícula, pero entonces vio que ya no era necesario. En el extremo de su pantalla había aparecido una flotilla de débiles estrellas. Alteró ligeramente el curso y puso rumbo a la manada que se acercaba.

El helicóptero tenía razón: se movían de prisa. Don sintió una creciente excitación, pues esto podía significar que huían y atraían a los asesinos hacia él. A la velocidad en que viajaban, estaría entre ellas dentro de cinco minutos. Apagó los motores y sintió el tirón hacia atrás del agua que lo detuvo muy pronto.

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